Verano
de 1915.
―Poneos
más juntos, que no se quede ninguno fuera de la foto. Y sonreír, que se os ve mustios.
*
Ahora
que soy viejo, no sabría decir si aquella mueca que puse pudo interpretarla
como una sonrisa aquel fotógrafo que apareció por el pueblo sin que nadie lo
llamase, y que pagó a padre unas perras gordas para fotografiarnos mientras
faenábamos con el cáñamo en el muladar de la casa. Entonces, el hombre quitó la
tapa del objetivo de la cámara, dispuesto como estaba para atrapar en las
oscuras entrañas de aquel cajón de madera, elevado sobre un trípode, un instante de nuestras vidas que habría de quedar
grabado por vida en una cartulina, pero de igual manera en nuestros corazones de,
como uno de esos recuerdos familiares que, anudados con lazos de cáñamo, bien
podríamos llevarnos a la eternidad como un preciado tesoro.
Por más que contemplé el retrato ―nos regaló
una copia que fue a parar a lo alto del aparador de la casa―, nunca supe con
certeza si me estaba aguantando las ganas de orinar, o si con el mohín que
puse, que ni de lejos se parecía a una sonrisa sincera, trataba de amortajar
para la posteridad las penurias que estábamos pasando, todo el santo día las
tripas gruñendo. Lo que sí recuerdo con nitidez es que por entonces no teníamos
motivos para sonreír. A la escuela rural asistimos lo justo para que don
Braulio nos enseñase a escribir y leer torpemente, y para que a base de
palmetazos aprendiésemos las cuatro reglas, que fuimos olvidando porque el laboreo
del campo nos impedía practicarlas. Éramos pobres de solemnidad. Nuestra
ocupación desde el alba al anochecer era trabajar como mulas. Para subsistir, yo
iba a menudo con mis hermanos mayores a recolectar cáñamo. Me encargaba de trabar
los manojos, que luego machacábamos en el corral de casa, usando una gramadora
rudimentaria que padre construyó con unos troncos de madera. Mis hermanas lavaban
el cáñamo ya machacado, tras lo cual lo ponían a secar al sereno para después
espiellarlo y sacar las mañas con las que mis hermanos pequeños y madre hilaban
en la aspadera las fibras de cáñamo, con las que hacían las madejas utilizando
la devanadera. Esa labor era rutinaria. Matábamos las horas haciendo bramante y
trenzando la fibra de cáñamo para hacer cuerdas de pita, sogas y maromas, que
padre vendía al mejor postor por la comarca, un mal negocio pues el tremendo
trabajo que hacíamos no se correspondía con las pocas perras que él sacaba,
algunas de las cuales se gastaba en vino en la taberna, alimentado su
alcoholismo y dejando vacías nuestras tripas
Aquel
retrato que nos hicimos inmortalizó la última reunión de la familia al completo.
Porque por la noche, cuando en casa solo se escuchaban ronquidos y
respiraciones profundas, Emeterio, el segundo de los varones, mi hermano predilecto,
escapó por la ventana, perdiéndose en la espesa negrura de la madrugada carente
de luna y estrellas.
―No
pienso quedarme en estas tierras que están sembradas de miseria. Mira mis
manos: están hechas misto por culpa del cáñamo. Hasta la boca me sabe a cáñamo.
Todo huele a cáñamo. Ya no aguanto más en esta casa. En marzo me voy a la
Argentina en este barco ―me enseñó una estampa―. Ahora iré a Barcelona, aunque
sea andando. Un amigo que conocí en el cuartel me ha prometido que su padre va
a conseguirme un puesto como mozo de carga; primero en el puerto y después en
las bodegas del barco; así me costearé el pasaje ―me dijo mientras preparaba el
hato―. No llores, hombre; cuando haga fortuna volveré para llevarte conmigo.
―Pero
yo me quiero ir contigo ahora.
―Ahora
no puedes. Además, y si se hunde el barco… ¿Qué pasa si se hunde el barco? Antes
tendrías que aprender a nadar, ¿no crees? Sin saber nadar… Ni hablar de venirte
conmigo. Aprovecha este tiempo para aprender a nadar.
Cierto;
yo no sabía nadar. A Emeterio le gustaba burlarse de mí cuando íbamos a
bañarnos a las cristalinas pozas del río, porque yo solo me metía hasta la
altura del ombligo; ni un milímetro más arriba.
―Venga, chiquillo, acércate y
no seas cagueta. Vamos, yo te enseño a nadar. No voy a dejar que te ahogues. ―Me decía, consiguiendo que me saliese del agua
llorando.
No
me daba miedo ahogarme. Me daba terror que las truchas me mordisqueasen. Pero
él ya no podía enseñarme a nadar. Y no hubo más fotos en familia. Porque la maldita
guerra de Marruecos ―mi hermano mayor perdió la vida en ella―, el cólera, la
gripe española y otras muchas desgracias se encargaron de que eso no volviese a
ocurrir. De Emeterio no volvimos a tener una sola noticia. Yo guardaba como oro
en paño la estampita que me regaló, con el dibujo en colores del barco en el
que se iba a enrolar rumbo a Argentina: el vapor Príncipe de Asturias. A los
pocos meses de su escapada llegaron noticias al pueblo de que aquel buque había
naufragado cerca de las costas brasileñas durante la madrugada del 5 de marzo
de 1916, tras colisionar con una barrera de arrecifes.
Nunca
mencioné a nadie que Emeterio podría ir a bordo de aquel navío que se fue a pique.
Porque yo albergaba la convicción de que mi hermano ―que sabía nadar muy bien―
volvería para llevarme con él.
Pasé mucho tiempo esperando su regreso. Imaginaba a mi hermano predilecto apareciendo por la puerta de casa, Emeterio convertido en todo un señor, vestido como un dandi. Y lo hizo algunas décadas después, ya convertido en uno de esos hombres de fortuna que fueron llamados indianos. Pero yo ya no estaba para que pudiese llevarme con él. Porque era tanta el ansia que tenía de irme con mi hermano cuando viniese a recogerme, que unos años antes me ahogué en el río tratando de aprender a nadar yo solo.
Me ha impactado tu historia, triste como la vida misma
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