Ha
llegado el momento de enfrentarme a él. Ha tenido que ser una mudanza la que me
empujara a tomar una decisión: abrirlo y comer de él o empaquetarlo junto al
resto de alimentos y abandonarlo más tiempo en una leja de una nevera distinta.
Es un bote de cristal. Contiene algo más que unos pimientos asados. Conserva en
perfecto estado el cariño de mi abuela, la Fefa, y con él las raíces de nuestra
familia enterradas en tierra yerma.
Tomo el envase y lo observo fijamente. Los
pimientos verdes y rojos permanecen expectantes. Puedo imaginarme a la Fefa levantándose
con los primeros rayos del sol para acercarse al Chorro —una extensión de
terreno con huertos rodeados por imponentes olivos— a recoger los pimientos que
tenía sembrados. Aún la escucho quejándose del calor o repitiendo que «Virgen
de los Dolores, yo ya no tengo cuerpo para ir a esos huertos». Al llegar a su
casa, intuyo, pondría a secar los pimientos hasta que finalmente sacara la
paila de hierro para asarlos en varias sesiones sin descanso. «Estos pimientos
valen una fortuna», estoy seguro que sentenció orgullosa. Terminado el proceso
de asar, se armaría de cuchillo y paciencia para retirar escrupulosamente las
pieles ligeramente tostadas. En un fuego distinto, con unos tomates, cebollas y
berenjenas, sembradas también en el Chorro, la Fefa prepararía una salsa que,
junto a los pimientos y aceite, conformaría el interior de cada uno de los
tarros de cristal. Todos los botes nadarían en una olla con agua hirviendo, garantizando
que estos permanezcan sellados a la perfección.
Después de meditarlo, me decido a abrir el bote
que me desafía. Cojo una cuchara y paladeo su intenso contenido. Su sabor me transporta
de nuevo a los brazos de la Fefa. La recuerdo cinco años atrás, cuando acudió a
la capital a someterse a sus chequeos sobre la salud de sus riñones. Una vez
atendida por el especialista, esperaba mi llegada en la puerta del hospital,
«Cucha el zagal, que ya no quiere juntas con su abuela», gritaba en tono burlón
antes de lanzarse a besarme como sólo las abuelas besan a sus nietos. Había
venido acompañada de un caja de cartón perfectamente cerrada con hilo de
palomar. «Esto es para que no pases hambre, que te estás quedando hecho un
palo», decía antes de entregármelo. Además de un par de los tarros de pimientos
en conserva, la Fefa había metido un par de tripas de salchichón, chorizo,
morcilla, relleno y queso, perfectamente liados en papel de periódico usado. La
educación de mi abuela Fefa y su generación era la de aprovechar al máximo los
pocos recursos de los que disponían. Cuando el conductor del taxi la apremiaba,
nos despedíamos y ella emprendía el viaje de regreso al pueblo.
He de reconocer que, inicialmente, era receloso
con aquel derroche de atenciones. Me había instalado en la capital, había
acabado una carrera universitaria de título pomposo y trabajaba para una buena
empresa. Ya no era un crío. Era como si aquel paquete me sugiriera que no sabía
freírme un huevo frito, que seguramente estaría sobreviviendo a base de tapas,
comida preconocida o de llamadas nocturnas para pedir comida a domicilio. Tras
comerme más de medio tarro de pimientos, echo en falta aquella tradición y
lamento no haberla valorado con la emoción que requería.
Recuerdo que estuve atiborrándome durante
semanas con los alimentos de aquel paquete. Era el último paquete. Todo era delicioso,
natural, de la tierra y de las granjas de allí, enriquecido con el mejor
suplemento alimenticio: el amor. Sólo dejé sin abrir los pimientos envasados. A
los pocos meses, un resfriado se instaló con firmeza en los pulmones gastados
de la Fefa. Las toses y las fiebres se agravaban y terminó ingresada en el
hospital más cercano. No me atreví a despedirla, a concebir que algún día se
iría para no volver nunca más, que se haría realidad su deseo de descansar
porque, como solía decir, ya lo había hecho todo en esta vida. A lo largo de
todos estos años no me atreví a dar cuenta de los pimientos de la Fefa, a
asumir que sería el último y que a partir de ese momento me alimentaría de sus
recuerdos.
Con un pedazo de pan, repelo el fondo del bote y
los restos de tomate y berenjena. He de proseguir empaquetando el resto de utensilios
y objetos de la mudanza. Limpio el bote que me dio la Fefa y lo seco. En lugar
de lanzarlo a la basura, decido guardarlo en una de las cajas que me llevaré al
nuevo hogar. Este tarro de vidrio aguardará a las nuevas cosechas para
mezclarse con el afecto que la Fefa plantó en mí.
Es muy bonito y le escribes con el amor que te dio tu querida abuela Fefa. Tus bellos recuerdos de la infancia. Guardados en un bote de conserva de pimientos.
ResponderEliminarMe ha maravillado tu relato Rafalé. Me he sumergido totalmente en el y he sido participe del paisaje y losomentoscaue relatas. Hacia tiempo que no leía algo tuyo por falta de tiempo, ahora estoy escribiendo mi segunda novela y paso pico tiempo por aquí, pero he de decirte que ha merecido la pena, este alto en el camino, ya que me ha resultado muy gratificante y reparador.Eres un narrador genuino, como siempre te digo, aunque está parte sentimental, no la conocía y me ha llegado al alma. Te felicito y te abrazo. Gracias por compartir belleza siempre 🌹
ResponderEliminarSentimiento grande y mutuo siento al leerte ❤️
ResponderEliminarEntrañable texto que me lleva a ese mágico lugar desde nos velan las abuelas. Muchas gracias
ResponderEliminarUn relato entrañable, además de pulcro, que provoca el balanceo de una lagrimilla en la orilla del párpado y la contracción del alma. Bien merecido el premio, Rafalé, me alegro mucho. Estás imparable. Ese "adelante" parece un término mágico.
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