Salvador se frota las manos en vano, empeñado
en alejar el frio. Intenta cubrirse más con la vieja manta que madre le remendó.
Los dientes le castañetean. En la boca aún perdura el sabor amargo y ferroso
del café que Antolín le dio al despertarle para la última guardia:
–
Arriba, zagal. Está todo en calma, pero no te duermas, eh, que tienes que
acostumbrarte.
Después
se ha metido en el chozo con los demás. “Allí se estará bien”, piensa. “Con los
rescoldos del último fuego y sin que el relente de la noche te cale”. Añora su
casa en la aldea. Sentado cerca del hogar, hundiendo la cuchara en el guiso de
madre mientras padre le cuenta historias de tierras extremeñas.
“Es
él quién tendría que estar aquí”, se dice por enésima vez. Pero sabe que de
nada sirve lamentarse. Al menos don German pudo recomponerle bien la pierna
después de la caída. Salvador aún recuerda los bisbiseos a medianoche entre los
dos:
–
No queda otra, Justa. Tiene que ir el muchacho.
–
Pero Manuel…Si apenas cumplió los ocho. Es muy niño aún.
–
Yo tenía su edad cuando marché la primera vez. Y necesitamos el jornal. Ya oíste
a don Germán. Al menos un mes para que la pierna sane. Los rebaños salen pasado
mañana. No queda otra.
Fue
triste la despedida. Madre le abrazó con los ojos hinchados y le ajustó el
morral que le quedaba grande. Padre se acercó cojeando, apoyado en un bastón:
–
No te arredres, hijo. Hazte valer con los compañeros. Ya quisiera ir yo, pero…–padre
se interrumpió, bajando la mirada.
Luego
llegó Basi. Llevaba un lazo rojo en el pelo. Estaba muy guapa. Sin decir nada le
tendió una medallita de latón de San Cristóbal. “Protege a los viajeros”,
añadió. Y se marchó corriendo.
Salvador
se limpia los ojos y suspira. “No queda otra”. Escupe a un lado para quitarse
el sabor del café. Esa noche Sabino le informó que haría la última guardia:
–
Mira, zagal. Mañana bajaremos de la sierra. No ha habido apenas alimañas estos
meses. No haría falta, pero así te vas curtiendo. ¡Qué estás muy verde! –añadió
burlón.
“Sí, no haría falta. Pero hace un
frio que pela”, piensa Salvador. A finales de octubre en las cumbres comienzan
las primeras heladas. La noche está despejada y una luna creciente proyecta luz
en la majada. Recuerda un dicho de su abuelo que repetía antes de morir: “Mira
la luna, Salvador. Es el sol de los muertos”. Empieza a tiritar. Se ha levantado
una brisa gélida. Se incorpora para desentumecer las piernas. Coge el cayado y camina
hacía el aprisco donde se guarece el ganado. Las ovejas reposan tranquilas. Los
dos perros que las guardan yacen próximos. Antolín le contó que debieron beber
“agua sucia” de algún nevero cercano y habían estado purgándose con pasto todo
el día. “No cuentes con ellos esta noche, que duerman la cagalera y mañana
estarán bien”.
Sobre
el susurro del viento oye un crujido. Escruta los piornos cercanos. Nada, no hay
nada. Comienza a roerse la uña del pulgar. “Sabino dijo que no había apenas
alimañas”, recordó. “Apenas”. Se tumba y repta hasta una zona donde los
arbustos son más densos. Levanta la cabeza y observa, recortado sobre el perfil
de la ladera, la figura del lobo.
No
es la primera vez que lo ve. Pero siempre de lejos, rondando la aldea y sin
acercarse. Ahora se aproxima. Y no está sólo. Cuatro, o quizá cinco cuerpos más,
conforman la manada. Salvador advierte lo flacos que están y se inquieta. Ha
oído historias de lobos hambrientos. Pueden ser muy agresivos. E impredecibles.
Los
lobos se acercan. Vienen a favor del viento, azuzados por el hambre. Las ovejas
empiezan a balar débilmente. Pero el chozo está lejos. El rumor del viento impedirá
a los pastores oír los balidos hasta que sea demasiado tarde.
Paralizado,
incrustado en la tierra, percibe el olor del tomillo junto a su cara. También
nota una humedad creciente en la entrepierna. Los lobos están casi en el
aprisco. El que encabeza el grupo se detiene. Salvador ve sus pupilas brillar
bajo la luna. Se estremece y nota que algo resbala de su cuello. Es la
medallita de San Cristóbal. Recuerda de nuevo la despedida. Si se queda sin
hacer nada no podrá mirar a la cara a sus padres. Ni tampoco a Basi. Sabe que
es un niño. Sabe que tiene miedo. Pero no quiere ser un cobarde.
De
un salto se levanta y comienza a agitar el cayado y a golpear las rocas
mientras grita con todas sus fuerzas:
–
¡¡El lobo!! ¡¡El lobo!! ¡¡Que viene el lobo!!
Despunta el día y alumbra las ovejas saliendo
del aprisco. De píe, Salvador contempla como el rebaño se desparrama ladera
abajo. Un manto níveo custodiado por los perros. Nota una mano en su hombro. Es
Sabino:
–
Has tenido muchos redaños esta noche, Salvador –recalca serio.
Por
detrás de ellos pasa Antolín y el resto de los hombres
–
¡Vamos, zagal! ¡No te quedes ahí como un pasmarote! –le grita Antolín.
Sabino
le mira adusto y responde:
–
Llámale Salvador. Tú y todos.
Antolín
asiente. Aprieta su cayado y continua ladera abajo.
Una voz que comienza a afinarse
entona las primeras notas y poco a poco el resto de los hombres se va uniendo
mientras el rebaño prosigue su descenso:
“Ya se van los pastores
a la Extremadura
ya se queda la sierra
triste y oscura…”
Un relato escrito con maestría
ResponderEliminarMuy buen relato. Enhorabuena
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