Como una abeja gustosa
en su panal, Manolo vivía en una pequeña cueva, ese medio que para el mundo moderno era de trogloditas,
sin embargo para él era uno de los medios más modernos de toda España. Ecológico, sustentable,
económico; donde las temperaturas se asemejaban
a lujosos hoteles de cinco estrella de Granada. Tan pictórico, que solo
un poeta y pintor como él, de su envergadura, podía apreciar la belleza −no tan subjetiva− en
un mundo narrado sin puntos ni comas, y sin colores auténticos.
Manolo, vivía allí con su esposa Clara y su
hija andaluza, Carmen. Tanto él como su mujer no eran nacidos en esas tierras
de versos rimados, sino que venían viajando hacía muchos años, buscando “Un lugar
en el mundo”, donde uno lo siente suyo,
propio, como si toda la eternidad hubiese sido el claustro de su alma. El matrimonio había nacido en Buenos Aires,
ciudad cosmopolita y de ritmo vertiginoso. Ambos, tuvieron la bendición de
poder estudiar desde los primeros años hasta los últimos del secundario en un
colegio de nivel alto, muy alto, donde no solo se estudia violín en la
asignatura de música, sino que la gente pudiente hace lo imposible para anotar
allí a sus hijos.
Clara necesitaba un cambio de aires, un
cambio de visión del mundo y España, el Sur de España era el lugar idóneo para
completar y llenar el vacío que tanto
tiempo habían buscado. Nunca entendió que debía estar tan temprano en su casa
de Buenos Aires, y aquí, en su casa de España podía llegar más tarde sin
importar esas horas que traspasaba el segundo de más de la medianoche. Carmen
disfrutaba contando estrellas y sin contar, siempre se llevaba un puñado en su
sombrero de paja para colocarlas en el techo violeta de su dormitorio.
Todos tenían una gran afición. Contar
mentiras sin que nadie se diera cuenta que eran grandes verdades de la vida.
Manolo, siempre decía que el tiempo no existe, mientras miraba cada cinco
minutos su reloj de pulsera de oro. Clara, cortaba en trozo muy grande la
tarta, mientras decía que había que saborear la vida en sorbitos y Carmen
contaba estrellas del cielo mientras dibujaba en su cuerpo estrellas y
caballitos de mar.
Todo parece ser sacado de un cuento y siendo
verdad tanto relato, Manolo, Clara y Carmen se escribían varias cartas donde
las letras volaban por el zaguán, rebotaban en la chimenea y se colocaba en la fuente
central junto a las frutas que decoraban el hogar. Letras que brotaban cada
mañana al leer en la cama una historia sin igual. Un perro se mordía la cola y
el otro le lambia la herida. Un gato se soltaba el pelo, mientras el otro se
comía la sardina para merendar. Una guitarra bailaba una sevillana, mientras
una gitana mordía un clavel al caminar. Un sombrero se soltaba el pelo,
mientras el otro se colocaba en la calva de Manolo para evitar el daño del sol y un pañuelo se sonaba
los mocos, mientras el otro se jartaba de exprimir el llanto de la risa fácil
al escribir tantas cartas de mentiras que al final era la misma verdad de una
vida de fantasía que vivían componiendo metáforas para poder respirar.
Un ciempiés con cien muletas caminando por
la espalda del burro de Clara, que de tanto comer manzanas se convirtió en
Blanca nieves y los enanitos emigraron al mundo de la bruja blanca. Un carro de
calabazas que los ratoncitos convirtieron en estufa para ser prendida sin leña,
ni lumbre que calentara esos cubitos de agua que se derramaban del grifo de la
cocina. Una jarra de leche, que se vendió por una docena de huevos, éstos por
dos conejos y éstos por dos liebres que se escaparon por el campo al anochecer. Miles de palabras sin llegar a mil,
es este cuento que en forma de relato nos cuentan el hecho de las metáforas que
Manolo, Clara y Carmen dieron a la vida para darle picante, sabiduría y el arte
que muchos de ustedes deben entender.
No es cuestión de verdades o mentiras, es
cuestión de ver y entender que la vida es una sonrisa, un juego que se puede
escribir en un papel.
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