La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 14 de mayo de 2017

La mancha roja, por EDUARDO MORENO ALARCÓN.




            Un hombre mediocre siempre será un pecador mediocre.
            Anselmo era esa clase de tipo.
            La primera vez que la vio, no le prestó mayor atención. Una salpicadura insignificante; residuo derramado del pasado. No importa cuándo sucedió. En realidad, la mancha no era más grande que una cereza. Pequeña sombra grana. Bueno, echaría la sábana a la lavadora y asunto concluido.
            Tenía cosas más importantes en que pensar. Cosas que, a veces, llegaban a inquietarle por las noches. Aún no se terminaba de acostumbrar al vacío. El silencio, sobre todo al principio, se le hizo un poco raro.
            Se olvidó por completo de aquella trivialidad doméstica.
            Pasaron los días y nada malo sucedió. Ninguna novedad. La vorágine cotidiana se llevó la incertidumbre. Borró las dudas.
            Todo marchaba sobre ruedas.
            Una tarde, a la salida del trabajo, volvió a la casa de campo. Agosto tenía tonos septembrinos. Primeros ocres en las ramas. El tiempo era templado y agradable. No hacía frío, pero el salón estaba helado. Lo mismo sucedía en la cocina. Echó un vistazo al calendario deportivo que colgaba en la pared: ya hacía tres semanas. «Por las noches ya refresca», barruntó.
            Y salió fuera a por leña.
            Prendieron los maderos en la vieja chimenea. Anselmo abrió una lata de cerveza y, reclinado en la butaca, pulsó el mando a distancia. Había nuevos casos, en otras partes. Raro era el día que no se mencionara alguno más. Qué asco de gentuza, suicidas chapuceros. Buscó un canal deportivo. Mucho mejor. Se sintió reconfortado. Bebió una segunda Alhambra. Casi de trago.
            Al fin puso a lavar la ropa hedionda. También la sábana manchada. Entró en el dormitorio y, de súbito, sus ojos se imantaron a la tela: o su vista lo engañaba o el lamparón había crecido. «¡Me cagüen la puta!», masculló.
            Antes de introducir la sábana en el bombo de la lavadora, cogió el jabón casero y, violento, frotó con mucha fuerza sobre el pétalo amapola.
            Por suerte había competición europea. El fútbol le sirvió como anestesia. Durmió su mente a medias. Picó patatas y un trozo de pizza recalentada. ¡Qué mal jugaban esos putos vagos!
            Cachazudo, tendió la ropa fuera, en un pequeño patio de paredes encaladas. Fue colgando camisas, calzoncillos, calcetines y la sábana. «Qué bien hicimos comprando esta lavadora».
            Anselmo sonrió. Mecido por la brisa, ondeaba el lienzo blanco, sin mácula.
            Rodaron las semanas. Goteo de nuevos casos. Trabajo rutinario. Nada.
            Era domingo. Despertó de un sueño plúmbeo, fatigado, con un extraño peso en las entrañas. El sol ya calentaba la ventana. Ocurrió al girarse sobre sí: otra mancha de color escaramujo se extendía por la almohada y un buen trozo de la sábana. Esta vez tenía el tamaño de un balón de fútbol.
            Se tomó un café cargado. Afuera hacía calor. Se respiraba el veranillo del membrillo. La vivienda debería estar atemperada. Pero no era así. Más bien todo lo contrario. Anselmo rezongó. Algo empezaba a no gustarle. Cogió el bote de detergente y, sin reparos, vertió un buen chorro sobre el paño. Echó un vasito de agua por encima y refrotó sobre la sombra carmesí.
            Pero la mancha no salió ni con lejía. Al contrario, cobró mayor viveza. El rojo se hizo intenso como carne de sandía. «¡¡Me cagüen su puta madre!!»
            Retiró funda y sábana, y las arrojó a un cesto. Pero al rato cambió de idea. Sí, mejor tirarlas. Abrió un cajón de la cocina y sacó una bolsa de basura. Tras desplegar el saco negro, asió la tapa del cesto.
            Le dio un vuelco al estómago. Dentro del cubo, todo era rojo. Informe amasijo, las ropas cubre cama semejaban una víscera sangrante.
            No quiso mirar más. Metió todo en la bolsa y salió fuera de la casa. Cerró con llave y se alejó. Ya era bastante por hoy. De regreso tiraría aquella mierda al primer contendor que se topara.
            Anochecía sobre el campo soñoliento. Anselmo subió al coche. El vehículo abocó un camino asfaltado que enlazaba con la autovía. A izquierda y derecha, un mar de viñas derramaba sus racimos más tardíos.

            La ciudad lo recibió con su graznido de metales. Entró en el piso y, de súbito, quedó estupefacto. Se frotó los ojos. Pasillo, cocina, salón, todo era rojo.
            Rojo por todas partes. Rojo ofensivo. Mirada coagulada en una franja del espectro visible. Para Anselmo, el mundo se tornó monocolor.

*          *          *

            La policía entró en el piso a instancias de los vecinos. Cuando el hedor se volvió aliento de tabiques y ascendió por ascensores y rellanos.
            Hallaron el cadáver en el baño. Tendido boca arriba con los ojos muy abiertos. Ojos tintados de rojo: como las ratas albinas. 
            Nada anormal en los colores de la casa. Tan sólo el rojo contrastado en el espejo. Cristal que reflejaba letras sangre. La rúbrica de un pecador mediocre:

            «Soy un hijo de puta. Yo maté a mi mujer». 

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