La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

sábado, 14 de agosto de 2021

UN HUERTO EN UN BANCAL, por Cristina Cifuentes Bayo

 



El sonido de los cascos de la mula rompía el silencio de la mañana. Enseguida escuchaba la puerta y la voz del padre. Se levantaba y, aún con la boca llena de pan con mermelada, la niña Yolanda pedía:

—Madre, ¿me puedo ir con el padre?

Unos brazos fuertes la aupaban hasta la silla y tomaban el camino de los huertos. El padre guiaba del ronzal a la caballería, los pequeños ojos tan azules brillando en su rostro de tierra reseca, oscuro y agrietado como las manos. Al llegar al hortal, bajaba a la niña, las banastas y la azada, y decía:

—Lo primero el tomate, pa ponelo a la fresca antes que le de el sol. Y no lo apretes o lo espachurrarás. —Su palma enorme y callosa envolvía con suavidad un tomate maduro, retorciéndolo para separarlo del tallo con delicadeza, enseñándole—: Y déjalo en la cesta sin golpealo.

Se iba a levantar la tajadera, para que el agua fuese inundando los regachos, y a quitar malas yerbas con la azada. Volvía, miraba la cesta medio llena:

—No la cargues más. Ahora ves llenando la otra de judía verde.

El aroma dulce de las tomateras y el más fresco de la judía verde embriagaban a la niña. Le gustaban las matas trepando por el enrame de cañas finas, las tres puntas atadas con alambre un poco por encima de su cabeza. El sol subía y humedecía de sudor el nacimiento del pelo entre las trenzas.

—¡Padre! —Volvía la cabeza y lo buscaba con la mirada.

Lo veía pasar hacia la mula, a echar un par de melones de piel de sapo en uno de los serones. La mula movía las orejas y la cola para espantarse las moscas.

—Ya está lleno el capazo.

—Tráelo p’acá.

Al quitarse la boina, se dejaba ver el pelo aún negro y una franja de frente blanca. Sacaba la navaja, elegía y partía por la mitad el tomate más grande y maduro. La carne rosada se abría en cavidades llenas de jugo y pepitas doradas. La niña Yolanda lo cogía con ambas manos y lo mordía con los ojos cerrados, anticipándose el olfato al gusto del fruto. El jugo le escurría por la barbilla y las manos y sentía que nunca había comido un tomate tan rico.

Luego el padre se echaba un trago de la bota y se incorporaba.

—Quédate ahí —pero sonaba «ai»—, a la sombra, que ya apreta el calor.

Iba, con la dalla al hombro y un cesto, hasta los frutales.

Yolanda se tumbaba en el ribazo de la acequia para lavarse. Se entretenía un rato intentando cazar renacuajos. Luego oía la voz del hombre:

—¿Vamos pues?

—¿No me subes?

—Con el calor te comerán los tabanos.

Tábanos —corregía la niña Yolanda.

Los tábanos se posaban en las ancas de la mula, que se azotaba con el rabo. El padre vaciaba en el otro serón las alforjas, que traía con calabacines, pepinos, pimientos y berenjenas; ataba las canastas y el cesto de fruta y se ponían de vuelta hacia el pueblo.

Sin sentir el calor, la niña se adelantaba corriendo, se subía al murete de un bancal con perales:

—Baja de ahí —quería decir el hombre, pero sonaba: «¡Aiva dai!». La niña veía un animal esconderse entre las piedras.

¿La has visto, padre? ¿Qué era?

—Sería una rata o un conejo.

—Sé lo que es una rata y un conejo, y no era.

—¿Cómo era pues?

—Más larga, con las orejas pequeñas y las patitas cortas.

Pos será una paniquesa. Quédate ai y mira p’acá.

El padre se subía al bancal y metía un palo por un agujero. La comadreja salía por donde había entrado y cruzaba el camino para esconderse entre unos haces de leña.

—Era una paniquesa, ¿la has visto? —Bajaba con una pera de agua, la pelaba con la navaja y le iba dando trozos a la niña Yolanda.

 

Yolanda, en un gesto de agobio, se sopla el flequillo mientras calienta la comida. El trabajo, el tráfico, el calor. Como le queda un rato, saca de la nevera una bandeja de porexpán con seis tomates idénticos, todo envuelto en film transparente, y trocea un par para ensalada. De pronto se siente muy cansada. Recuerda a padre, a madre, aquella inocencia. Y aquel tomate, el más sabroso de su vida. Vuelve a mirar éstos y siente el desasosiego de no saber cuándo todo comenzó a cambiar, a perderse, de forma irremediable.

2 comentarios:

  1. Maravilloso el recuerdo de un tiempo que, sin duda, fue mejor. Enhorabuena por transportarnos allí.

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  2. Me has trasladado a mi niñez, a mi infancia con mi abuelo paterno y su huerto... Acequia, tomate, calor, verano...
    Un fuerte abrazo

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