La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

lunes, 14 de septiembre de 2015

La transformación de Phineas Gage, por EDUARDO MORENO ALARCÓN.



Desde el comienzo de las obras de ampliación de la línea férrea a través de Vermont, cuando la empresa Rutland & Burlington desplazó cientos de obreros a aquel terreno agreste, Phineas Gage gozó del favor de sus jefes. No había en la plantilla empleado más capaz, más eficiente. Sin embargo, meses más tarde, aquellos mismos patrones lo despidieron aduciendo que Gage ya no era Gage.

Sucedió en el verano de 1848. Pasaban diez minutos de las cinco y el sol caía a plomo sobre el valle. Me hallaba en la consulta porfiando contra el sopor, el bochorno y las bacterias. De pronto escuché gritos provenientes de la calle. Alertado, descorrí la cortinilla y eché un vistazo al exterior: una carreta se detuvo a escasos metros de la entrada. Dos hombres auxiliaban a un tercero malherido. «¡Aprisa, doctor, el capataz se desangra!», chilló el más viejo de ellos.
Acudí en su ayuda sin demora, olvidado del sofoco y el calor. Enseguida lo tumbamos y empecé la exploración. Luego, con sumo cuidado, fui retirando las vendas que, toscas y empapadas, envolvían su cabeza. Hube de conservar toda mi sangre fría. Aunque algo aturdido, el propio Gage me contó lo sucedido.
«Ya sabe que la roca en esa zona es condenadamente dura. La única forma de abrirse paso es volar la peña. Perforamos, rellenamos con pólvora hasta la mitad del agujero, metemos la mecha, tapamos el barreno con arena y la apisonamos con una barra que llamamos “hierro de atacar”.
A falta de este último paso, mandé a Field, aquí presente, tapar el agujero. Entonces Harlow, también a mi cargo, me llamó desde el otro extremo del talud. Fui a ver qué sucedía. Apenas tardé un minuto en regresar. Seguí con mi tarea y, ayudado de la barra, me puse a compactar. Pero allí no había arena, doctor. Lo supe en cuanto golpeé un par de veces el barreno. Demasiado tarde. Las chispas provocaron la explosión...»
            Hubo un silencio repentino; los operarios enmudecieron. Tan pronto se oyó el ruido, se supo que algo grave había ocurrido, pues aquella descarga sonó distinta a los oídos avezados. La roca estaba intacta, pero la detonación propulsó el hierro contra el rostro de Gage. La barra, de un metro de longitud, dos centímetros y medio de diámetro y cinco kilos de peso, penetró en el ojo izquierdo y, atravesando el cráneo, salió disparada treinta metros más allá. Sus compañeros la encontraron lejos del lugar donde Phineas yacía herido, manchada de sangre y restos de masa encefálica.

Como buenamente pude, recompuse el área destrozada y suturé las heridas abiertas. Fue un milagro que aquel hombre sobreviviera. Phineas perdió el ojo izquierdo, pero conservó la visión del derecho. Aparte de la lesión ocular, el resto de sus facultades parecían intactas: atención, memoria, lenguaje, percepción, inteligencia... En menos de dos meses, reestablecido por completo, el capataz volvió a su puesto de trabajo en la cuadrilla ferroviaria.
Pero el Gage «resucitado» distaba mucho del puntual, del prudente, del siempre atento Gage. El cambio en su conducta sembró asombro y desconcierto entre sus hombres. De pronto blasfemaba, insultaba, vacilaba, tenía caprichos absurdos, a veces se emborrachaba o llegaba tarde, tan pronto era violento como amable...
            Finalmente lo despidieron. Según supe más tarde, migró a otros lugares en busca de trabajo, con el hierro de atacar siempre a su lado, compañero inseparable del que ya nunca quiso desprenderse (a su muerte, fue enterrado con la barra de metal).
            Me contaron que cambió de oficio y de ciudad muchas veces, tantas como despidos acumuló en esos años a causa de su terca indisciplina. También me dijeron que un buen día regresó en tren a Vermont, donde murió de un ataque epiléptico, hace ya cinco años.
            ¡Cinco años! Pasado tanto tiempo, yo había perdido la ocasión de analizar su cerebro. Sin embargo, aún podía examinar sus restos óseos. Con ese anhelo científico pedí los permisos correspondientes para exhumar el cuerpo del que fuera mi paciente.

            Ahora, mientras vuelvo a la ciudad por estas vías que costaron un ojo y algo más a Phineas Gage, doy vueltas en mi mente al accidente, a sus trágicas secuelas, al enigma de aquel cambio y al estudio al que me enfrento. En mi equipaje, ocultos de miradas curiosas, viajan el cráneo de Phineas y la barra de atacar.


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