-¿Porque te casaste conmigo? – Preguntó
ella, con un leve temblor en los labios.
-Eras la mejor opción querida, la
mejor de todas sin lugar a dudas. – respondió él, concentrado en ajustarse el
nudo de la pajarita frente al escueto espejo del coche cama.
-Abrázame – suplicó ella.
Él se sintió molesto por la petición
de su esposa. Terminó de ajustar la prenda mientras la miraba de reojo a través
del espejo. No era la primera vez que ella le pedía algo semejante y odiaba esa
mala costumbre suya de elegir momentos inoportunos. Aquella noche la solicitud
le pareció más absurda de lo habitual, teniendo en cuenta que el camarote de
primera clase estaba atestado de maletas y que llegaban tarde al cotillón del
vagón restaurante.
La idea de contentarla arrugando
el esplendido traje de tafetán negro lo puso nervioso. No le agradaba tocarla
porque sabía que algo terminaba estropeándose en cada abrazo consentido. Sus
pensamientos se vieron asaltados por manchas de carmín en el cuello de la
camisa, rastros de polvo facial sobre su pechera o el perfume de ella impregnado
y luchando obstinadamente contra el suyo.
Una intensa sensación de enojo lo
atenazó y desvió la mirada del espejo, concentrándose en la tranquilizadora
labor de elegir calzado. Sacó varios pares de la maleta tratando de no
desordenar el contenido del pulcro baúl. Los alineó cuidadosamente sobre los
dibujos geométricos de la alfombra oriental y le dio un leve empujón a su
esposa para liberar el espacio que necesitaba. Descubrió un roce en el talón de
uno de ellos e hizo una mueca de fastidio al descartarlos, farfullando un
comentario desagradable sobre el descuidado mayordomo.
–Ayúdame a elegir botines querida
– exigió un tanto autoritario – No lo tengo claro. Estos son nuevos y me harán
daño pero los de hebilla han perdido el brillo original ¿Qué opinas?
Desgranó en voz alta posibles ventajas
e inconvenientes de las combinaciones con su atuendo y el pertinaz silencio de
ella le molestó. La buscó con la mirada y la descubrió desafiante frente a él. Estaba
demasiado cerca para su gusto y por un momento sus ojos le parecieron extraños,
pero no se detuvo lo suficiente para reparar en que su iris de ámbar estaba incandescente.
Solo tuvo ojos para el vestido
parisino, hecho un guiñapo, bajo los afilados tacones de ella.
Mil gotas de un sudor desatinado hacían
brillar la piel desnuda de su esposa bajo la luz de gas.
Estaba muy bella pero sintió
deseos de abofetearla por el descuidado trato que daba a la prenda tirada en
suelo y también por la irritante provocación estética de sus zapatos faltos de
color, pero se contuvo. Era escandalosamente tarde y la impuntualidad su peor
pesadilla.
Ella no se asombró por el reproche
agrio que se dibujó en el ceño fruncido de él. Escudriñó su mirada y lo supo más
molesto que divertido, más preocupado que excitado, mas dispuesto a salir de la
cabina que a quedarse y más decidido a evitar arañazos sobre la preciosa tela de
su vestido de noche que a infringirlos en su piel.
Esperó que sucediera algo distinto
esta vez: algo brutal o algo que al menos fuera inesperado, pero no sucedió
nada, salvo que él insistió tiránico en que se diera prisa.
Ella recuperó la calma y tomó el
vestido del suelo para enfundárselo de nuevo. Después abandonaron juntos la
cabina, pero no le siguió dos pasos por
detrás aquella vez. Tomó la dirección opuesta al coche restaurante, sintiendo
la mirada asesina del esposo clavada en su espalda.
Supo que todo estaba perdido: él jamás
perdonaría por obligarle a llegar solo y tarde a una cena de etiqueta en el
Orient Express.
…
El encargado de los vagones de
segunda fumaba en el pescante trasero. El frio le clavaba alfileres en la ruda
mano con la que sostenía un habano usurpado y lanzaba bocanadas de humo apoyado
sobre la fina barandilla que lo separaba de la estepa.
Se sentía libre y poderoso en
momentos así.
Dio la última calada y dejó caer
la colilla, que se alejó velozmente entre dos travesaños de la vía. Buscó el tirador de la puerta para regresar al
calor del tren pero vislumbró que había alguien al otro lado de la puerta. Tenía
los ojos cerrados y apoyaba las palmas de sus manos sobre el ventanuco, lanzando vaho en el cristal a intervalos
regulares. La observó curioso hasta que
ella abrió una ventana nueva dentro de la empañada y se asomó buscando la estela
de los raíles sobre la llanura blanca de Rusia.
La mujer se sobresaltó al
descubrir la silueta de un ser vivo en aquel exterior desolado.
El hombre dudó al ver aquellos
ojos imposibles ardiendo como ascuas y llamándolo, pero decidió proceder con
cautela al descubrir cierto halo de locura suicida en las pupilas dilatadas.
Valoró posibilidades de conflicto al identificarla como pasajera británica de
la primera clase y cuando ella abrió la puerta saludó respetuoso, siguiendo las
rígidas formulas habituales con los clientes del tren.
La mujer reconoció en él a un
animal bello, tosco y feroz y extendió los brazos sobre las jambas para
impedirle el paso. Lo retó echando su cabeza hacia atrás y dejando que el
viento penetrara en el pasillo, acariciándola con su mano helada al ritmo del
vaivén del tren.
El hombre se supo autorizado a
mirarla y lo apresó la zarpa de un deseo urgente por aquella mujer tan hermosa.
Estaban lejos de miradas indiscretas y se abandonó al placer de la sangre fluyendo
por sus cavernas azuladas.
Ella anheló escuchar una música compuesta
de aullidos y crujidos de seda ajironándose a empujones y mordiscos.
– Abrázame – exigió.
Compartieron el trayecto como dos
lobos esteparios que se asaltan sobre nieve caliente. Hubo nobleza en el cuerpo
de la mujer entregándose y cierta ternura en el salvaje y pausado cruel ataque
sin fin de aquel hombre.
…
Regresó al lujoso camarote con la
certeza de que un cachorro de lobo ya habitaba sus entrañas.
Pensó en la mejor manera de asesinar
a su esposo, antes de que el lograra asfixiarlos lentamente entre estanterías
atestadas de cosas y la nada.
Eligió la más sencilla y abrió
las cortinas para que la luna se colara dentro.
El esposo coleccionista volvió al
filo de la medianoche y su corazón no pudo soportar el dolor que le causaron dos
sedas de su propiedad estropeadas al mismo tiempo: los restos del vestido y la
desnudez herida del cuerpo, que él nunca había tocado, fueron el arma sutil con
la que ella le apuñaló.
Los latidos cesaron al mismo
tiempo en que el año 1930 moría en el reloj del restaurante del Orient Express.
Carmen, me ha encantado tu narración. Muy original y bien expuesta. Como no se si esto te llegará-soy neófito también en esta familia- no abundo en mi comentario.
ResponderEliminarEnhorabuena.
Saludos muy cordiales
Alfredo Asensi
Estimado Alfredo, El relato es de Julia García Navarro, es colaboradora de nuestra revista Absolem, que La Oruga azul edita mensualmente en formato electrónico. Es fabuloso, trasmitiré tu enhorabuena a la autora. Saludos.
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