El cielo es tan azul, mamá. Pero no es
todo del mismo azul; hay diferentes tonalidades que las ligeras nubes bañan con
una pátina blanquecina. Aunque, a pesar de eso, sigue siendo tan azul como siempre,
mamá.
Me encuentro a gusto, y nada me importa
ahora. Todos mis sentidos se han marchado, como si alguien les esperase en
algún otro lugar. Solo quedan mis ojos, que no pierden ni un detalle de ese
firmamento que tengo encima. Tan lejano y al que he querido llegar con ardor
infantil.
Siento bajo mi cuerpo la capa azul
turquesa que cogí del viejo ropero de la abuela. Una capa grande, hermosa, con
dos lacitos de algodón en unos de sus extremos que me vinieron bien para
atármelos alrededor del cuello.
Ese cielo, mamá… ese cielo tan alto. Yo
quise volar; imitar a mis ídolos de los tebeos y de las películas, rescatar a
chicas en apuros y detener a los villanos que amenazaban el mundo.
Pero la capa azul de la abuela no me
sirvió, mamá. El cielo, en el que pueden verse muchos azules diferentes, está
lejos, cada vez más, y se ennegrece. Porque ahora está oscureciendo, mamá. Y
luego está la gente ¿Qué hace aquí toda esa gente que me rodea? ¿Y por qué se
escucha el sonido de las ambulancias?
Quise
volar, como mis amados superhéroes, pero ni la capa ni mis brazos de niño lo
consiguieron, y eso que los agité con fuerza.
Quise volar, mamá, y por
eso me arrojé desde nuestro balcón del sexto piso…
¡Pero
son tan bonitos esos cielos tan azules, tan azules…!
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