A Alejandro Custodio
I
Dentro
de un túnel lleno de suspense, está el tren de la vida, que dicen que si pasa y
no te subes pronto, ya no vuelve a pasar jamás por delante de ti. Eso lo
descubres mucho tiempo después de que te dejara apeado en la primera estación
del desengaño. Luego, vienen otros trenes, quizá más románticos y hasta de
lujo. El tren del Cantábrico, el Oriente Espress, el Transiberiano o el
mismísimo Renfe AVE. Ninguno puede compararse con él, con el más grande. Ni siquiera
el viejo tren de madera, aquél que nos acompañó tantas noches por las vías de
nuestra infancia, consigue las mismas emociones ni retener los mismos timbres y
recuerdos. Porque ninguno tiene tanto sabor como el Tren de la Bruja; es el
tren más genuino, el único que sigue dando vueltas en nuestra memoria después
de tantos años. Gira y gira, como un “mantram”
gira el Tren de la Bruja alrededor del gesto, inocente e intrigado, de un niño
que mira de reojo el brazo fuerte de su padre. Para ese niño, el auténtico
viaje, el tren más auténtico es el Tren de la Bruja; que es como decir, el tren
de los sueños. No hay raíles más infinitos y que más lejos lleven que, las
sonrisas de tu hijo, estirándose a carcajada limpia por un brazo que intenta
quitarle la escoba a la bruja. Entonces, el tiempo se detiene en sus ojos
agradecidos por haber conseguido la gran hazaña, el gran milagro de la escoba
hecha carne y su halo de inocencia resumida en un deseo cumplido. Objeto
talismán en el que se convierte la escoba que todo lo transmuta, como si fuera
la verdadera piedra filosofal. Una vez que la coges y se la entregas, ipso facto, te conviertes en su héroe
favorito. Nadie puede hacerte sombra a su lado. Eres el no va más para tu hijo
y eso te conmueve. Tu hijo te mira con asombro y orgullo, y te agradece el
esfuerzo con un beso. Todavía no entiende mucho de fracasos, es demasiado
pequeño y lo único que importa es la escoba y el Tren de la Bruja. Todo lo
demás puede esperar, al menos, por ahora.
II
Una
nube de humo blanco
con
olor a fresa nos envuelve
y
nos ciega, nos aturde
los
sentidos y hasta la razón misma
nos
perturba. Globos de colores
en
ofrenda, como largos gusanos de seda
embriagan
nuestra voz con su helio.
Mucha
música y mucha fiesta
y
la sonrisa de tu hijo
que
vuela que salta que estalla
como
una cometa en tus hombros
o
una semilla que crece
en
la verde pradera de tu alma.
Una
vuelta y otra, y otra más
hasta
rozar el éxtasis del derviche
en
su círculo y en su danza.
Y
agarrada a la mano inocente,
el
trance de la escoba encuentra
su
apogeo, cuando se le arrebata a la bruja
y
luce victoriosa en el brazo del padre
que
la ofrece, cual Excálibur, a su hijo.
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