Pulso el timbre y del otro lado me llega
el lejano ladrido de un perro. Espero inquieta, con una extraña mezcla de sentimientos,
mientras aprieto contra mi pecho la carpeta con sus escritos.
Doce meses en los que nuestra revista publicó en primera página sus
fascinantes relatos. Bajo el título "Doce aromas de tren", fueron llegando a la redacción, mes a mes, con
puntualidad de reloj suizo.
Ni un nombre, ni una fotografía, sólo un correo electrónico con un breve
encabezado y un archivo adjunto; distante al principio, amable siempre,
afectuoso y cercano con el paso del tiempo.
Recibirlos se convirtió en el momento más esperado porque en cada
trayecto recorrido y exquisitamente narrado, me situaba en el asiento de al
lado, viendo, oliendo, saboreando a través de sus sentidos plasmados en papel.
Tras
la puerta, a la espera de la ansiada entrevista, mi memoria me regala un
fragmento de su último relato.
"Discurre cantarín el tren, entre dulces y afrutadas fragancias de veredas
perdidas en el azul. Me sonríe el alcornoque, que me entrega
generoso la piel de su alma. Sombras lejanas de dispersos caseríos donde se
acunan esperanzas tras la lumbre, esas que traviesas, suben al cielo escapando
por las negras chimeneas. Digo adiós a la recia encina, cuando extiende su
sábana verde y negra bajo mis pies. Por ella discurre el tren que me lleva, que me trae…de ida y vuelta a ti".
Meses de excusas y negativas que fueron
cediendo resistencia a medida que los
encabezados de nuestros correos se alargaban, mezclando retazos de su inquieta
vida con mis rutinarios días, abonando así el terreno de una curiosa amistad.
La
llave desde el interior gira dos veces. La puerta se abre y le veo sonreír. Intuyo
sus ojos tras las oscuras gafas negras. Él huele mi asombro, mientras acaricia
a su perro lazarillo.
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