La calima de las
últimas jornadas hacía que el campo oliera a vegetación seca, pero la lluvia
caída hoy, poco después del amanecer, aún se evapora, ascendiendo hacia la
atmósfera e impregnando al monte de un profundo olor a verde intenso. El aparente
movimiento con el que los arbustos que salpican la ladera se acercan y me
rodean, acosándome, intensifica los aromas. Si las hojas pudieran oler,
captarían el tufo de mi sudoración torrencial, que el sol, ahora en su
mediodía, seca en mi ropa en cuanto paro un momento.
Vigilo; ahora el
terreno que piso, mientras desciendo por la abrupta pendiente con pasos
inciertos; ahora el fondo del valle, esperando vislumbrar de una vez la línea
de asfalto que ha de alejarme de este infierno en las alturas. A veces, creo
oír crujidos a mi espalda e imagino a las rocas que he dejado atrás, las mismas
sobre las que me he apoyado para darme un respiro, arrancando los basamentos
que las unen eternamente a la montaña y rodando hacia mí. En cuanto giro la
cabeza y poso mis ojos sobre ellas, se detienen. Cuando miro de nuevo al valle
el bosque bajo el que se esconde mi camino a casa parece más lejano.
Hago un alto y
miro alrededor, a una lejanía que se antoja infinita, aferrado a la esperanza
de encontrar alguna novedad en este entorno ardiente. Cada vez que he variado
el rumbo me he asomado a un abismo. Los únicos vestigios humanos que puedo
divisar son dos núcleos de población pequeños y blancos. Situados en puntos
opuestos de la rosa de los vientos, se acurrucan entre los montes circundantes,
rodeados de una bruma brillante que los derrite.
El calor intenso
eleva, desde los intersticios de terreno que dejan libres las piedras, un vapor
seco, sofocante, que huele a alacranes y lombrices de tierra. En cada grieta,
bajo cada piedra, imagino los ojos de las bestias. Cientos de pupilas
verticales, que observan mis movimientos torpes e inseguros. Intento no pensar
que, tras el ocaso, emergerán de las oquedades que ahora las albergan,
acrecentadas en tamaño, desatados sus apetitos y sus malas intenciones. El
canto de miles de cigarras reverbera en mi cabeza sin descanso, deformando mis
oídos, donde ahora es el tic-tac de un gigantesco reloj en el que, en lugar de
avanzar las horas, se reprodujera una cuenta atrás.
A falta de
árboles, tan distantes, busco en el cielo alguna nube a la que implorarle que
oculte al sol, pero, como un rebaño de ovejas a la espera de ser esquiladas,
están todas al otro lado del firmamento, congregadas alrededor de la cima más
alta y remota. De vez en cuando, una corriente de aire, tibia y exigua,
desciende la ladera y apenas refresca mi espalda, silbando en mis oídos,
suavemente, como si el vértice pétreo que abandoné hace ya tanto susurrara por
mi regreso.
Sin tiempo ni
entidad para producir siquiera el más mínimo alivio, las últimas gotas de la
cantimplora se evaporaron en cuanto tocaron mi lengua. Sacudo el recipiente
sobre la boca abierta, pero su interior ya se ha secado. De repente, un
relámpago rasga el cielo, súbitamente oscurecido. Las nubes que rendían
pleitesía a la montaña más alta están ahora sobre mí. Tras un estruendo,
comienza a llover. Los arbustos y las rocas retroceden, las bestias del campo
se escabullen. En medio del éxtasis, un torrente me arrastra colina abajo y,
considerado, me abandona al borde del camino. Con la urgencia de quien retorna
de la peor pesadilla, abro mis ojos.
Bajo el sol que
nunca se fue, unas sombras negras, aladas, aceleran su giro, conforme mi
aliento decae y mi sangre se espesa.
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