La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 20 de marzo de 2016

La mano que mece la hoja, por MERCHE HAIDÉE MARÍN TORICES.


“Puede mi infierno ser mucho más feliz que tu cielo…”

Teresa y Rubén se conocieron en la Universidad. Se enamoraron desde el primer momento y tras licenciarse, se casaron dispuestos a formar una gran familia. Decidieron que Teresa se dedicara a la familia pues Rubén tenía un buen trabajo y así fueron llegando Tizziana, Rebeca, Martina y la pequeña Papú.
Rubén era ingeniero aeronáutico y viajaba mucho pero trataba de pasar el mayor tiempo posible con su adorada esposa y con sus chiquitas, que eran despiertas, dulces, adorables, como Teresa.
Cuando nació Papú a Rubén le dieron un puesto fijo en la central de su empresa, ya cesarían los viajes, y se dedicaría a formar a nuevos ingenieros; fue entonces cuando tomaron otra importante decisión: irse a vivir al campo. Entendían que la calidad de vida de su pequeño universo resultaría mejor en un paraje pintoresco, donde pasear, cuidar de un jardín, sentir la brisa fresca en verano y el olor a tierra mojada en invierno.
Felices, Teresa y Rubén se lanzaron a la búsqueda de esa casa maravillosa donde ver crecer a sus hijas y envejecer juntos. Y la encontraron… Una preciosa casa colonial, con mucho estilo, con esos recovecos tan usuales en este tipo de casas y, sin más, la compraron porque había espacio suficiente para las niñas y porque la casa tenía dos lugares perfectos para la biblioteca de Rubén y para el cuarto de la costura de Teresa. La gentil Teresa tenía los dedos más habilidosos del mundo; igual hacía un rico pastel que bordaba los almohadones con las iníciales de cada uno. Le gustaba coser, hacer ella misma lindos vestidos a sus pequeñas, disfraces para momentos especiales, bolsitas donde guardar hierbas aromáticas para ambientar los armarios o manteles de Navidad con mucho colorido. Nada le gustaba más que recluirse en un rincón y, en sus ratos libres, coser y bordar.
La casa nueva tenía una habitación perfecta para ello, con una inmensa ventana que daba al jardín y desde donde se hubiera visto la casa vecina pero un hermoso y enorme abedul creaba la intimidad necesaria para ver sin ser vista.
Así que se apresuraron a empaquetar todas las cosas. Teresa era, sin duda, la más feliz de todos. Las niñas también pero sabía que Rubén había hecho realidad su sueño, vivir en una casona con historia, en un paraje encantador y no necesariamente aislados, otras bellas casas daban un toque de color aquí y allá al pintoresco paisaje.
No fue difícil la mudanza, pues cuando los cambios se aceptan con ilusión, se hace todo mucho más fácil.
Teresa encontró en seguida su lugar en la casa y, sentada en la máquina de coser o reclinada junto a la ventana pasaba las horas que las niñas no la necesitaban o Rubén no estaba. Circunstancia ésta que cada vez era más frecuente, pues  el trabajo le absorbía mucho tiempo y prefería comer y pasar el día en la ciudad y luego volver en la noche.
Escuchar el sonido de las hojas del abedul le producía una increíble relajación. Mientras que las perfectas puntadas convertían un trozo de organza en un camisón para Tizziana, su pensamiento volaba, junto al ventanal, y meditaba sobre todas y cada una de las cosas de la vida. Se consideraba una mujer muy feliz y satisfecha. Tenía un esposo encantador y divertido y cuatro hijas hermosas como el sol, que prometían ser su orgullo, pues cada una de ellas tenía un talento especial para algo.
Se preguntaba muchas veces cómo había podido vivir sin ese maravilloso abedul, que le susurraba en los momentos de soledad, una maravillosa música que le hacía sonreír. Su murmullo la acompañaba de la mañana a la noche, pues lo primero que hacía al levantarse era abrir aquella ventana y que el canto de su árbol inundara las estancias.
Luego, por la noche, cuando todos habían cenado y aún no era demasiado tarde, madre e hijas se unían para aprender las niñas de la madre a coser y bordar hojas de abedul en sus ropas. Tizziana, Rebeca, Martina y la singular Papú, que sin saber nadie cómo, nació con el cabello ensortijado y pelirrojo y unos enormes y tiernos ojos azules, amaban a su madre incondicionalmente y habían convertido las noches, esos instantes, en la mayor de sus diversiones.
Entre bastidores rodeaban a su madre y aprovechaban mientras las hojas de abedul cobraban todas las tonalidades desde el verde esmeralda al más pastel en sus telas, para contarse sus cosas, para reír de cada relato, para escuchar el bamboleo de las hojas del abedul y dejar que la suave brisa se colase en la habitación.
Papú era todavía muy pequeña y sus deditos se pinchaban a cada momento, por lo que abandonaba su bastidor y contemplaba los hermosos motivos de su hermana mayor.
Teresa se repetía interiormente que no se podía desear mayor felicidad que ese hermosísimo cuadro que formaban sus niñas. Y daba gracias a Dios por haberle regalado una vida tan serena, tan llena de amor.
Una mañana, Teresa, que para nada era madrugadora, más bien noctámbula, fue despertada por el atronador sonido de una sierra eléctrica. Corrió al cuarto de la costura, abrió la ventana y contempló con horror que estaban cortando su amado abedul. ¿Por qué? Se preguntaba… Tal vez porque sus raíces fuertes habían invadido la casa contigua, tal vez porque sus dueños ya no lo querían y decidieron talarlo, necios que no saben que un árbol no es propiedad de nadie. Tal vez porque no lo reverenciaban como ella y se había convertido en un estorbo. Trató de comenzar sus tareas diarias pero a cada segundo corría hacia la ventana del abedul y veía con tristeza como caían sus hojas, sus ramas, su hermoso y enorme tronco.
Llevó a las niñas a la escuela y decidió acompañar en su último aliento de vida a aquel arbolito que tantos buenos ratos le había proporcionado. Se preparó una deliciosa infusión, encendió una vela y se sentó en el alféizar de la ventana mientras sus lágrimas caían al tiempo que las ramas del abedul iban formando un cúmulo cada vez más grande.
Al tiempo que la frondosa copa caía Teresa iba atisbando la casa de la finca de al lado. Nunca la había visto por ese flanco y parecía que las ventanas que abrían hacia el jardín eran también las habitaciones de los vecinos. Había llamado varias veces a Rubén a su oficina pero le habían dicho que había salido. Mientras iba sorbiendo el té de canela y miel se sorprendió al ver que tras las ventanas se dibujaban siluetas, tal vez alguien, como ella, observaba la tala del hermoso ejemplar.
Poco a poco las siluetas fueron cobrando forma. Eran un hombre y una mujer abrazados; jamás se había encontrado con alguien de aquella casa pero el hombre le resultaba extrañamente familiar. La tala se realizaba con rapidez, dos robustos madereros se daban mucha prisa y ya quedaba poco para terminar la vida del pobre abedul.
Fue por eso que Teresa detuvo la mirada en la ventana de en frente, la pareja se besaba ajena a lo que ocurría en el exterior, cuando descubrió aterrada que aquél hombre era Rubén, su Rubén, con su traje tan bien planchado, con su estilo impecable, abrazando a aquella mujer.
¡No podía ser!¡Su matrimonio era feliz y casi perfecto! Ahora sí su llanto era descontrolado, su corazón latía vertiginosamente y la taza se había hecho añicos en el suelo de madera. ¿Cómo había sido capaz? ¿Desde cuándo duraba esa situación? Tal vez le había sido infiel toda la vida…
Se reclinó en la butaca, abatida, destrozada, ¡qué cobarde! Ni siquiera por todo el amor que ella le había dado era capaz de decirle la verdad; y había esperado que desapareciera el telón de hojas frondosas para no tener que dar explicaciones.
Amado abedul, “cuánta paz me has dado, cómo has sabido ocultar algo tan terrible y protegerme del dolor, ahora eres tú también quien me dice la verdad”.
Trató de tranquilizarse, de pensar con serenidad, ella era feliz allí, sus hijas habían llegado casi a la adolescencia arrulladas por las hojas del abedul, en las tardes de viento, en las noches de costura. Se apresuró a ir a recogerlas y cuando ya estaban todas en casa, echó todos los cerrojos y les dijo que, a partir de ese momento, vivirían solas. Ocho pares de ojos suplicantes la miraban sin saber. “Vuestro padre tiene otra esposa, podréis verlo cuando queráis, no os lo voy a impedir, sólo quiero que seáis felices”. Las cuatro se miraron y sin decir nada abrazaron a su madre, la que les cantaba para dormir, la que les bordaba con esmero sus uniformes, la que siempre estaba ahí, sonriente, para curar una herida, para hacerles una tarta, para contarles una bella historia. No dudaban de su amor.
-          “Hijas, por desgracia no llegasteis a conocer a mi padre, vuestro abuelo; él solía decir que teníamos que ser cómo los árboles, a pesar de todo, son el único ser vivo que muere de pie”, “vamos, os haré galletas”.
Y así, las cinco mujeres de la casa, se dirigieron a la cocina prometiendo, silenciosamente, permanecer siempre juntas.

lunes, 14 de marzo de 2016

El fruto prohibido, por EDUARDO MORENO ALARCÓN.



            Érase una vez un rey muy poderoso. El monarca, de nombre Orestes, gobernaba sobre el Reino de Artemisa hacía dos lustros, tras la muerte de su padre, el juicioso Agamenón. De todos es sabida la querencia que la reina Clitemestra —madre de Orestes—, tenía hacia los bosques de esa tierra bendecida por los dioses. Cuentan las crónicas de Gea cómo, a la muerte de su esposa, el viejo soberano hizo erigir, en torno al gran palacio, unos jardines sin igual en los confines de Artemisa.
            Acudieron de los puntos más lejanos los mejores jardineros. Jornadas y jornadas se afanaron cientos de hombres cultivando, abonando, podando, siempre a las órdenes del rey Agamenón. De tal suerte, en pocos años conformaron un espléndido vergel. A base de atenciones y cuidados permanentes, millares de especies alcanzaron un tamaño sorprendente. Tan benéfico era el clima, tan rico el suelo, tan abundantes las aguas, que todas las especies arbustivas convivieron sin disputa. El palacio quedó envuelto por las copas de frondosos ejemplares que incensaban las estancias con fragancias exquisitas.
            De aquel nutrido grupo de floricultores, un hombre atrajo la atención del soberano. Se trababa de Egisto, jardinero apasionado, menudo y poco dado a hablar con sus congéneres, no así con cada uno de los árboles y plantas que cuidaba con un celo afectuoso, con el mimo de una madre hacia sus crías.
            Pasó el tiempo. Orestes subió al trono. Sabedor del afecto que su padre sentía hacia Egisto, lo nombró jardinero real. Éste acogió la decisión con humildad agradecida, y consagró sus días al esplendor de los jardines palaciegos.
            Al transcurrir de las lunas, en un lugar privilegiado, frente a la alcoba más lujosa de Orestes, brotaron dos acebos. En un principio el rey se mostró muy complacido, pues los frutos de esos árboles eran de su especial predilección.
            Egisto, buen conocedor del mundo arbóreo, enseguida se dio cuenta de que, acaso por error, aquellos ejemplares eran machos, lo cual hacía imposible que acabaran dando fruto. Asomado a la terraza, Orestes oteaba cada día los acebos, aguardando deleitarse con las drupas redondeadas.
            –¿En qué octubre veré frutos, jardinero?
            —Paciencia, majestad —decía azorado Egisto, buscando ganar tiempo, sin saber cómo abordar tamaño enredo.
            Una mañana de mayo, el jardinero fue testigo de un fenómeno asombroso. Con ojos de pasmo, sorprendió a los dos acebos con las ramas enlazadas, besándose cada una de las hojas pinchudas, unidas como labios de amantes. «¡Jamás vi nada igual! ¡Se quieren! ¡Desean tener frutos, aunque saben que no pueden engendrarlos!». Emocionado, el jardinero corrió en busca de su rey, dispuesto a relatar el milagro presenciado.
            Pero Orestes no era como su padre. Su corazón era más turbio. Más fiero e iracundo. Desconfiado, empezó a sospechar de Egisto. Y así, ordenó a otro jardinero vigilar el crecimiento de sus árboles, en especial los dos acebos infértiles.
            Antes de que Egisto se adentrara en el palacio, Orestes ya sabía lo sucedido. Su cólera fue inmensa.
            —¿Cómo has permitido semejante aberración?
            —Mi señor, cierto que no pueden darle frutos, mas, no hay nada malo en ello…
            —¡Me mentiste! ¡Dijiste que tuviera paciencia!
            —Majestad, ¿acaso no os complace el verde plata de sus hojas?
            De pronto, el tono de Orestes se hizo áspero, hiriente.
            —Egisto, por los años de servicio no te envío a las mazmorras. Te concedo la libertad a cambio de que cortes esos hijos desviados y los apartes de mi vista cuanto antes.
            El jardinero palideció. Nada podía herirlo más. Jamás cortó un árbol en su vida, y ahora….
            —No puedo hacerlo, majestad —musitó con un hilillo de voz.
            Los ojos del monarca chispearon de crueldad.
            —Sea pues, jardinero. Tu suerte está echada.
           
            Las crónicas de Gea se refieren a aquel día luctuoso como el más triste del Reino. Ante los ojos de la Corte, el rey mandó al verdugo, primero talar los acebos, y ante el espanto y las lágrimas de Egisto, pasarle a cuchillo frente a los troncos cercenados, ligados en la muerte para siempre.

            Con los años, en aquel mismo lugar brotó un árbol que ningún hombre de ciencia supo identificar. Una nueva especie cuyos frutos, escogidos y saboreados por algunos cortesanos, captaron de inmediato el interés del rey.
            Orestes descendió la escalinata y se admiró ante la belleza inusitada de aquel árbol exótico, sin parangón en toda Gea. Cientos de frutos, drupas de un rojo amapola, pendían de sus ramas atestadas, exhalando un aroma embriagador. En su ciego recelo, el monarca aguardó a que otros probaran las bayas, no fueran mortales. Por los súbditos supo del sabor maravilloso de su pulpa. De sus muchas propiedades para el cuerpo y para el alma.
            Llegó el momento de probarlas. Escogió el rey la drupa más jugosa, la más perfecta en apariencia. Al punto, su paladar se vio inundado por un gusto delicioso y perfumado…
            …gusto que se fue tornando acíbar, amargo.
            El rey se desplomó a los pies del árbol venenoso al corazón de los crueles.

            Desde entonces, en el Reino de Artemisa se rinde culto al Árbol de Amor, el más sagrado.

ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 31, 15 de marzo de 2016 "Los árboles".


Revista ABSOLEM, editada en Guadix (GRANADA) por la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Arte "La Oruga Azul", 
laorugazul2013@gmail.com
ISSN: 2340-8634











Al Árbol, por ANTONIO PELÁEZ.



De ti salió la voz de mi guitarra
y con ella la sangre de la tierra
y se hizo la lanza de la guerra
y la cama que el sueño desamarra.

También la hoguera que desgarra
la noche y la luz donde se encierra
la paz del corazón que desentierra
el dulcísimo caldo de la parra.

El mástil que soporta la bandera.
La mesa que sostiene nuestro vino,
y las llamas que hornean nuestro pan.
La patera que rompe la frontera;
la amorosa piel del pergamino
y el féretro del último desván.

¡Ay árbol de la vida y de la muerte!

¡Escalera hasta el suelo! ¡Dame suerte!

El lenguaje de los árboles, por ANTONIO MEDINA GUEVARA.

Pintura de Martina Vanda


Me pasó en un día, como en tantos otros. 
     Es la primera vez que hablo de esto y no es por vergüenza, sino por miedo a que me tomen por un loco. 
     Decía mi paisano, García Lorca, que cuando era niño escuchaba a la naturaleza y le hablaba a las cosas por su nombre esperando una respuesta; que cuando andaba por los caminos y campos de la frondosa vega de Granada, encontraba a su paso toda una amalgama de vidas, tanto animal, como vegetal, que le parecía le devolvían el saludo a su paso. 
     Amiga: a mí creo que me pasa lo mismo cuando ando solo por el campo; creo que escucho a la naturaleza a mi paso y como me han educado a la antigua en que siempre se para uno a saludar: yo la saludo..., y ella me saluda a mi paso. Pero tengo que decir que para poder escucharla, es necesario ir andando muy despacio. 
     Me explico: 
     Hace poco que andaba por la vega de mi pueblo como en tantas otras ocasiones y me puse a escuchar los sonidos del campo. No cabe duda de que estaba influenciado —y estoy— por la creencia de que la naturaleza habla... ¡Pero es qué la escuchaba...!
     Era el segundo día de marzo y los almendros hacían que sus flores blancas y rosadas parecieran legión de pequeños nublos descansando sobre la tierra. Esta tierra es muy fría en invierno y tal vez por eso le cuesta desperezarse, de la misma que los sonidos parece que están durmiendo como lo hace la sabia, o las cigarras, esperando el buen tiempo, pero como bien sabes, amiga, la vega nunca está en silencio... 
     Escuchaba a los pajarillos piar al día que no era de duro invierno, sino de un plácido día de sol que más bien parecía de primavera. También escuchaba el suave susurro de las brisas llamando a no sé qué... ¡Pero llamando!
     Y me puse a escuchar lo me que decía el campo... 
     Desvié mis orejas como si fuesen antenas a unos grandes chopos que estaban pelados, pero con sus ramas muy despiertas a pesar de ser invierno... Y las escuché llamarme.
     Me decían cosas que al principio no entendía, pero que en cuanto puse más atención, empecé a entenderlo... Me preguntaban como lo haría un viejo que conoces desde tu infancia, por muchas cosas: por mi nombre, ¿si me acordaba de ellos cuando hace más de medio siglo y eran tan jóvenes como era yo  mismo, los vi balancearse al viento hasta casi besar el suelo?
     También me preguntaban, si todavía recordaba cuando pasaba por su lado raudo con la bicicleta familiar —que ya era un lujo tener una bicicleta, aunque fuera para toda la familia— y que pasaba gritando a las inclemencias del tiempo con los pies arañados por brozas y ramas... Que me  veían pasar surcando los vientos tal como lo haría un bajel, tan nuevo que, a la más mínima brisa, es empujado suave a no se sabe dónde... Me preguntaban, si  me había dado cuenta de lo que ellos habían crecido y de lo que yo estaba menguando; si no añoraba el tiempo en que cigarras, jilgueros, abubillas, colorines y torcaces, miraban de reojo al cielo por si grandes aves de rapiña escudriñaban los bancales, acequias y olivos, para buscarse el sustento... 
     Les respondí que sí. Que claro que recuerdo aquel tiempo tan igual y a la vez tan diferente. 
     Pero que las cosas han cambiado... Creo. 
     Que ahora sólo en primavera explosiona todo el sonido de la vega, que ahora ya no hay trigales, casi frutales y tantas otras cosas.... Que ahora, y a pesar de ser por miles tan verdes y preciosos, solos están los olivos haciendo compañía al campo; que la vega ya no es vega, que las acequias se están secando y la gente nada más canta un poco en los días de aceituna... 
     Y respondió un olivo: 
     «¡¿Qué me vas a decir...?! Ya casi nadie para a nuestra  sombra... Sólo lo hace de vez en cuando algún viejo que pierde su vista mirando al Cerro y que, apoyándose sobre la tierra que tengo a mis raíces, como cansado, se pone a pensar en no sé qué cosas... Ya no se sientan las parejas en los ribazos a contarse sus secretos... Ahora no pasan andando; pasan de largo montados en sus rápidos aparatos a los que llaman coches... Ni tan siquiera pasan montados en sus caballerías como antes... »
     «¡Cómo cambian las cosas a través de los siglos…!» 
     Luego, se animó ese olivo y siguió en voz alta recordando cosas que yo no había visto, o que ya había olvidado: a otros que pasaron antes, a los padres de mis padres y a los míos también.... A gente que echan en falta porque pasaron por esta tierra cuidándolos..., y a otros que no, porque de ellos sólo hacían leña.
     Sin saber que contestarles, con gran añoranza de otros tiempos, me dio un poco de pena la conversación del olivo, pero más, la de un inmenso chopo y, más aún, sabiendo que un vecino me había contado que, a la menor oportunidad, lo cortarían de cuajo de la acequia porque  daba sombra a los otros árboles. 
     Y entonces me dijo uno de los chopos: 
     «Sé lo que estás pensando… Sé que el día menos pensado  me cortarán de raíz porque yo no doy frutos... Pero es que sólo me han enseñado a mirar al cielo y a crecer muy alto. Sólo sé dar cobijo a los nidos y silbar al viento, sobre todo, cuando estoy lleno de hojas que flotan a las brisas... No me  enseñaron a dar fruto alguno.... Y yo, ya soy muy viejo para  aprender cosas nuevas» 
     Les dije que no se preocuparan; que siempre habrá un niño que se suba a sus ramas, un nido con algarabía en primavera esperando a saber volar, o un anciano apoyado a su tronco recordando cuando sus pies trepaban a las copas como los de un gato... Y me pareció escucharles unos suspiros de alivio... Creo.
      Entonces, creo que se alegraron y empezaron todos a silbar al viento, mientras los pajarillos cantaban al ritmo de los silbidos como la mejor y más armoniosa de las orquestas... 
     Luego, cuando ya me iba, me pareció también escucharles decir: 
     «¿Volverás…?» «¿Volveremos a hablar...? » «¡Nadie nos habla…!»
     Y al chopo decirles: 
     «Veis…, aunque yo no doy frutos, doy ritmo a los vientos, refugio a los nidos y paz al campesino...!» Entonces me pareció escuchar las risas de otro árbol a las palabras del chopo que venían de un olivo centenario acostumbrado a  escuchar todo tipo de conversaciones. 
     «¡Todos somos necesarios! —le decía el viejo olivo, que es tan sabio por ser tan viejo—, unos damos frutos de invierno, otros de verano..., y tú, chopo, das lo que tienes, como cada  cual »
     Me puse a mirar lo primero que vieron mis ojos cuando se abrieron a la vida y observé que allí apenas faltaba algo, pero sí alguien; ¡muchos…! Seguí andando por las veredas que ahora son carriles, pasé por albercas que ya no están o que duermen su eterno sueño convertidas en escombros y lugares de zarzales, y me vi en ellas desnudo gritando al viento, remojando la fruta robada, o navegando por unos palmos de agua cristalina que entonces eran océanos. Como en un sueño… Pero desperté y estaba solo.
     Luego, después de andar lentamente entre ellos y de seguir el murmullo de una acequia que me conoce desde niño durante largo trecho, cuando llegué a uno de aquellos árboles que mis manos plantaron cuando apenas tenían fuerza, lo miré y pensé en aquél día en que mi padre me enseñó a plantar... ¡Cómo mis manos crearon algo tan hermoso y necesario....! Y creo que, al ver mi cara, tal vez ese árbol me reconoció y sus ramas intentaron tocarme el hombro, pero ya estaban viejas y no podían agacharse tanto. Entonces, para  ayudarle y a pesar de que a mí ya me cuesta trepar, me subí a su tronco y acaricié sus cimbreantes ramas que intentaban mostrarme el cielo... Y con una voz muy baja, me dio las gracias por regarlo, podarlo y darle abono a sus raíces.... Susurrando  a mis orejas... Creo. 
     Creo que perdí por momentos la razón, pues a los susurros de la vega se unieron unas voces que hace ya muchos años no están por aquí y que llegaban a mis oídos tan cercanas que pensé estar en otro tiempo. Cerré los ojos y no quería abrirlos, pues pensaba que al abrirlos desaparecería todo lo que oía y veía con ellos cerrados.       

     Todo eso lo vi y lo escuché… Creo. 

Árbol de Esperanzas, por TOMÁS SÁNCHEZ RUBIO.




Otra vez domingo y me despiertan
voces negras, roncas como lanzas de mármol
que me atraviesan y me rompen,
que desordenan las ganas y el vivir.

No veo el sol de que hablan quienes pasean
por la calle. Me llueve dentro,
cada vez más dentro.

Cierro los ojos despacio y juego al triste
juego de ser otra persona
para verlo todo desde fuera.

Ser alguien y dejar de ser la nada.

Me imagino lejos: al otro lado de la luna del armario, o en el fondo
del  tercer cajón de la mesita de noche.
Cuento diez veces hasta diez,
por diez y por diez más.

Y no desaparece el mundo, ni los gritos, ni
desaparezco yo con mis fantasmas vivos.

A ratos sueño que soy un árbol, pero no un árbol
de ciencia irreal y difusa; tampoco un árbol
perenne de cementerio, atado a la muerte,
roja muerte.

Quiero ser frondosa copa viva y perecedera.
Quiero dar sombra a las amapolas y a la
sonrisa de mi hija.
Quiero ser
todo un árbol de esperanzas.


Donde todo comienza, por ISABEL PÉREZ ARANDA.




Vuelan por el aire sin destino definido
sin certeza de llegar
vuelan porque el viento lo consiente,
las arrastra las envuelve,
rozan planicies, saltan montañas
navegan mares dormidos,
y al apaciguar la brisa,
desciende, casi flotando.

Se dejan mecer
a la orilla de un camino,
en oquedades rocosas,
en pequeñas o extensas porciones de tierra.

Germinan ingenuas hacia dos polos,
allá donde la tierra es abrupta se abren senderos,
donde sus tentáculos jamas hubiesen pensado llegar,
filtrando sustancias de vida,
y hacia la masa azul donde las gotas de luz alimenta su salvia.


Es árbol contra todo elemento,
contra todo pronostico,
y recorre enraizado cuantas vidas supere,
cuanto tiempo soporte,
cuanto sol le alimente
y la mano del hombre le deje.