Desde los días anteriores al viaje una especie de temblor de origen
benigno me sacudía el cuerpo ante la cercanía del regreso, aunque, en los
viajes entre el lugar donde resido y el que nací, las palabras ida y vuelta no
tenían, no tienen, el significado que se les da tradicionalmente. Ir desde
Getafe a Purullena es volver; cuando regreso a Getafe, es un viaje de ida
porque queda pendiente, siempre, otro regreso. Y así será hasta el
regreso definitivo, ese en el que no existirá la posibilidad de irse de nuevo.
Preparaba la maleta desde días antes, la ropa imprescindible, algún libro,
el cuaderno donde reunía mis desengaños amorosos en forma de poemas y al que
deseaba poner fin durante este viaje para iniciar un nuevo capítulo de signo
distinto.
El 30 de diciembre el despertador sonaba, como cada día, a las 6:30, pero
ese día saltaba de la cama como un resorte, no había tiempo que perder, era
como si corriendo acelerase las agujas del reloj para que llegasen antes las
22:05, hora en que tenía prevista la salida el tren que hacía el trayecto
Madrid-Almería, con parada en Guadix.
Por la mañana salía de casa cargado con la maleta, para no perder tiempo por
la tarde en otros viajes que pudieran entorpecer el viaje principal. Mi jefe,
cuando veía la maleta al lado de mi mesa de trabajo, me sometía a un tercer
grado: “¿Por qué vas tanto a tu pueblo, es que tienes novia allí?” Hay una niña
que me gusta. “¿Y a qué se dedica?” Estudia. “¿Y qué estudia?” Bachiller. “Y tú
que no has sido capaz de terminarlo… Como te cases con una que sepa más que tú,
te tiene dominao toda la vida…”
Pensaba que solo el amor podía hacer que un muchacho joven tuviese tanta
querencia por su tierra y en ese momento quizás no andaba muy descaminado, pero
no era solo eso, era mucho más.
Cuando a las 17:30 salía de trabajar, pasaba el rato deambulando por el
barrio de la Prospe, y pensando que
me quedaban horas para cambiar los olores de ciudad por los que me esperaban en
el pueblo. Con tiempo suficiente me marchaba directamente a Atocha a esperar la
hora de partir. En Atocha tocaba esperar. Me sentaba en la vieja terminal, hoy
convertida en jardín apócrifo, y observaba el trasiego de personas, las idas y
venidas de los que, a esas horas, ya regresaban del trabajo o iban a él, o
hacían transbordo para proseguir el viaje, o llegaban después de un tortuoso
viaje desde Cádiz...
Yo miraba la cara impasible de la gente y me decía: estos no tienen ni idea
de que me voy a mi pueblo, a recuperar a mis amigos, a embriagarme con el suave
acento de sus palabras, a llenar mis ojos de álamos y cerros de arcilla, a
regar mi invierno con el agua de los manantiales que bajan de la sierra nevá, y cuyo fondo blanco blanquearía mi
alma. No, ellos no sabían que yo estaba a punto de iniciar el viaje de ida a mi
pasado. Después regresaría a la realidad que me daba de comer, esa absurda
necesidad del ser humano por la que, tiempo atrás, nos expulsaron de nuestra
tierra.
Una vez que el tren abría sus puertas, subía con la emoción en forma de
nudo en el estómago, buscaba mi departamento en segunda clase, colocaba la
exigua maleta y me sentaba a esperar, aunque aún quedaba una hora para la
partida, un suspiro porque para mí el viaje había empezado el día anterior, o
quizás mucho antes, desde el último regreso. Nunca quise viajar en litera
porque pensaba que me dormiría y llegaría hasta el final del trayecto, Almería,
con la pérdida de tiempo que significaría, y tampoco me fiaba del revisor;
pensaba que si todo el vagón le encargaba que le avisara en tal o cual punto el
pobre hombre no daría abasto y a alguno no le llegaría el aviso. (Por cierto,
ahora que caigo: jamás vi a nadie del género femenino en un tren con el
uniforme de RENFE. Hace tanto tiempo que, en aquella época oscura, trabajar en
los trenes sería un trabajo de hombres).
Según se acercaba la hora de la partida, crecían las prisas de viajeros y
acompañantes, las discusiones: "Oiga, está usted sentado en mi
sitio". Este es el mío. "¿No es el número 84?" Sí. "Pues el
mío". ¿Qué vagón tiene? "El 5". Pues este es el 4. "Tampoco
es para ponerse así, oiga". Vale. Otras veces las discusiones eran por el
número de bultos de alguien que parecía transportar la casa entera y que
ocupaba su lugar y el de los demás: "No se preocupen, luego los coloco
mejor", decía mirando alrededor y a modo de disculpa. ¿Cómo? Era imposible
colocar tanto bulto en la parte proporcional que le correspondía. Después,
el sujeto tenía que salirse al pasillo para colocar en su asiento todos los
bultos que transportaba, pero…
El siguiente paso era ver quién te tocaba de compañero de asiento, y en ese
aspecto la suerte era diversa: hubo años en los que te tocaba un abuelo que
roncaba como un descosido, y que encontraba más apropiado para apoyar su blanca
cabecita tu hombro que el reposacabezas de serie, y tenías que pasar la noche,
bien dejándole dormir plácidamente, o haciendo de vez en cuando un ligero
movimiento de hombro para despertarle con el consiguiente: “Uy, perdona, me he
quedado traspuesto…” Pero como le había cogido gusto, volvía a las andadas
hasta que me daba por vencido y le dejaba, pero solo hasta que empezaba a
roncar. Otras veces ocurría que la acompañante era una mujer, joven o madurita,
que, al caer en brazos de Morfeo, caía rendida en mi hombro y yo, caballeroso,
la dejaba dormir plácidamente.
En esas noches de viaje en segunda clase se establecían relaciones de lo
más variadas, aunque yo, en aquella época de juventud, era más bien tímido y de
poco hablar, pero siempre había alguien que te contaba su vida, lo mucho que le
costaba conciliar el sueño, se hartaba de darte consejos que no habías pedido
para el futuro, y todo, decía, para hacer más llevadero el viaje, hasta que te
cansabas, dabas un toquecito al viejo que tenía apoyada la cabeza en tu hombro,
y le decías que ibas a buscar el vagón cafetería para tomarte una cerveza y
fumarte un cigarro. Todo mentira, pero así te librabas un rato del plasta
orador impenitente.
A mí me costaba conciliar el sueño pero aguantaba, kilómetro más o menos,
hasta los llanos de la Mancha, Alcázar de San Juan, lugar en el que el tren
hacía una parada larga que aprovechábamos para estirar las piernas, echar un
cigarro a la intemperie, o en la cantina de la estación dónde se agolpaban los
viajeros poco previsores en busca de tabaco, agua o una chocolatina para el
niño. Cuando sonaba el pitido que avisaba de la salida, los viajeros en el
andén parecían los soldados de un ejército en desbandada, cada uno en busca de
su trinchera. Después de esa parada siempre dormía un rato, tranquilo, porque
ya mis convecinos conocían el lugar de mi destino y, en caso de quedarme
dormido, ellos me avisarían. Pero no hacía falta. Yo vivía en estado de
excitación durante todo el trayecto y hasta en sueños estaba alerta.
La siguiente parada era después de pasar Despeñaperros, Linares-Baeza,
donde el tren se dividía en dos: unos vagones irían hacía Almería y otros hacia
Granada. Las pulsaciones subían al respirar el aire de Andalucía porque cada
vez estaba más cerca de mi destino. A partir de ahí, se me hacía difícil estar
quieto en mi asiento, salía al pasillo, la mayoría de las veces lleno de gentes
que tenía el mismo mal que yo o de otros que no tenían billete con asiento y
andaban sentados en el bolso o aguantando de pie las continuas idas y venidas
de los culo-inquieto que deambulaban de un sitio para otro sin pausa.
En Moreda ya bajaba la maleta y la sacaba al pasillo, encendía un cigarro y
me dirigía hacia la puerta para ser el primero en pisar tierra accitana. Ya
soñaba despierto con el paisaje que en breves instantes divisarían mis ojos
desde el taxi que me llevaría a Purullena.
Todavía no había amanecido cuando llegaba a Guadix y en la estación algunas
personas esperaban a sus familiares. Yo los miraba, soñoliento, y les envidiaba
porque a mí me tocaba coger un taxi, no me esperaba nadie. Cuando salíamos a la
carretera de Baza, dirección Granada, y enfilábamos la cuesta abajo, el fondo
de la Catedral a la que coronaba, como una nube blanca, Sierra Nevada, me hacía
padecer un ataque de nostalgia y maldecir al destino que me llevó lejos del
primer paisaje que vieron mis ojos. A pesar de la noche casi en blanco, estaba
bien despierto, mirando para todos lados, ensimismado, contestando con
monosílabos las preguntas del taxista, mientras me acercaba a Purullena.
Cuando bajábamos la cuesta de las Angosturas y volvía a ver el Cerro de la
Virgen, tenía que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas. Había
regresado, una vez más, a mi calle Real, donde mi tía Toñica me esperaba, con
la ventana de la cocina entorná para
escuchar la llegada del coche y abrirme sin demora la puerta de su hospitalaria
casa. Después del saludo fraternal, las preguntas de rigor: “¿Cómo
se han queao tos? Bien, están todos
bien. ¿Traes mucho permiso?” “¿Has hecho bien el viaje?” Muy bien. “Pero no
habrás dormido, porque en los trenes no se puede dormir, así que, pasa, que te
tengo preparado un cafelillo caliente
y una copilla aguardiente, del de los hombres, con un rosquillo de vino, y
después te metes en la cama que está calentica,
que hace rato le he puesto la bolsa de agua caliente. Y a descansar que mañana
será otro día…” Y yo obedecía al mandato acogedor de mi querida tía, pero le
decía que me despertara antes de las once porque tenía muchas ganas de ver a mi
gente y no había tiempo que perder.
Tenía
toda una semana por delante para reencontrarme con mi paisaje y con los rostros
y las voces de mi pasado, antes de volver a tomar el tren de ida. Por el
camino, en el tren de la tarde y flotando en el aire, quedaría el viejo poema
del eterno regreso:
Ya me fui
y sin embargo
queda
la leve sombra
de mis pasos
en el aire
esperando
el regreso;
y queda
la calle vacía,
y el recuerdo
a la intemperie
de quién se fue
mucho antes
y más lejos,
donde no existe
el agua,
donde el aire
no es necesario…
Mi tren, cada 31 de diciembre, siempre llegó puntual, aunque en la estación
nunca me esperaba nadie...
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