Manolito vendía frutas
invisibles. Las recolectaba por las mañanas en el huerto imaginario de su casa
y las disponía en un canasto de pleita donde mostraba a sus vecinos las mejores
brevas de mayo, los más dulces higos de agosto, las doradas ciruelas de San
Antonio o las castañas de octubre.
Para los más exigentes siempre tenía las
uvas de abril, los melocotones de febrero, o cerezas en noviembre.
La buena gente del pueblo le
seguía el juego y fingía comprar las exquisitas cosechas que maduraban en la imaginación
del muchacho con una moneda tan irreal como sus brevas.
Después volvía a casa con el
canasto vacío y los bolsillos, también vacíos, rebosantes de dinero ficticio.
—¿Hay pan para comer? —preguntaba.
—Lo que ganas no es
suficiente para comprar una hogaza —respondía su madre con el tono de quien
extraña a un marido ausente desde que empezó la guerra.
—¿Pero no has visto mis monedas? —decía
con cara de contento.
La mujer, sin encontrar palabras, explicó
con lágrimas a su hijo autista que aquel dinero no valía para comprar pan, pero
que no desesperara.
—Tal vez mañana suceda un milagro —le
susurraba con amor.
Y quiso Dios que el milagro sucediera.
Una mozuela pizpireta y alocada le abordó a
la hora tercia cerca de la plaza de abastos, con un tono burlón le lanzó un
reto:
—Manolito, quiero la fruta del amor.
—¿Qué fruta es esa?
—La granada, “tonto” —Le espetó con sorna
cruel aquella niñatadesconocida que se alejaba regocijándose en la burla y en
la ignorancia del tonto del pueblo.
El muchacho advirtió en esos
momentos que el milagro del pan quizá se produjera si hermanaba sus frutas con
los dones de Dios. De este modo. vendería dos artículos por el precio de uno,
tendría más clientes, obtendría más ganancias y por fin entregaría a su madre el
dinero que valía para comprar pan.
Llamó “inmortales” a los
melocotones, “sinceridad” al limón, “fertilidad” a las cerezas, “bondad” a las
brevas, “honestas” a las castañas, “esperanza” a las ciruelas, “energía” a las
bananas, “maternidad” a las uvas, “entereza” al melón, “prosperidad” a la sandía,
“virginidad” a las naranjas, “salud” a la manzana…
En adelante mostraría a sus
vecinos un canasto rebosante con las frutas mágicas de Dios.
En el pueblo obviaron la nueva una ocurrencia de Manolito mientras
se repetía el mismo ritual de vender frutas invisibles a cambio de una moneda imaginaria.
María, sin embargo; la señora del alcalde pagó un céntimo de cobre, real y
reluciente, por una manzana de salud. La mujer simuló comer, y mientras comía el
puñado de aire que el muchacho le entregaba, sintió como si la juventud quisiera
acomodarse de nuevo en sus viejos huesos.
—¿Quién te dio la moneda reluciente? —le
preguntó su madre al verla brillar entre las invisibles.
—La señora alcaldesa, me compró una
manzana de salud.
Aquella madre abnegada corrió a comprar
una hogaza de pan blanco para comerlo con unas hojas de borraja cocidas.
Blanca como la miga, resplandecía la cara
de Manolito que comía a bocaditos pequeños aquel manjar para que no se acabara
nunca. Hasta las hierbas sabían exquisitas.
No había despertado la hora prima cuando
la ilusión alumbró otro día. En un huerto imaginario, un hortelano real simulaba
recolectar fresas y arándanos, regaba higueras, manzanos, melocotoneros,
vides…, confeccionaba surcos perfectos para nuevas siembras, dividía el terreno
en pequeñas parcelas para diversificar cultivos, abonaba y permanecía alerta
todo el año ante plagas, enfermedades o ladrones; y siempre con la zozobra que
infundía el mal carácter de la madre naturaleza.
Apoyado en una silla de enea, un canasto
de pleita vacío rebosaba de frutos y dones que la tierra y la providencia
regalan.
Con la mañana aún sin
despabilar Manolito desemboca en la plaza. Nadie miraba la mercancía que
insistía en mostrar. Le miraban a él.
—¡Buenos días, hijo! —exclamó María con el
mayor cariño y tomó la etérea manzana de la salud.
El señor cura, enfermo de
cáncer, extrajo un anaranjado melocotón inmortal. Doña Asunción, la esposa del
señor maestro, agarró dos racimos de uvas, pues deseaba alumbrar gemelos. Todos
los vecinos compraron y pagaron un don, un deseo o un milagro, según cada cual
quiso llamarlo, con una moneda real y reluciente.
El muchacho llegó a casa más tarde de lo
habitual, los céntimos se le escurrían de los bolsillos. La madre preguntó si los
había robado, pero él respondió que se había repetido el milagro del pan. La
mujer, entonces, con el gesto de quien extraña a un marido desaparecido desde
que terminó la guerra, depositó en las manos del hijo una alianza de oro y
extrajo del canasto las últimas ciruelas de San Antonio.
Me parece un texto muy original y al mismo tiempo humano. La inocencia de un niño y la buena voluntad de la madre con un consejo formidable para los tiempos que corren.
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