La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

lunes, 14 de enero de 2019

HEBRA. Revista Literaria.Nº 7, enero 2019


ISSN 2605-0854



SUMARIO



JURADO: 


Soledad Zurera López (Poeta y Profesora de literatura jubilada)


POESÍA: 








PROSA POÉTICA: 







RELATOS:




















RETRATO DE CIUDAD, por Lourdes Páez Morales




Era solo un punto en la lejanía… Ya solo era eso. Solo un insignificante punto en el horizonte.
Eva se sentó en el bordillo de la acera. Las luces de la ciudad empezaban a encenderse, y, aunque los faros de los coches pasaban a la altura de sus ojos, cegándola, permaneció así, inmóvil, perpleja, hundida, sentada en aquella acera de la calle en que se habían despedido para siempre. Por su mente paseaban recuerdos confusos, inconexos, hirientes, de los momentos felices que habían vivido. Heridas cerradas, sanadas, cicatrizadas, volvían a abrirse con ese ya último, definitivo, no retornable adiós. Miraba los rostros de quienes pasaban junto a ella: deformes, hirientes, mezquinos, interrogantes… Odio, desesperanza, desengaño. Quería morir en aquel instante. Las luces se multiplicaban en sus pupilas por efecto de las lágrimas, caleidoscopios de su dolor.
Un insignificante e incoherente punto, después de tantos puntos suspensivos… Después de tanto amor, de tanto amar, de tanto esperar amor y olvidar amar.
Eva pensó en las noches mirando la luz del móvil. Mirando la no respuesta. La odiosa, aborrecible, detestable doble uve azul como única señal de contestación. Recordó sus mañanas de cafés en sesión continua, y los fondos de las copas;y las asquerosas, repulsivas, sucias manos de quienes no sentían el más mínimo respeto por ella.
Imaginó su vida caminando por la cuerda floja. Se vio sin red,y sin alambre. Se vio cayendo al vacío. Entonces sintió pena de sí misma. Y se río de la gente que pasaba a su lado. Insultó a los conductores, y a los motociclistas, y luego insultó a su propia existencia.
Se levantó y pensó que ella, al fin y al cabo, estaba viva.
Él era ya un insignificante, anodino e inapreciable punto en la lejanía… Ya solo un punto y final.



CAMINANDO, por Isabel Pérez Aranda.





Era sólo un punto en la lejanía..., caminaba decidida a completar la ruta, y aunque el recorrido estaba marcado, había tramos en los que perdía un poco la orientación, era tal el silencio que ni los pájaros, ni  la brisa del aire pareciesen existir en aquel paraje, simplemente la contemplación me estimulaba a seguir, aún a sabiendas de estar entrando en terreno infranqueable y donde la maleza se sentía cómoda.
Llevada por un ímpetu hasta entonces desconocido para mi, continué ensimismada por las pequeñas cosas que encontraba a los lados del camino, la similitud herbácea me llevaba hacia otras tierras, con la diferencia de la exuberancia de estas en particular, como si aquí, se hubiese acumulado su verdadera salvia y emanase de manera que ninguna se quedase sin su porcentaje nutricional. Lo abrupto del pedregal me animaba, pues siempre he sentido cierta sensibilidad por las piedras, hay algo en ellas que me desmonta, a veces siento la necesidad imperante de saber que al tocarlas pueda percibir todas las existencias, su devenir desde el inicio hasta el lugar que ocupan ahora mismo, es en este sendero, donde agudizo esa percepción, como si fueran seres animados, las miro, las acerco, las acojo en mis manos y las vuelvo a dejar en su morada, pero no todas,  a veces es inquietante no entender, sigo caminando acompasando la respiración y el movimiento ligero de los brazos, el sol irrumpe con su fuerza se siglos, mi cuerpo comienza a buscar con mayor necesidad las sombras, sigo y descubro un matorral que parece por fin el camino, me intriga, es demasiado fácil, hago intención de apartar las primeras capas de maleza, no es fácil, hay una maraña de espino que quitar a manos limpias no me seduce nada, y aun así bajándome las mangas del jersey lo vuelvo a intentar, es una cueva, o al menos eso parece, el olor es salvaje, húmedo y salino, no se aprecia el fondo, el suelo está cubierto por una especie de manto viscoso pero a la vez petrificado, estoy sola, no debería adentrarme, pero mi curiosidad es más fuerte, ya he tomado la decisión, seguiré a delante, no se ve absolutamente nada, intento alumbrar con el móvil, solo hay oscuridad, ni siquiera un resquicio de luz que anuncie un final, es más grande de lo que hubiese imaginado, y pienso que he de dejar un rastro como hizo Pulgarcito, en este caso aprendida la lección no dejare migas de pan, primero porque no llevo, aunque dudo que alguien o algo se las comiera, a no ser que esta cueva este habitada por algún ser que yo desconozco, en fin, que dejare piedrecitas que he ido acumulando en mis bolsillos en ese afán de atrapar su energía. Empiezo a estar un poco cansada, necesito tumbarme, y no hay donde, es todo demasiado lúgubre, casi estoy dudando, casi decido dar la vuelta, en ese instante mis pupilas se enfocan, afinan la visión, solo era un punto en la lejanía, si, pero suficiente para no desfallecer. 





ERA SÓLO UN PUNTO EN LA LEJANÍA, por Isabel Rezmo.




Era solo un punto en la lejanía,
el ábside congénito de una mordedura
intentando esquivar los labios.

Era solo los puntos suspensivos de una idea
vagando uniforme por el lecho de una bisagra.

Intentaba ser  sueño,
pequeño  sentido declarado a la consumación
del tiempo,  tragando  monedas,
evitando ser la asfixia arrepentida de una lágrima.

Intentaba ser la serenidad de la anciana remendando
en su fuero interno,  los años que pasan y no vuelven.

Era solo un paisaje diluido en la inmediata puerta,
de una jardín prohibido.

UNA HISTORIA, por Tomás Sánchez Rubio.




            Era solo un punto en la lejanía. El sol, al atardecer, se volvió rojizo manchando de ámbar y de violeta los jirones de nubes que encontraba en su declinar. Luis caminaba por la fría arena en uno de sus acostumbrados paseos por la playa; una playa vacía en un martes cualquiera de otoño. Se había convertido en parte de su rutina diaria desde que, dejando tantas cosas atrás, se instaló en aquel pueblo junto al mar.
            El punto que había contemplado en la distancia comenzaba a concretarse como una persona que caminaba en sentido opuesto al suyo, a su encuentro. Los dos marchaban a un paso parecido, ambos descalzos, con las manos atrás... Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Luis distinguió a un hombre que se detenía de vez en cuando para mirar las olas como él mismo solía hacer en sus paseos vespertinos. Tenía una edad parecida a la suya, a pesar de que aparentaba ser bastante mayor. Ya a su lado, vio que le sonreía con un gesto cansado y lo miraba fijamente a los ojos. Pensó que iba simplemente a saludarle, como es lo propio entre dos caminantes solitarios que se encuentran en un paraje deshabitado. Sin embargo, se paró de pronto frente a él y comenzó a hablarle:
—Hola, Luis, ¿qué tal?
Mientras Luis, sorprendido, escrutaba su rostro para intentar reconocerlo sin éxito, el desconocido siguió en un tono neutro, sin entusiasmo, sin tristeza, con voz clara y firme:
—Debes volver. Te he acompañado demasiado tiempo... La primera vez que nos encontramos fue aquella tarde lluviosa de abril, cuando tus padres hicieron que te sentaras frente a ellos en la sala de estar para decirte que iban a separarse. También era yo quien te tenía cogido del brazo una fría mañana de diciembre en el entierro de tu padre tras más de dos años sin hablarle, mientras tu hermana te miraba sin reproche, pero con pena. Ese día te despediste de ella con prisas y sin mirarla a la cara. Te acompañé, pasados unos años, cuando llevasteis, ante tu insistencia, a vuestra madre a aquella residencia un domingo por la tarde; igualmente yo estaba allí cuando ibas a visitarla cada dos semanas. Os escuchaba charlar brevemente de la comida, del tiempo, de sus vecinos... Yo iba a tu lado en el coche cuando volvías serio tras cada una de aquellas visitas.
Sé que notaste más que nunca mi presencia aquel día que decidiste, con un nudo en la garganta, pero simulando resolución, dejar a tu mujer, tu novia de toda la vida, la que te quería a pesar de tu carácter difícil, la que te esperaba a la puerta de la academia con las manos frías metidas en los bolsillos de ese abrigo barato que tanto te gustaba. No quisiste darle hijos como ella deseaba, pero a pesar de todo seguía amándote...
            Después volviste a alejar de ti, sucesivamente, a todos aquellos que te querían. Aparentemente actuabas por pereza, por temor a la responsabilidad, al compromiso. Mi presencia, sin embargo, se hacía más notable dentro de ti. No te dabas cuenta, pero llegó un momento en que yo pasaba la noche mirándote en tanto dabas vueltas en la cama. Entraba en tu breve y entrecortado sueño y te revolvías inquieto...
            De nada sirve tenerme presente en tu vida, Luis. Es hora de que me vaya. Mi presencia te ha hecho daño, porque lo único que he conseguido es que huyas.

            Se dio la vuelta y, sin despedirse, pasó de largo de Luis y continuó su camino. Luis se dio la vuelta y lo vio alejarse, hasta que se convirtió de nuevo en un punto en la lejanía... Aún no era de noche. Era extraño, como si el tiempo se hubiera detenido...
            Entró confuso en casa. Cogió el móvil. Tras dudar unos instantes, buscó la agenda y marcó aquel número que un día había borrado... Cuando acabó de hablar, hizo la maleta: había decidido volver.

DESDOBLAMENTO, por Jose Guzmán Pérez.


     


     Era solo un punto en la lejanía...un desdoblamiento de mi “yo”, visión más allá de las pupilas del espejo, de las desgastadas formas de los capiteles, del corazón de miel del jazmín. Un espacio abovedado, grácil y uterino. Alegoría onírica, del anaquel que expresaba los primeros gestos del incunable, nanas de fuego mecían la quietud lacerada de mis instantes. El ala y la huella convergieron, como la cara y la cruz en una medalla de plata. Dios me otorgó la gracias de nacer de tus entrañas, educaste mi claroscuro, y juntos seguiremos haciendo camino, reencontrándonos, en la espiral que guardan las rosas entre sus pétalos, seremos tierra y raíz, ecos, eternamente germinados por la luz de nuestras improntas. Brisas espirituales de mañanas de incienso, y atardecida de paz y creencia para nuestros cuerpos.

UN PUNTO EN LA LEJANÍA, por Gloria Acosta.




Era solo un punto en la lejanía, una luz tenue en la noche o un haz incandescente bajo el ángulo meridiano del sol, blanca sobre el verde, coronada de rojas ondulaciones de teja muslera, luciendo ventanales que desafiaban el rigor de los inviernos en la comarca. No se percató de su existencia hasta pasado un tiempo de su llegada, cuando el cambio estacional provocó el destello en una ventana de la cara norte, que fulminante, proyectaba la luz sobre los pinos.

 La soledad de Llano Negro sobrecogió en un principio su ánimo socavando la determinación de su impuesta soledad tentándolo a regresar a lo conocido, al mundo rutinario de la ciudad de la que huía en un último intento. Sin embargo pronto una inusual quietud se apoderó de él afianzando la decisión tomada. Era ese silencio lo que buscaba y que le proporcionaba la pequeña casa alquilada en la zona más alejada del núcleo poblacional lo que le devolvería la motivación perdida hacía ya tanto tiempo, sin embargo la evidencia de  las hojas en blanco agolpadas en el suelo como si aquella condenada Olivetti que descansaba indolente frente a la ventana se negara a incrustar sus manecillas en la cinta negra, revelaba una verdad que mermaba su maltrecha inspiración. 

Algunas tardes lograba liberarse de la presión de la editorial  saliendo a pasear por los caminos polvorientos salpicados de pequeños caseríos abandonados o de modestas viviendas de  agricultores de la zona. Era una buena tierra gracias a los alisios que barrían la  humedad esparciéndola por las copas de los árboles para enfilarse finalmente ladera abajo entre barrancos, en su afán de fundirse con el mar siempre vigilante a lo lejos. Fue ese loco viento en las interminables noches de invierno el que lo arrancaba de la cama obligándolo a sentarse en la mesilla a  escribir esa historia que no llegaba y el que le impulsó a acoger al cachorro de pastor garafiano que arañaba incansable su puerta. La ventera y los asiduos al bar de  La Mata no dieron señales del  dueño y decidió darle una tregua a su soledad y a la del pobre animal lisiado en el que vio reflejada su propia desazón.

  La compañía de aquel lupoide logró apaciguarle el ánimo y volvió a sentarse frente a la ventana con el calor de aquel cuerpecito peludo y ocre cubriéndole los pies.

  Ocurrió con la llegada de la primavera que prestó atención a una casa blanca entre el pinar de Las LLanadas. Un ígneo rayo de sol incidía sobre las ventanas de la cara norte lanzando destellos cual montañero perdido agitando un espejo. Le pareció que no había estado  allí y se preguntó si estaría deshabitada como tantas otras de los alrededores, pero en la parte trasera se vislumbraba un hilo de humo proveniente con seguridad de la cocina. Pronto dejó de interesarle mientras los días fueron transcurriendo lentos y densos entre paseos con su cachorro cojo, algunos vinos en el único bar de la zona y cuartillas estériles que salían de la máquina de escribir sin parir nada que mereciera la pena. Luego estaba aquel viento endemoniado que no cesaba y una vaguedad temporal que le borró cualquier estímulo pasado, como si ya nada importara, como si los días fueran una sucesión de estampas difusas y solo las noches sentado en la mesilla frente a la ventana fueran lo único tangible. De entre la negrura del ramaje llegaba puntual y parpadeante la luz lejana de la casa blanca . Se percató de que nunca veía entrar o salir a nadie, como si el humo y  los haces de luz fueran sus únicos habitantes. Tecleó entonces la primera frase de su novela : “Era solo un punto en la lejanía”. Luego siguieron otras hasta que le pudo el sueño, pero en la mañana las hojas morían ardientes en la chimenea y por allí escapaban la campesina viuda con sus cinco hijos labrando la tierra con el día y apurando la taberna en la noche, el joven asceta buscando la conjunción con la madre naturaleza,  el matrimonio feliz en los comienzos y silencioso en el declive de los años. Allí moría cualquier intento, siete palabras salvadas de la quema en el blanco del papel, el blanco de la casa, el encierro inútil, el rugido del viento, la fatal obsesión que provoca la nada, la sequía, el abandono, la suciedad vital.

 Fue su cachorro pastor quien se atrevió aquel día a aligerar el paso. Los animales no saben de patas, viven felices, corretean, ladran y recogen pelotas sin lamentar su suerte. El punto en la lejanía fue creciendo, perfilando sus rectas, sus maderas, y su volumetría reveló la respiración habitada, patente sin traspasar la puerta. Tarde para sortear la curiosidad, quizá la forma de llenar sus páginas fuera escudriñar por la ventana, el punto final a un comienzo interminable.

  El anciano de aspecto sucio y desaliñado quemaba algo en la chimenea. Un viejo pastor garafiano, jadeante, se desplazaba a tres patas perdiéndose en otra habitación. Junto a la ventana descansando en una mesilla la Olivetti dejaba leer una frase: “Era solo un punto en la lejanía”.



 

ASÍ FUE, por Josefina Martos Peregrín.


                                                        


Era solo un punto en la lejanía.
Se acercaba, se volvía luminoso a medida que perdía altura y ganaba formas, volumen, cuerpo, algo parecido a alas.
En una trayectoria elíptica comenzó a rodearnos, ¿o acaso no he dicho que éramos dos?, sí, mi madre y yo, porque mi madre dormía enferma de muerte, nada podía  salvarla, y yo deseé que se volviera chiquita, para poder tomarla en brazos y mecerla y cantarle la misma nana que ella me cantaba a mí, una antigua nana andaluza, un vaivén tonal lento y triste que yo no podía recordar. Y sonó una voz. Y era música. Y era el ángel de luz que cantaba, ya a nuestro lado, y era la nana olvidada y con cada estrofa de ternura mi madrese hacía más pequeña, hasta que pude cogerla en brazos, mecerla y darle una pizca del amor que se merecía. Y miré al ángel y todo en él eran ojos, profundos, grandes, brillantes… Y alas transparentes. Y, de pronto, unos brazos extendidos, unas manos en espera y un ruego que entendí sin necesidad de palabras, “Dámela”, me dijo en silencio.
Se la di. Un minuto después, solo divisé un punto en la lejanía.


LA DESPEDIDA, por Myryam Torres Villar



Era solo un punto en la lejanía. Mi madre miró cómo se hacía cada vez más pequeño y con la voz quebrada dijo: “Ahí se va mi niña.”
Esta mañana lo he vuelto a recordar, entre el madrugón y las maletas medio arrebatadas. (Que no, que en el bolso de mano me las quitan seguro, mamá. Las albóndigas no me caben.)
La puerta de llegadas del aeropuerto siempre está a punto de estallar. Es una emoción contenida que se rompe un poco cada vez que se abre la puerta; unos abuelos abrazan a su nieta mientras la hija les reprocha: ¡Qué yo también he venido, eh!, y una niña pequeña que alarga los brazos se desgañita en interminables “mamá”. Apenas hay espacio entre el dentro y el fuera, como si se tratara de un aquí y un ahora sin tiempo. En las salidas, sin embargo, nos separamos demasiado pronto. Mi hermana nos mira, de lejos, y nos hace un gesto para que no la esperemos.
Las primeras navidades que estuvo allí no le dieron vacaciones, así que fuimos a pasarlas con ella. Ese año no hubo marisco, pero mi madre se las apañó para hacer el caldo de mi abuela y la luz del hogar viajó hasta París. Nunca se lo hemos dicho, pero la vuelta fue demasiado dura aquella vez. En el taxi que nos llevaba al Charles de Gaulle, mi padre lloró, y fue la primera vez que mi madre los maldijo. La maldición le salió muy de dentro y la pronuncia, con rabia, cada vez que escucha sus excusas o sus promesas en campaña electoral, y con amargura cuando nos damos cuenta de que el aquí y el ahora sin tiempo es solo una ilusión. 
- ¿Sabes, mamá, anoche me contó que el pasado fin de curso un alumno fue a buscarla para despedirse de ella? La escuché feliz. ¿Por qué no nos contará más lo bueno que le pasa?
Mi madre se ha levantado, me ha mirado con voz temblorosa y, como si lo arrastrara de lo hondo de la tierra, ha gritado: “¡Malnacidos! Ya sabes que no quiero decirlo, pero no tienen otro calificativo. ¡Malditos sean!” Y ha roto a llorar. Como el día que vio al avión alejarse en un punto lejano, como cada vez que la despedimos en el aeropuerto.


PALABRA, por Consuelo Jiménez




Era sólo un punto en la lejanía,
un vago garabato en las nubes,
un deseo anónimo transitando la nada,
un aullido callado pinzando el silencio,
una dama en la sombra,
era la palabra,
espiral de sonidos,
voz,
una palabra, casi todo.

SOLO ERA UN ABSURDO PUNTO, por Esneyder Álvarez.


Era solo un punto en la lejanía,
Un absurdo que se sentaba a mirarte, 
esperando una mirada tuya,
Una mirada que jamás llego,
Me di cuenta que para ti no existía,
Mientras para mí lo eras todo,

Solo era un simple punto,
Que sentía como los ruiseñores te dedicaban sus cánticos en la ventana,
Como las flores tomaban el mejor color en tus manos,
Como el arcoiris no salía en el horizonte sino justo frente a ti para adornar tu camino.

Un absurdo punto,
Que jamás pudo tener la valentía de acercase,
De mirarte a tus dulces ojos verdes y decirte que te amaba,
Y que mis sueños más fascinantes eran cuando tú aparecías en ellos.

Pero solo era un punto más en la absurda lejanía,
Que marco mis temores,
Que silenció mi amor
Que me alejo cada día más de la posibilidad que me dieras esa mirada.

HASTA LA VISTA, por Pedro Pastor Sánchez. (Ganador)


            

            Era solo un punto en la lejanía, apenas imperceptible. Pero todo parecía deformarse justo ahí, en el centro de su campo de visión. Con el tiempo fue tomando más y más consistencia. Hasta que un día, cogió una revista dispuesto a hacer un crucigrama, y se asustó al comprobar cómo las líneas se combaban allí donde mirase.
            ―Jorge, apoye aquí la cabeza y fíjese atentamente en la lucecita ―le indicó la oftalmóloga mientras ajustaba el aparato―. Y no se mueva.
            El resplandor le cegó por completo durante unos segundos. Pudo percibir con nitidez las ya familiares “moscas” deambulando por delante de sus ojos, le habían estado acompañando desde hacía ya unos cuantos meses.
            ―Muy bien. Ahora el otro ojo.
            El hombre no se inmutó mientras el fogonazo le inundaba el ojo izquierdo.
            ―Vale, ya está. Hemos terminado ―le dijo Alicia mientras retiraba el soporte de su mentón y encendía la luz de la consulta.
            Jorge permaneció desorientado por unos segundos, las centellas en sus dilatadas pupilas le impedían ver con claridad el rostro de la joven doctora. Cerró los párpados, pero el fulgor persistía y por un momento sintió un mareo.
            ―¿Se encuentra bien? ―inquirió Alicia al tiempo que anotaba en el historial del paciente.
            ―Sigo viéndolo todo borroso ―respondió mientras pestañeaba repetidas veces.
            ―No se preocupe, es normal, solo durará un rato, hasta que se pasen los efectos de las gotas. Si ha venido en coche, mejor lo deja aquí y vuelve a casa en taxi o en transporte público.
            ―No, he venido en autobús, hace tiempo que no cojo el coche.
            ―Ya, entiendo ―le contestó mientras le lanzaba una mirada compasiva.
            ―Entonces, ¿tendré que ponerme gafas? ―quiso averiguar sin más dilación.
            ―A ver, yo le recomiendo que empiece a usar gafas para ver mejor de cerca, para leer, para ver la televisión, ya sabe. Pasados los cincuenta es muy normal tener presbicia.
            Jorge no se terminaba de acostumbrar a escuchar la cantinela de sus “cincuenta y pico”, siempre se había encontrado perfecto de salud y ahora parecía que, por el hecho de tener determinada edad, le saldrían de repente todos los achaques del mundo. Cuando le dijeron que tenía que revisar su próstata, tampoco es que se alegrará especialmente.
            ―Ya, si no hay más remedio, me tendré que poner las gafas. ¿Pero con eso solucionamos el problema de las rayas torcidas?
            Alicia hizo una mueca antes de responderle. Cuando le hizo la prueba de la rejilla de Amsler se dio cuenta de que el problema podía tener importancia. Aunque no era la primera vez que se encontraba un caso así, posible degeneración macular en ambos ojos de forma simultánea, era un caso poco frecuente. Recordaba un par de pacientes con una patología similar; el primero era un soldador que no utilizaba una protección adecuada en su máscara, el otro era un chico que observó un eclipse solar haciendo uso únicamente de una película velada. Tenía que comprobar el estado de las lesiones de ambos ojos antes de darle un diagnóstico definitivo, puesto que si la degeneración fuese del tipo “húmedo”, el tratamiento no siempre era efectivo, y en el peor de los casos, podría derivar en una ceguera irreversible en cuestión de poco tiempo.
            —¿Qué tal está tu madre?  —preguntó Jorge a la muchacha, que por un momento se quedó desconcertada. Y es que era la viva imagen de Lucía, con la que compartió pupitre durante su infancia y castos besos durante su adolescencia. Hasta que el servicio militar les separó, y posteriormente fue Germán, el hijo del potentado del pueblo, el que definitivamente selló la ruptura, aprovechando su ausencia para seducirla y venderle un futuro más próspero a su lado.
            —¿Sigue viviendo en Barcelona? —prosiguió con el interrogatorio. A Alicia no le hacía gracia que los pacientes se tomasen esas libertades, saltándose la delgada línea que separa el ámbito personal del profesional.
            —Hace mucho tiempo que no nos vemos, hemos vivido tantas cosas juntos, que me preguntaba qué sería de su vida.
            Mientras pronunciaba estas palabras, Jorge, de forma inconsciente, elevó su mirada hacia la izquierda. Alicia, que aparte de la fisiología de los ojos también conocía el lenguaje de las miradas, sabía que ese movimiento de ojos no ocultaba mentira o engaño alguno, al contrario, era reflejo de que el hombre trataba de traer de nuevo a su conciencia hechos pretéritos, seguramente almacenados mucho tiempo en algún entresijo de su memoria.
            —No, ya no está allí, se marchó de nuevo al pueblo cuando mi padre...se fue —le contestó Alicia midiendo sus palabras. Pero esa pausa antes de terminar la frase encerraba cierta ansiedad, un dolor no superado del todo, un vacío que no tuvo una explicación razonable para una cría que vivió la separación de sus padres, motivada por el abandono del hogar conyugal por parte de su progenitor, obsesionado con seguir el movimiento de caderas de una bailarina de danza del vientre.
            —Pues salúdala de mi parte, si no te importa.
            —Sí, claro, lo haré.
            El caso es que Alicia había empezado a empatizar con aquel sujeto, así que en lugar de darle profusas explicaciones sobre aquello en lo que podría derivar su enfermedad, prefirió decirle que era necesario hacer más pruebas a fin de averiguar el origen del problema, y así poder administrarle el tratamiento más adecuado.
            La siguiente vez que se vieron fue tras realizarse la angiografía en el hospital. No fueron buenas noticias las que la oftalmóloga tuvo que trasladar a su paciente. Lamentablemente, el resultado era concluyente: la degeneración macular en ambos ojos era de tipo exudativo, y eso significaría una perdida de visión paulatina e inexorable, que en cuestión de meses le dejaría ciego.
            Jorge recibió la noticia como un mazazo. Tras una primera etapa en la que le costó asumir su mala fortuna, sacó su lado pragmático y empezó a organizar lo que sería su nueva vida. En un trozo de papel comenzó a escribir una lista de cosas, que encabezó con el título «antes de la oscuridad».
            Lo primero era deshacerse de toda la maquinaria de la carpintería. Treinta años de trabajo en aquel barrio de la capital —diez de los mismos junto a su tío Esteban, del que aprendió el oficio y heredó el local— y que ahora tocaban a su fin de forma algo abrupta, pensaba que se jubilaría con un cepillo o un formón en la mano.
            Siguiendo con la lista, recuperó de un cajón un reproductor mp3 —regalo que obtuvo al hacer un ingreso a plazo fijo en el banco— al que creía que nunca le sacaría partido. Haciendo uso de su arcaico ordenador, se dio de alta en una plataforma para descarga de audiolibros, y se hizo con una colección nada desdeñable de títulos que todavía tenía pendiente por leer. Y siguiendo con su pasión literaria, también tuvo en cuenta que, antes o después, se pondría a escribir esa novela que tenía en mente hacía tiempo. Para ello precisaría de equipamiento especial, así que, a través de José, el vendedor de cupones, contactó con la organización de ciegos, que le podría facilitar uno de esos teclados especiales para escribir en Braille. Pero claro, antes tendría que aprender a leer y escribir en ese lenguaje, así que creyó oportuno apuntarse a un curso online. Para todas estas cuestiones tecnológicas contó con la inestimable ayuda de Sofía, la hija de José. La adolescente consiguió convencerlo de que, ya de paso, tendría que hacerse con un portátil nuevo y un móvil de última generación, de esos en los que pueden instalarse muchas aplicaciones que facilitan la accesibilidad de los invidentes.
            En cuestión de pocos días, un montón de cajas llenas de cachivaches llenaban el salón donde Jorge hacía su vida. Y entre tutorial y manual, sacaba tiempo para arañar con un cincel un trozo de madera de aliso que tenía reservado para algo especial. Tomando como referencia una vieja fotografía en blanco y negro, con gran paciencia y habilidad fue sacando del corazón del tarugo una reproducción fiel del busto de su madre. Sus recuerdos más entrañables estaban asociados a sus caricias justo antes de irse a dormir, y cómo recorría con sus deditos las facciones de la mujer que le dio la vida. Si en breve se veía privado de la visión, y más adelante tal vez de los recuerdos —el tiempo causa estragos en todos, antes o después— al menos la figura le serviría para anclarse a los momentos más memorables y felices de su infancia.
            Según iba tachando cosas en su lista, se fue preparando para una de las más importantes y difíciles que se había planteado. Y no podía esperar mucho, pues empezó a tener dificultades para leer y para reconocer las caras de las personas con las que se cruzaba por la calle.
            El autobús le dejó en la plaza del pueblo. Tras apearse, respiró hondo. Seguía oliendo como siempre, a una mezcla de amargura y heces de ganado. Hacía mucho tiempo que no volvía por allí, desde aquella cena de quintos en la que le rompió la cara a Germán por atreverse a menospreciar a su mujer delante de todos. Panda de calzonazos y haraganes.
            Lo primero que hizo fue dirigirse al cementerio para mostrar sus respetos ante la polvorienta tumba de sus padres. Después pasó por su casa, cuya fachada de cal descascarillada y tejas rotas habían soportado con dignidad el paso del tiempo. En el interior, la humedad que rezumaban las paredes le caló los huesos.
            En la misma calle, unos metros más adelante, hizo uso de la bruñida aldaba. Lucía no se imaginaba que el pasado llamaría a su puerta. Tras las cortinas de canutillo se adivinaba la silueta de aquel hombre al que una vez amó.
            —Hola, Lucía. Cuanto tiempo... —le dijo con cierta timidez. Escrutó su semblante buscando una reacción que no fuese de rechazo. La mujer madura, sabiéndose observada tras los visillos por sus vecinos, no dijo nada, simplemente dio un paso atrás, franquendo de esa manera la puerta a su visitante. Tras un inicio de conversación meramente formal e insustancial, le invitó a sentarse y tomar algo. Entre rosquilla y peladilla, Jorge puso a la mujer en antecedentes sobre su actual estado de salud, y acerca de las pretensiones que tenía con respecto a ella. El sorbo del café se le escapó por las comisuras de los labios al escuchar propuesta semejante.
            —¿Pero cómo me vienes ahora con esas? —le espetó airada.—Después de tantos años sin saber nada de ti, te presentas en mi casa sin avisar y me sueltas esto, así, sin venir a cuento.
            —Bueno, sin avisar...¿no te dio recuerdos tu hija de mi parte? — terció el otro tratando de excusarse.
            —Pero vamos a ver, hombre de Dios, ¿no te das cuenta de que las cosas ya no son como antes? Yo estoy ya de vuelta y media de los hombres, estoy traquilita aquí, sin preocupaciones. ¡Como para embarcarme ahora en aventuras! Y encima contigo, que no tuviste las narices de venir a buscarme, a convencerme de que tú eras más hombre que el hijoputa de Germán...
            La tensión subía por momentos. Estaba claro que había traumas no superados, heridas sin cerrar.
            —Tienes toda la razón, fui un cobarde, un insensible, debí haber peleado por aquello que quería, pero en tus cartas...
            —¿Es que no sabes leer entre líneas? —le respondió Lucía a punto del sollozo. —Ya sabes que mis padres me metían a Germán por los ojos, ellos solo pensaban en la dote y en las influencias que podrían beneficiarles para sus negocios. Pero yo esperaba algo más de ti, que al menos vinieras para implorar que no te dejara. Eso solo hubiera bastado para que cambiara de idea.
            A este primer encuentro a modo de catarsis le siguieron otros, también a media tarde, durante esa semana, en los que ambos aprovecharon para contarse las peripecias vitales de los últimos años. Ella combatía así su soledad y amargura, él recuperaba el tiempo y la amistad perdidas tiempo atrás. Alicia se partió de risa cuando Lucía le contó esa noche por teléfono la situación, le parecía divertido que su amor de juventud, a punto de quedarse ciego, fuese el nuevo pretendiente de su madre. Se despidió con un jocoso «adiós, santa Lucía».
            Ese domingo, a la salida de misa, Jorge la esperó sentado frente al banco del bar. Les separaban apenas unos pasos de distancia, pero ella advirtió que el andar era dubitativo y errante, sin duda a causa de sus problemas de visión, por lo que lo asió del brazo, y ambos pasearon por la calle principal así, juntos por fin, como lo hicieran treinta años atrás.
            Durante los meses siguientes, gracias a los beneficios de la venta de la carpintería, recorrieron el mundo buscando imágenes que colmaran de belleza la retina de ambos antes del anunciado “apagón”, ya fuesen rincones de pintorescas ciudades, paisajes u obras maestras de las mejores pinacotecas. En la maleta de Jorge, el reproductor mp3, la figura de madera y el portátil con teclado Braille. En el corazón de Lucía, ilusiones renovadas.
            Perder uno de los sentidos fue lo que dio sentido finalmente a sus vidas. Al igual que Tiresias de Tebas, privado de la vista por la diosa Atenea, Jorge fue bendecido con el don de la clarividencia, al menos para ver su futuro junto a Lucía. Auténtico amor ciego. Por eso cada noche, tal vez la última que podrían contemplarse, tal vez no, se despedían con la misma frase: «hasta la vista».