La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

sábado, 14 de septiembre de 2019

HEBRA. Revista Literaria.Nº 11, septiembre de 2019

SOLEDAD, por F. Javier Franco.




Estaba lloviendo a cántaros. Hacía varios días que no paraba. Soledad se había habituado tanto a la lluvia, que le pareció como una cortina mansa, sólo inquieta por el bambolear del viento que se colara a través de la rendija fina y profunda del horizonte. 
Abrió el libro en soledad, ‘Mazurca para dos muertos’. En la soledad de una tarde más, de otra tarde más. Volvió su mirada hacia el mundo que se mostraba al otro lado de la vidriera, que dejaba penetrar la tímida luz que alumbraba su lectura, y advirtió para sí: “«Llueve mansamente y sin parar, llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como toda la vida»… Sí, como esa vida silenciosa que he dejado escapar tras los cristales empapados del ventanal”. 
Como gotas de lluvia sobre la superficie resbaladiza del cristal, se le han ido escurriendo los años, uno tras otro, entre los dedos, y ahora, en plena senectud, en su sempiterno silencio, observa sobre el ventanal chorreado el vago y lento transcurso de su vida como si una de esas modernas y planas pantallas de plasma fuese. Tiene todo el tiempo del mundo, pero sabe que su tiempo es escaso. El tiempo es relativo, tanto como la felicidad, ésa que desde niña ha soñado, más despierta que dormida, y que se disipaba como el agua del cristal en una mañana de sol. 
“Una vida por otra”, no hubo palabras, pero sí una sentencia perenne en la mirada de su padre, que iba minándola como los bacilos un pulmón enfermo, haciendo conciencia de pequeña asesina por provocar su alumbramiento el cadáver de su madre. Y así se condenó a la larga pena del vivir para el padre, y, tras enterrar lo que fue verdugo, veía en el cristal los años huidos que preludiaban un futuro tan vacío como ellos fueron. 
Siguió en silencio, también para sí, y siquiera se dijo adiós cuando pendió su vida, mirada infinita, perdida hacia la lluvia, estaba lloviendo a cántaros, colgada de la viga del salón.

VESTIGIA NULLA RETRORSUM, por Pedro Pastor Sánchez (Ganador)






     Estaba lloviendo a cántaros. No había cenotafio, panteón o mausoleo que se librara del monumental aguacero que caía sobre el camposanto aquella mañana de septiembre. El agua repiqueteaba sobre la pulcra lápida, formando regatos en los cincelados trazos que la surcaban. «Aquí yace Romualdo Castillejo». La piedra esperaba su turno para ser ubicada. El clérigo terminaba el responso. El agua bendita lanzada por el hisopo se mezcló con la lluvia antes de salpicar el ataúd. No así las lágrimas de la viuda, que no estropearon la capa de maquillaje que cubría sus sonrosadas mejillas. Parapetada bajo un poblado caparazón de negros paraguas, cual formación romana en tortuga, los adláteres simplemente esperaban un gesto de la dama para dar por finalizada la farsa. No resonaría ningún panegírico loando al difunto, ningún amplexo reconfortante, ni plañideras, tampoco los vívidos colores de las flores acompañaban al féretro.
            La ataraxia de Herminia solo se quebró, aparentemente, cuando el cura recogió su múrice estola y se aproximó para darle el pésame. Voz quebrada y gimoteo. Puro teatro.
¿Quién era Romualdo Castillejo para que nadie, nadie en absoluto, derramara una lágrima por él, esbozara un simple sollozo compasivo en su funeral?
A unos metros de la escena, un hombre esperaba apoyado en una pala. Su gorra apenas podía evitar que el diluvio formara meandros en su poblada barba. Terminado el acto, se apresuró a recoger con su herramienta una porción del montículo adyacente al hoyo, y lo aproximó a la viuda, como era costumbre antes de proceder a dar sepultura al finado. Instintivamente, dos de los escoltas reaccionaron dando un paso al frente, al tiempo que echaban mano a las armas que portaban bajo sus plomizas gabardinas. Estaban entrenados para repeler cualquier tipo de amenaza. Se dieron cuenta inmediatamente de lo absurdo de su gesto, volviendo a la alineación. Contrariamente a lo que se podía esperar, el hombre no se arredró, y mantuvo la pala con firmeza a la misma altura, ni un solo gasón se derramó. La mujer clavó su pupila en la del desconocido, atónita ante situación tan incómoda. Finalmente, con cierto desdén, asió un puñado de tierra y lo arrojó al vacío, mientras mascullaba: «Púdrete en el infierno».
Amainaba la tormenta cuando el séquito comenzó a alejarse de la tumba, sobre el légamo quedaron sus pisadas. El hombre terminó su tarea cubriendo la caja. Solo el clérigo habría entendido la cita de Horacio que brotó de su boca tras la última palada: «Vestigia nulla retrorsum» («Ni un paso atrás»). Él, y solo él, tenía un conocimiento completo y verídico de cómo fueron los últimos días de Romualdo Castillejo.
Romualdo era un hombre afortunado. Heredero de una de las familias más acaudaladas de la comarca, no se conformó con el floreciente negocio familiar, poco se le hacían las haciendas y tierras cultivadas, que producían elevadas rentas anuales. Cuando cumplió los treinta tomó las riendas del emporio, ante los persistentes problemas de salud de su padre, patriarca y preboste de la comunidad. Su carisma e influencia fueron una larga sombra bajo la que el vástago vivió durante años, su carácter era bastante distinto al de su progenitor. Lo que no conseguía a cambio de favores, finalmente terminaba arrebatándolo por la fuerza. Quiso agrandar su imperio dedicándose también a la exportación, y se rascó el bolsillo, en contra de la opinión de sus asesores, para hacerse con un pequeño aeródromo y una flota de aeroplanos y avionetas. El asunto funcionó. Estaba en la cumbre.
Fue entonces cuando la molicie casi dio al traste con todo. La triste muerte del patriarca fue el detonante. Las fiestas, los viajes y la vida disoluta se hicieron cotidianos, y si no hubiese sido por el apoyo incondicional de Ataulfo, mano derecha de su padre durante décadas, único y fiel factótum, su inmenso castillo de naipes se hubiese derrumbado.
Ya era el hombre más envidiado de aquella parte del Caribe, pero había algo que todavía no había conseguido, el respeto de sus conciudadanos. Cuando conoció a Herminia en un desfile de modelos, creyó que había llegado el momento de sentar cabeza. También para dar el salto a la política. Se casaría y aportaría hijos a la comunidad, y con estas credenciales, filántropo magnate, abnegado esposo, cariñoso padre, se postularía para alcalde de su municipio. Su objetivo, llegar algún día a ser Gobernador del Estado.
Romualdo no había previsto que pretender llegar a determinadas cotas de poder le pondría en el punto de mira de abyectas organizaciones, deseosas de controlar las instituciones para su propio beneficio. Presentar una candidatura independiente era bastante oneroso. Además, enfrentarse al partido oficialista le granjeó no pocas enemistades entre la élite corrupta. Sus mítines eran boicoteados y se encontró con trabas para hacer llegar su mensaje a través de los medios. Apoyos inesperados en forma de donaciones por parte de algunos empresarios le dieron el fuelle y confianza suficientes para continuar su carrera política. Consiguió dar un vuelco a las encuestas. Contra todo pronóstico, se alzó con una aplastante victoria.
El día que recibió el bastón de mando como primer edil de Arcadia, se dio un baño de multitudes. Sus primeras medidas, tal vez algo populistas, al menos facilitaron la vida de los más desfavorecidos. Fue un espejismo. Todos esperaban algo de Romualdo, especialmente aquellos que le dieron su apoyo. Su ambición resultó ser inferior a su ingenuidad, no sabía que el dinero recibido para financiar su campaña procedía de los cárteles. Enseguida, la extorsión le abrió los ojos. Y tuvo que ceder. Se promulgaron edictos que favorecían la especulación urbanística en los barrios periféricos, facilitando así el blanqueo de dinero. Incluso permitió, a regañadientes, que en sus aeroplanos viajara algo más que mercancía: drogas, armas, incluso tráfico de esclavas. Del cénit de popularidad a sus horas más bajas. Vilipendiado por la opinión pública, azotado por la oposición, se libró de más de una moción de censura, en el último momento un voto comprado evitaba la debacle.
Esta espiral continuó durante meses. Bajo amenaza del hampa de liquidar a toda su familia, no podía ni renunciar a su cargo, era un mero títere. En estas circunstancias, decidió proteger a su esposa y parientes más allegados en su finca del promontorio. La relación con Herminia ya estaba bastante deteriorada, la frustrada maternidad y las continuas ausencias hicieron mella. La reclusión perpetua pasó factura a la mujer. Un día, con una maleta como único equipaje, logró eludir a los guardaespaldas y se lanzó en un coche colina abajo, tratando de buscar la ansiada libertad. Tuvo suerte, pese a todo. Lo más fácil hubiese sido matarse al caer por aquel abrupto precipicio. Pero sobrevivió. Fractura craneal y alguna que otra costilla. Lo que ya estaba roto era su matrimonio.
El día que Ataulfo vio a aquel recolector de cacao, todo cambió. ¿Cómo era posible que hubiese dos personas tan parecidas? Los callos en las manos delatarían su condición humilde, pero bien afeitado y acicalado, a corta distancia, podría dar el pego. Hasta su timbre de voz era parecido. Lo reclutó ofreciéndole una gran suma de dinero. Solo tendría que subir y bajar del coche, tal vez aparecer en algún acto protocolario que no requiriese de hablar en público.
Cuando Romualdo se encontró con su sosias, frente a frente, quedó asombrado. Vio en él una oportunidad. Tenía que jugar esta baza para librarse de su angustiosa vida. El hombre no era tan palurdo como parecía. Su avaricia hizo que cada vez apareciese más en público, los emolumentos eran altos. En su búnker, como él lo llamaba, apartado del resto del servicio y de su esposa, Romualdo lo fue aleccionando. Redactó un dossier con detalles de todos aquellos con los que habitualmente se relacionaba. Con el tiempo, le llegó a escribir pequeños discursos, pregones, arengas partidistas, que el doble, con gran entusiasmo, ejecutaba con auténtica profesionalidad. Esta estratagema, tan solo conocida por Ataulfo, le proporcionó, sobre todo, calma para pensar. Y tiempo para poner en marcha su plan.
En verano, llegó el día clave. La rueda de prensa fue breve. Denunció públicamente las presiones a las que se había visto sometido, y fue muy explícito señalando a aquellos que se estaban lucrando manipulándolo. Renunció a su cargo y abandonó el consistorio sin admitir preguntas. El revuelo fue generalizado. La Fiscalía, a raíz de esta declaración, hizo pesquisas y se realizaron algunas detenciones, tanto de funcionarios públicos como de influyentes empresarios, algunos estrechamente relacionados con los hampones. El avispero se agitó, tal y como Romualdo había pronosticado.
El magnate se confinó en su hogar. Apenas se desplazaba para gestiones urgentes que precisaban de su presencia. Duplicó la escolta habitual y se gastó una fortuna en medidas de vigilancia. Sabía que, antes o después, los mafiosos tratarían de tomarse la revancha. Había que anticiparse a sus movimientos. Un día, a primeros de agosto, su coche blindado fue abordado por motoristas armados, bazuca en mano. Era un suicidio oponer resistencia. Las negociaciones se llevaron en secreto, ni prensa ni cuerpos de seguridad estaban al corriente, siguiendo las indicaciones de los secuestradores, que solicitaron a la familia una altísima cantidad de dinero para liberar al desdichado. Herminia se mostró inflexible y contundente desde el principio. No cedería al chantaje. Ni siquiera cuando, una semana después, recibió en un cajita parte de la oreja izquierda de su marido. Aun así, pidió una prueba de vida. A los dos días recibió una fotografía de su esposo portando en su mano el diario local. Lo vio bastante desmejorado, escuálido y con la cara amoratada. No le dio lástima. «Sufre como yo he sufrido, cabrón», pensó para sus adentros. Con un poco de suerte, los peores augurios se confirmarían y ella sería la única heredera de una inmensa fortuna.
Ataulfo, como portavoz de la familia, se comunicaba regularmente con los delincuentes, tratando de buscar una solución al conflicto. O al menos eso parecía. En realidad sus intenciones soterradas eran otras: se encargaba de darles precisas instrucciones. Tras cuatro semanas de incertidumbre, recibieron un ultimátum. El dinero solicitado como rescate en una bolsa abandonada en un bosque a cambio de la vida del Romualdo. Límite: veinticuatro horas. Ataulfo lo comunicó a Herminia y apeló a antiguos sentimientos, a una mínima muestra de humanidad por parte de su ama. De nuevo, una negativa por respuesta.
Cumplido el plazo sin obtener sus pretensiones, el teléfono sonó en la hacienda. El informante dio una ubicación muy precisa de dónde encontrar al rehén. Y lo hallaron, pero con dos tiros a bocajarro en la cara.
Cuando Herminia se despidió de Ataulfo en la puerta del cementerio, no imaginaba que sería la última vez que vería a su añoso sirviente. Este partió raudo al aeródromo y abandonó el país para no volver. A su lado, su acompañante miraba por la escueta ventanilla de la avioneta cuan pequeñas se veían sus posesiones. El reflejo en el cristal devolvía una imagen nueva, sus facciones cambiadas por la cirugía estética. El dinero, a buen recaudo en cuentas del extranjero. Herencia y posesiones, redistribuidas en un nuevo testamento a favor de su hombre de confianza. Sobre su conciencia, la muerte de su suplantador, tendría que vivir con esa carga, peaje necesario para conseguir su objetivo.
Así fue como Romualdo Castillejo, sin escrúpulos, se dio sepultura a sí mismo.

QUE LLUEVA, QUE LLUEVA…, Lourdes Páez Morales




Estaba lloviendo a cántaros. A lo lejos escuchaba las voces de mis abuelos amortiguadas por el tamborileo del agua en la uralita que cubría la galería que conducía al patio. Me gustaba sentarme allí cuando llovía, Me pasaba el tiempo embobado mirando los círculos concéntricos de los goterones que caían, y los surcos laterales por donde circulaba con prisa el agua. Solía jugar a adivinar cuánto duraría la tormenta… Solo había que estar pendiente de cuando las gotas comenzaran a hacerse cada vez más pequeñas y menos numerosas. La abuela a veces se sentaba en una silla a mi lado y juntos cantábamos aquella canción de “Que llueva, que llueva…”
Pero aquel día la abuela estaba nerviosa y la lluvia duró más de lo esperado. Recuerdo que me levanté a la llamada de mi abuelo y aún tengo en la mente el rostro trastornado de mi abuela y de las palabras que me dirigió aquel día: “Mamá se ha ido. Pero no debes ponerte triste. No te sientas mal. Cuando todo pase, vivirás aquí, con nosotros”. Aquellas frases cobraron sentido unos días más tarde, en el instante en que me contaron lo sucedido. También llovía aquella tarde. Mi abuelo me sentó en una silla y, cogiendo mis manos en las suyas, me dijo la verdad.
Hoy está diluviando de nuevo. Otra tormenta de verano como la de aquel día. A manera de un ritual que deba cumplir de por vida, cada vez que llueve me siento un rato bajo la uralita de casa, y miro las gotas estrellarse en el techo traslúcido. Me gusta respirar de nuevo ese olor a tierra mojada. Ya no lloro como hace años, porque pienso que es la lluvia la que me trae al recuerdo la voz de mi madre. Aún puedo oírla de manera nítida… El rostro lo refresco a veces repasando una y otra vez las fotografías que de ella guardan los abuelos, pero aquella voz dulce y melancólica me la trae el sonido de las gotas al caer, como si se hubieran hecho una sola en mi memoria. Como tantas veces, cuando escampa, me despido de los abuelos con un beso y salgo camino del cementerio.
Hoy le llevo a alguien muy especial para mí, y quería que me acompañara en esta visita. Me he sentado en su lápida y he limpiado las gotas que cubrían el cristal que protege su fotografía. He conversado un rato a solas con ella y le he hablado de Violeta. Y, como siempre, le he pedido perdón por lo que le hice.


DIARIO DEL JUDÍO ERRANTE, por Tomás Sánchez Rubio.




            Estaba lloviendo a cántaros. Como ahora; solo que aquel día, a pesar de quedar todavía horas para que se hiciera de noche, el cielo se oscureció de repente, se agolparon innumerables nubes oscuras y comenzaron a caer gotas que se convertían en sangre al mezclarse con la arena rojiza de nuestra tierra. Era como si el cielo llorase puñales de rabia y dolor por la muerte del hombre colgado de dos troncos cruzados, en lo alto de aquel monte pelado como cráneo de muerto.
            Por la mañana, ese mismo desgraciado había pasado por la puerta de mi humilde taller de zapatero. Cayó de rodillas a la altura de la puerta y apoyó la mano derecha en el umbral; mientras, con el brazo izquierdo sujetaba un desmesurado madero apoyado en su hombro. La gente, al paso del criminal, reaccionaba de madera diversa: unos sonreían con desprecio; otros lo insultaban y escupían; había quien contemplaba el espectáculo sobrecogido y con expresión horrorizada; alguna mujer incluso lloraba con sincera amargura... Me asomé a la puerta. Era un hombre joven y delgado. Levantó sus ojos hacia mí y me pidió agua. Yo, altivo e insensato como era, no solo se la negué, sino que le ordené, como si fuera uno más de sus torturadores, que siguiera su camino. Entonces él, mirándome con una mezcla de compasión y desaliento, sin pizca de resentimiento ni odio, pronunció aquellas palabras que resuenan aún hoy en mi mente como en el fondo de un pozo seco y desolado: “Serás tú quien no dejará de caminar hasta que yo vuelva de nuevo a estar entre vosotros...”
            Aquella noche, tras asistir al espectáculo, junto con los demás, de su agonía y muerte, salí de mi casa con un trozo de pan y un pellejo de agua, dejando atrás a mi familia y amigos, y no paré de andar... Una fuerza interior, inexplicable e inmisericorde me obligó a hacerlo...
            Desde entonces, llevo más de dos mil años recorriendo este mundo. Hay quienes todavía dudan de mi existencia; hay quienes han creído verme y han fabulado sobre mi persona; unos me han visto y me han reconocido, pero esos han querido olvidarme, permaneciendo callados tras maldecirme o sencillamente echarse a llorar con desconsuelo después de cruzarse conmigo.
            He dado literalmente la vuelta varias veces a este mundo terrible. He visto lo peor y lo mejor de sus habitantes. He contemplado guerras sin sentido, asaltos a castillos que parecían inexpugnables y a miserables aldeas cuyos moradores fueron exterminados en segundos; imperios rotos y familias desmembradas. Me han emocionado a veces, hasta dejarme sin lágrimas, actos de valentía y generosidad sin límites como el de esa niña que se enfrentaba a todo un ejército, aquella madre abandonada que hizo lo que hizo para salvar a sus hijos de la miseria... O bien aquel anciano que llevó a su mujer sobre los hombros sabiendo que su alma había abandonado el cuerpo hacía días...
            Ahora también llueve a cántaros.
            Soñé hace días que debía encaminar mis pasos hacia aquí, a esta playa que está más al sur que el mismo sur, a esta tierra próspera y pobre a la vez que para algunas personas, según he escuchado, es la primera estación de una nueva tierra prometida. Es de noche y la arena se ennegrece más si cabe por los pasos de mis pies desnudos. Me sentaré a esperar. Lo único que sé es que debo esperar aquí. Retornará más de dos mil años después. Simplemente sé que volverá y yo podré descansar. No veo a nadie, solo el mar y el cielo estrellado sobre mí. Me sé de memoria los astros que noche tras noche no han dejado de brillar de forma insolente.
            Ahora sí estoy viendo a lo lejos una barcaza acercarse a la orilla. Son hombres y mujeres de piel oscura. No pueden ahogar sus gritos. Los adivino harapientos y desesperanzados como yo... ¿Vendrá realmente él entre ellos? ¿Volverá en verdad, por fin, a nacer de nuevo quien acabará dando su vida por todos nosotros?


EN OCASIONES, por Pepi Bobis Reinoso.





         Estaba lloviendo a cántaros sobre el vientre de aquella tierra nueva.  Pertinaz, la lluvia horadaba el firme y desgajaba las piedras que, como gajos de naranja, se desprendían para dejar paso a un pozo de ausencias.  Sin piedad, un cielo “anunciador” de nuevas plagas y tormentas alentaba a Caronte a remar con coraje y, aquella barca, sobre el río que había hilado la lluvia, llegó a la orilla por donde –indefensa- se escapaba la vida.

Fue entonces cuando me di cuenta, de que en ocasiones cuento cosas que no sucederían nunca. Si no fuera porque en la inconsciencia de ese valle amargo en el que flota tu perseverancia y mi desdicha, la rosa temprana que a veces te hace despertar, se diluye entre líneas de fango que, entremezcladas con los apuntes de aquella historia que no pudimos vivir, forman parte de la idiosincrasia de ese pueblo entretejido a golpes de martillo y soledad.

Habitamos y desfallecemos en nosotros.
Como las amapolas,
como el zángano ante su reina.

         Y yo, me convierto en estatua de sal para que el agua me arrastre hacia el centro de la existencia.

TORMENTA, por Isabel Rezmo.




Estaba lloviendo a cántaros,
sentía el dolor de una herida en el
costado, pero era el tiempo.

Estaba lloviendo,
mientras la caracola
dormía debajo de un  tiesto.
Mientras los charcos gritaban en medio
de un carnívoro gesto de  imprudencia;
violaban los recuerdos.

Imposible descontar las horquillas que
tiritaban de frío en la memoria.
Los alfileres  masacraban el gesto
invadiendo  con osadía, la memoria
Esa memoria que 
disculpa, pero hace juego con las sombras,
tras la tormenta.

QUIZÁS, por Concha Vilches




Estaba lloviendo a cántaros un día de este caluroso septiembre. La ropa se adhería a mi cuerpo por la humedad y desde mi ventana observaba, cómo el único movimiento eran las gotas incesantes e impertinentes que encharcaban aceras sin que refrescara el aire.
Como un autómata daba vueltas de un lado a otro de la casa sin soportar esa oscuridad en la que se había sumido la tarde. Salí a la terraza a oler la tierra mojada y un resplandor seguido de un estridente trueno, hizo que me pusiera a “salvo”.
El color de las nubes era gris oscuro, y el de la tarde amarillento.
Me sentía prisionera en la casa, en esta casa de la que podía salir cuando quisiera, pero no hoy, porque llovía y tronaba.
Aunque, ayer no salí por el sofocante calor y tampoco hace unos meses porque helaba, o porque era de noche… ¿Cuánto hace que el sol no tuesta mi piel…?
Si lo pienso bien, no recuerdo el último día que cerré la puerta desde fuera…
¿Será verdad que estoy presa?, ¿en mi propia casa?
Solo hay una forma de averiguarlo, voy a salir. Ha escampado y acaba de pasar un autobús por mi calle, esperaré al siguiente.
¿Dónde están las llaves? Hace tanto que no las uso que no las encuentro.
Por fin. ¡Aquí están!
Aunque, ya es casi de noche, y aún está mojado el asfalto… seguro que ese era el último autobús… Uf, sigue haciendo demasiado calor y me tengo que mudar de ropa…
Quizás no sea el mejor día para salir. A lo mejor mañana…


MIENTRAS LLOVÍA, por Gloria Acosta



Estaba lloviendo a cántaros. Apreté el paso y cerré el paraguas ya inútil.
Al llegar el agua se colaba bajo la puerta trayendo consigo el lodo que el barranco arrastraba.
—¿La has visto?
—Sí
— No la traigas a casa.
Mi madre puso unos trapos bajo la puerta y no volvió a preguntar por su sobrina.
Mi prima había cambiado. Extremadamente delgada, envejecida y circunspecta conservaba sin embargo la donosa y enigmática  belleza que me seducía e inquietaba  desde que tengo recuerdos de ella. Su regreso era previsible. La muerte apesta a seducción cuando se espera rédito.
—Si mi hermana levantara la cabeza....
Era la frase preferida de mi madre, acostumbrada a vadear entre líneas fronterizas, sin concluir ni rematar, como su vida entera, sabiendo que esas palabras se significaban realmente en ella  puesto que su hermana nunca se habría encarado con su hija. Cuando ocurrió lo que ocurrió la justificó como quien exime las travesuras de la sinrazón juvenil, no hizo preguntas y aceptó resignada la prodición  de mi prima  y más tarde su  naurálgico abandono.
  Ella fue siempre mi preferida, la buscaba en mis  juegos y amparaba en sus interrogantes ojos mis pusilánimes confidencias. Yo siempre temerosa de todo, mimosa y retraída. Ella todo lo contrario. Mi adoración creció con los años y con ella aprendí los entresijos de las palabras conseguidoras, los gestos impostados, los silencios oportunos, todo lo que una mujercita necesitaba para moverse en el insondable mundo de los adultos o en el voluptuoso universo de los chicos. Siempre fue por delante en todo, incluso en el sexo desvelándome algunos misterios con sonrisa socarrona y mirada febril, guardando para sí otros que el tiempo desvelaría.
  Tardó  en superar la muerte de su padre y cuando su madre le presentó a su nueva pareja algo dentro de ella se incendió. Yo lo noté de inmediato porque sus silencios eran para mí un clamor, porque no hacía falta que dijera o explicara, porque bucear en sus ojos era como ver la película en primera fila, porque todo su cuerpo rezumaba un aroma que se me antojó peculiar, sutil, prohibido,
  Así era ella por aquel entonces y así la recordaba yo cuando nos encontramos mientras llovía en el  bar de entonces, cuando el tiempo de las excusas se había consumido en su transcurso y no pedí explicaciones ni ella quiso hablar del tema. Sabía que yo sabía, que su mentira estaba salvaguardada, que no había hecho falta que me lo pidiera porque yo hubiera jurado que era cierto, que yo lo vi, que era él quien la miraba de aquella manera, o lo que fuera con tal de redimirla, porque siempre conseguía lo que quería a cualquier precio. La reina de los entresijos de las palabras y de los gestos impostados, la gran actriz del mundo. Cuando mi tía denunció a su pareja, ella se marchó. A buscar trabajo, dijo. No volvió. Su madre murió queriendo creerla, amándola o tal vez odiándola y yo estuve allí, en impávido silencio.





NADA CALA, Consuelo Jiménez.



Estaba lloviendo a cántaros sobre la ciudad,
los charcos morían a los pies de las casas,
en las habitaciones, indolentes humanos, yaciendo en el sofá, absortos ante modernos televisores,
hábiles en expandir un mar envenenado
de tristes sucesos,
acopio maligno anudado al fraude humano.
Sigue lloviendo a cántaros sobre la ciudad,
pero nadie escucha más que un leve goteo en los tejados.
Ha llovido, está lloviendo a cántaros.
Nada cala, sólo áridos corazones sin poder llorar, es triste, muy triste, no poder llorar.


UNIDOS POR LA LLUVIA, por Esneyder Álvarez.



Estaba lloviendo a cántaros, tu rostro aun me miraba tiernamente
tus ojos me miraban,
las gotas nos recorrían,
nuestros labios se buscaban
tu mano cogió mi mano,
te acercaste y me besaste,
me miraste y me dijiste te amo.

Estaba lloviendo a cántaros, pero nuestros cuerpos sentían calor,
el calor de nuestro amor,
ese amor que nunca termino,
cuyo sentimiento jamás salió de nuestros corazones.

El sol se apodero de la tarde
la lluvia se fue,
los pájaros nos dedicaron sus cánticos,
nuestras manos como nuestros corazones jamás se separaron.

CÓMPLICES Y SECRETOS, por Josefina Martos Peregrín.

 
                                                              
Estaba lloviendo a cántaros, anunció la señora que entraba mientras buscaba dónde dejar el paraguas bajo el que crecía un formidable charco.
Habíamos acabado la comida y el café. Y la charla. Agotados temas y ganas, quizá no solo yo sufría el desasosiego de que nadie te entienda. Nos aburríamos, éramos dos parejas, que no es lo mismo que cuatro personas; incluso flotaba entre nosotros un sutil resentimiento, pero no había más remedio que seguir juntos, debíamos esperar para salir, los coches quedaban lejos, bueno, lejos para llegar a ellos bajo un chaparrón.
Llover a cántaros… Cántaros… Ya nadie los usa, se han vuelto objetos de decoración, adornos rústicos, reminiscencias de lo que fue; realmente solo resucitan en las lluvias torrenciales. Apoyados en la cadera, alzados sobre la cabeza, femeninos, armoniosos, como las mujeres que sabían llevarlos, así los vi de niña. Húmedos, cómplices y secretos.
Se detuvo mi evocación, aunque en seguida supe por qué habían acudido a mí tales palabras: “cómplices y secretos”. Recuerdos de lo que contaba mi madre, historias viejas, de antepasados que nunca conocí, tíos abuelos o tíos bisabuelos o como se llame semejante parentesco. Cosas del pueblo, desde la ofensa a la aventura.
“Cantarera de tres patas”, grave deshonra allá por 1920 y aún mucho antes y mucho después; se lo decían a una amiguita de mi madre, una niña a la que faltaba uno de los cuatro abuelos, es decir, le faltaba un abuelo legal, no casado como mandaban Dios y la Iglesia, precisamente porque se trataba de un cura. Y en épocas anteriores valió este mismo insulto para señalar a un converso, a un ancestro contaminado de judaísmo o de morería.
Y los bisabuelos o tataratíos, Isabel y Antonio, que cogieron el burro, lo cargaron con mantas, costales de harina, agua y ¡hale, trescientas o cuatrocientas leguas por delante!, a pie la mayor parte, que el borrico ya acarreaba peso suficiente. Sin hijos ni buenas tierras, vendieron todo  y a Jaén, desde su pueblo del Almanzora.
No le temían a las privaciones ni a la fatiga tanto como a los salteadores, plaga de los caminos, unidos en cuadrillas desalmadas; sobre todo en las sierra de Lorca, tan solitarias que si se veían atacados, nadie podría socorrerles, y sin pizca de dinero ¿cómo iban a empezar una nueva vida en tierras de Jaén? Todo lo que tenían iba con ellos, y no era poco, por lo menos cien duros del “Tío Sentao”, de plata, claro, que los billetes de papel no los quería nadie, duros de aquellos acuñados en 1870 con la figura de una mujer romana reclinada sobre un triclinium, pero a la gente le pareció un hombre, un “tío” bien “sentao”.
¿Dónde meterlos que no los encontraran los bandoleros? En la ropa no, porque dejaban en cueros al más pintao, hasta a los curas y a los niños los desabrigaban y palpaban; y los bultos los abrirían, seguro. Mientras esperaban la entrada del verano, le daban al magín, urdiendo cómo salvar sus haberes. Tanto como idear un escondrijo importaba parecer muy pobres, menesterosos, que su aspecto desalentara a los ladrones. Fueron pidiendo por el pueblo la ropa más vieja y lo más harapiento que les dieron se pusieron encima; decía mi madre que daba dolor verlos partir como auténticos pordioseros –eso le contó su abuela, que los vio- y solo a la familia confiaron dónde iban los cuartos: en los cántaros. Cuatro cántaros llenos de agua, pero solo en dos de ellos las benditas monedas. La boca relativamente estrecha de la vasija impedía ver el fondo… Con tal de que no los meneasen o los volcaran para beber…
No iba mal el viaje, tres días con su mucha luz bien andada, aunque fuera por el lecho pedregoso de las ramblas, pero al cuarto, tal como temían, apareció El Rubio, apuntándoles con su carabina desde lo alto de unas peñas y, sin que alcanzaran a ver de dónde salían, les rodeaban sus tres secuaces, con la faca al aire; no quedó hato sin revolver ni refajo sin desliar; calladicos y mansos, Isabel y Antonio se dejaron amenazar, empujar y registrar; ya se arreglaban las ropas cuando vieron que el cabecilla se acercaba a las aguaderas, a punto de tocar los cántaros… Entonces, renqueante pero tranquila, se adelantó Isabel y le ofreció agua: sacó una de las vasijas insolventes y le llenó una jarrilla de lata que para tal menester colgaba de una guita. El Rubio la miró, bebió, volvió a mirarlos, montó en su mula y se alejó con los suyos.

Y cuando acabé de recordar lo que nunca vi, ya no llovía; los cántaros, llenos de lluvia, agua de fuente o monedas, habían desaparecido, pero continuaba el tedio, la mirada hostil, el deseo de separarnos unos de otros mientras echábamos a caminar juntos por un suelo enteramente encharcado, hacia los coches.

EL COCO, por Eduardo Moreno Alarcón.


Estaba lloviendo a cántaros cuando entré en el edificio. Sombra de mi sombra, abrí el portal con una llave arcaica. Después del portazo no hubo nada más que sinfonías de aguacero, truenos y relámpagos y rayos en zigzag. Resbalé por el pasillo cual fideo en una sopa japonesa. Pulsé un interruptor. No iba la luz. Tenté los muros en tinieblas. Los crepúsculos, a esas alturas de noviembre, eran membranas de murciélago. Y llegué al baño y tropecé con el bidé. Me bajé los pantalones empapados. Tuve la precaución de sentarme en la taza para no salpicar. Luego pensé en lo absurdo de esta acción. Calado hasta los huesos, el parqué sería un arroyo. Pensé en ducharme, pero eso sería llover sobre mojado. Además, podía resbalar en la bañera. Mejor sacar una toalla. ¿En qué cajón estaban? Bajo el lavabo, sí. Metí la mano en el susodicho cajón con el temor de hallar un monstruo dentro. Pero no. Sólo la toalla de rizo. Total, me desnudé y sequé de la cabeza a los pies. Luego, ataviado sólo con los calcetines (inmunes a la lluvia, permanecían secos), palpé de nuevo hasta encontrar mi habitación, la cama y el pijama de entretiempo.
Crucé el pasillo en dirección a la cocina.
En la ventana y el techo seguía oyendo la insistencia de la lluvia. Tronó brusca, cascadamente, como en los filmes de terror de los cuarenta. Me acongojé un poco. Y hurgué de nuevo en los cajones, situado en la alacena. Busqué una vela, un cirio, una cajita de cerillas, pero, a la vista del hallazgo, me decanté por la linterna con las pilas muy mermadas. Algo es algo. Al fin se hizo la luz, aunque bastante mortecina. Más confortado (pantuflas, pijama y luminaria), eché mano a la nevera. Cené poco y vegano: leche de avena, manzana verde doncella y nueces de Nerpio (paraíso albaceteño de nogales centenarios).
Me lavé los dientes con pasta especial para encías. Tiré de hilo dental entre incisivos, donde quedaba alguna traza a fruto seco. Volví a mi habitación. La lluvia perdía fuerza en los cristales y en el patio con plantones de geranios. En la noche, cuando el mundo se reduce al redondel de luz linternil, pensé que ya era hora de acostarse.
Cesó la chaparrada y el silencio se adueñó del mobiliario.
Tanto mejor para dormir.
Me eché una manta por encima, la de cuadros, esa que rasca. Cerré los ojos o los párpados.
Y entonces, de súbito, creí oír una voz.
«Qué va a haber una voz», me dije en voz bajita.
Y me giré sobre la almohada.
Pero, al cabo de unos segundos, creí oír una voz.
«Anda, vuélvete a dormir. Que no joder, que oigo una voz», monologué.
Presté oídos al sonido, los dos. ¡Hostia, que sí! ¡Que hay una voz!
Era como un susurro… y provenía del armario.
Me acojoné pensando en un cuento de Stephen King que había leído tiempo atrás. Se titulaba El coco. Un coco oculto en un armario, un coco de verdad.
«¡Me cagüen la puta!», blasfemé para azuzarme frente al miedo. 
En el cuento de King, una niña se acerca al armario de marras. No quise ser menos, e hice lo mismo. Bien es cierto que me podía, además del canguelo, una curiosidad morbosa. Sí. La vocecilla venía del armario, muy tenue, como un discurso ininteligible.
Tenía los nervios de punta. La tensión disparada. «¡Abre ya, coño!», me espoleé.
Total que abrí. Podría adornar la narración y escribir que hubo un relámpago con trueno, un grito helado, el rostro del muñeco diabólico, qué sé yo. Pero no. No hubo más que ropa en el armario y esa voz.
Puse toda mi atención, al borde del abismo emocional. Si era un coco, hablaba en español. Y si hablaba en español, el monstruo (o lo que fuera) era cercano. Ahora me vino a la cabeza un cuento de Poe: El corazón delator. Porque la voz iba en aumento. Dejé que mi oído me guiara. Palpé bajo las perchas. Allí estaba mi trenca. ¡Por los clavos de Cristo, la voz brotaba de la trenca! ¡Valor, valor joder!
En un gesto entre lo heroico y lo suicida, metí la mano en el bolsillo…
…y hallé mi walkman con la radio encendida… De los auriculares surtían las cavilaciones monocordes de un locutor deportivo…. La voz del coco….

Ahora sí, tronó en la lejanía.