sábado, 13 de agosto de 2022

LUNA DE PASTORES, por Alberto Rincón Verdugo.

 




Salvador se frota las manos en vano, empeñado en alejar el frio. Intenta cubrirse más con la vieja manta que madre le remendó. Los dientes le castañetean. En la boca aún perdura el sabor amargo y ferroso del café que Antolín le dio al despertarle para la última guardia:

            – Arriba, zagal. Está todo en calma, pero no te duermas, eh, que tienes que acostumbrarte.

            Después se ha metido en el chozo con los demás. “Allí se estará bien”, piensa. “Con los rescoldos del último fuego y sin que el relente de la noche te cale”. Añora su casa en la aldea. Sentado cerca del hogar, hundiendo la cuchara en el guiso de madre mientras padre le cuenta historias de tierras extremeñas.

            “Es él quién tendría que estar aquí”, se dice por enésima vez. Pero sabe que de nada sirve lamentarse. Al menos don German pudo recomponerle bien la pierna después de la caída. Salvador aún recuerda los bisbiseos a medianoche entre los dos:

            – No queda otra, Justa. Tiene que ir el muchacho.

            – Pero Manuel…Si apenas cumplió los ocho. Es muy niño aún.

            – Yo tenía su edad cuando marché la primera vez. Y necesitamos el jornal. Ya oíste a don Germán. Al menos un mes para que la pierna sane. Los rebaños salen pasado mañana. No queda otra.

            Fue triste la despedida. Madre le abrazó con los ojos hinchados y le ajustó el morral que le quedaba grande. Padre se acercó cojeando, apoyado en un bastón:

            – No te arredres, hijo. Hazte valer con los compañeros. Ya quisiera ir yo, pero…–padre se interrumpió, bajando la mirada.

            Luego llegó Basi. Llevaba un lazo rojo en el pelo. Estaba muy guapa. Sin decir nada le tendió una medallita de latón de San Cristóbal. “Protege a los viajeros”, añadió. Y se marchó corriendo.

            Salvador se limpia los ojos y suspira. “No queda otra”. Escupe a un lado para quitarse el sabor del café. Esa noche Sabino le informó que haría la última guardia:

            – Mira, zagal. Mañana bajaremos de la sierra. No ha habido apenas alimañas estos meses. No haría falta, pero así te vas curtiendo. ¡Qué estás muy verde! –añadió burlón.

            “Sí, no haría falta. Pero hace un frio que pela”, piensa Salvador. A finales de octubre en las cumbres comienzan las primeras heladas. La noche está despejada y una luna creciente proyecta luz en la majada. Recuerda un dicho de su abuelo que repetía antes de morir: “Mira la luna, Salvador. Es el sol de los muertos”. Empieza a tiritar. Se ha levantado una brisa gélida. Se incorpora para desentumecer las piernas. Coge el cayado y camina hacía el aprisco donde se guarece el ganado. Las ovejas reposan tranquilas. Los dos perros que las guardan yacen próximos. Antolín le contó que debieron beber “agua sucia” de algún nevero cercano y habían estado purgándose con pasto todo el día. “No cuentes con ellos esta noche, que duerman la cagalera y mañana estarán bien”.

            Sobre el susurro del viento oye un crujido. Escruta los piornos cercanos. Nada, no hay nada. Comienza a roerse la uña del pulgar. “Sabino dijo que no había apenas alimañas”, recordó. “Apenas”. Se tumba y repta hasta una zona donde los arbustos son más densos. Levanta la cabeza y observa, recortado sobre el perfil de la ladera, la figura del lobo.

            No es la primera vez que lo ve. Pero siempre de lejos, rondando la aldea y sin acercarse. Ahora se aproxima. Y no está sólo. Cuatro, o quizá cinco cuerpos más, conforman la manada. Salvador advierte lo flacos que están y se inquieta. Ha oído historias de lobos hambrientos. Pueden ser muy agresivos. E impredecibles.

            Los lobos se acercan. Vienen a favor del viento, azuzados por el hambre. Las ovejas empiezan a balar débilmente. Pero el chozo está lejos. El rumor del viento impedirá a los pastores oír los balidos hasta que sea demasiado tarde.

            Paralizado, incrustado en la tierra, percibe el olor del tomillo junto a su cara. También nota una humedad creciente en la entrepierna. Los lobos están casi en el aprisco. El que encabeza el grupo se detiene. Salvador ve sus pupilas brillar bajo la luna. Se estremece y nota que algo resbala de su cuello. Es la medallita de San Cristóbal. Recuerda de nuevo la despedida. Si se queda sin hacer nada no podrá mirar a la cara a sus padres. Ni tampoco a Basi. Sabe que es un niño. Sabe que tiene miedo. Pero no quiere ser un cobarde.

            De un salto se levanta y comienza a agitar el cayado y a golpear las rocas mientras grita con todas sus fuerzas:

            – ¡¡El lobo!! ¡¡El lobo!! ¡¡Que viene el lobo!!

 

Despunta el día y alumbra las ovejas saliendo del aprisco. De píe, Salvador contempla como el rebaño se desparrama ladera abajo. Un manto níveo custodiado por los perros. Nota una mano en su hombro. Es Sabino:

            – Has tenido muchos redaños esta noche, Salvador ­–recalca serio.

            Por detrás de ellos pasa Antolín y el resto de los hombres

            – ¡Vamos, zagal! ¡No te quedes ahí como un pasmarote! –le grita Antolín.

            Sabino le mira adusto y responde:

            – Llámale Salvador. Tú y todos.

            Antolín asiente. Aprieta su cayado y continua ladera abajo.

            Una voz que comienza a afinarse entona las primeras notas y poco a poco el resto de los hombres se va uniendo mientras el rebaño prosigue su descenso:

“Ya se van los pastores a la Extremadura

ya se queda la sierra triste y oscura…”

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