Ha muerto la madrugada. El
cielo gris de enero lo confirma. Llegó el amanecer sin saber cómo, acaso por
rutina o por costumbre. La luz fría se contiene en las ventanas, no acierta a
penetrar en los hogares. De tan uniforme, la claridad parece universal, como un
fulgor sin sombra que amortaja.
La aurora oscura.
Duermen las iras todavía.
Ascienden despaciosos los olores. Aromas que despiertan los recuerdos más
antiguos: lumbre de cáscaras de almendra, colada limpia, la leche fresca, el
pan recién cocido…
Alcemos la ciudad sin
pretensiones. Urbe pequeña de provincias.
A ras de soportales, los
motores rompen sueños en el alba. Las calles desperezan su rutina cotidiana.
Dos motos cruzan la avenida que flanquean viejos olmos. A izquierda y derecha,
la hilera de edificios semejantes, desvaídos por el paso de los soles y las
lluvias, por el giro inevitable del planeta.
Vía Magallanes, segundo
izquierda. Un piso exiguo acoge a la pareja. Pasillo angosto, saloncito, cocina
diminuta, alcoba y baño. Al fondo de la pieza hay una cama muy estrecha.
Alzando la conciencia de sus ojos caramelo, ya despierta, se encoge la mujer.
Aovillada contra el primer frío del alba, construye un rostro para el feto que
alimenta en su interior. La vida diminuta y misteriosa, gestada con paciencia
natural. A un lado la ventana, desnuda; no hay cortina que separe las paredes
de la noche o el día.
La mujer piensa en el niño y
apenas curva los labios. El hijo cobra rasgos en la mente de la madre, segundo
a segundo, cumpliendo inexorable el destino impuesto a todo ser. Maternales,
los dedos se deslizan sobre el vientre abultado, tan terso como dulce de
membrillo; la piel es joven todavía. Sus pechos huelen a jabón.
En el cuarto fallece la
madrugada y renace la aurora. Mas la noche no ha muerto; reposa a pierna
suelta. Muy pronto volverá a resucitar con su negrura.
Historia en blanco, el ser aún
no nacido es un enigma. Principio de todo, también del fin. Meciéndolo en su
seno, la madre mueve el tiempo a voluntad. Recrea los años venideros. Supone
besos y escenarios, la infancia de ese niño que ha pintado pelinegro bajo el
sol. Mañanas, mediodías, regreso de la escuela en una tarde novembrina,
katiuskas y el paraguas chiquitín.
Las primeras regañinas saben
hoy a golosina.
La nostalgia retrocede hasta
no estar. De pronto la mujer se ha sorprendido sonriendo. Como un hábito en
desuso y sin embargo necesario que ella alarga y paladea. «Tanto tiempo sin
reír que hasta parece que me cuesta». Por unos segundos, disfruta de una paz
casi olvidada. Bendita calma.
Tras la tregua momentánea van
tornando los recuerdos, la añoranza de los suyos, de los sueños abatidos, de
una patria devastada.
La imposibilidad de cambiar el
pasado: los días oscuros.
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