Llegamos sin nada más que el enamoramiento de emprender la vida a nuestra manera, de perseguir un sueño del que nos habíamos adueñado.
Creamos la ilusión con tanta fuerza, que desde la distancia nos llegaron voces, invitándonos a renovar la tierra herida de su finca.
Cambiamos los libros, el ritmo ajetreado de las horas y las calles atestadas, por los campos y los cantos de jilgueros traviesos, y por el silencio cauto de los atardeceres rojizos. Y la calma. Y la unión con la vida.
La señora de la finca amaba la tierra, aunque por su posición jamás le hubiera sido permitido disfrutarla con los pies descalzos mientras recogía sandías, melones o alguna lechuga.
El señor, amable, integronos acogió desde un lugar más apartado, respetando la jerarquía del clan en esta nueva hazaña.
Los hijos mayores ya vitales, abiertos, ocupados en sus quehaceres e ilusionados de haber hallado dos jóvenes con ansias de barro, de olor a hierba, de ganas de nutrirse de la nutrida tierra y, por ende, de mantener el brillo y devolver la vida a la finca familiar.
El bisabuelo materno habiendo sido juez de la zona pudo comprar la finca a buen precio. La hacienda se había usado durante la guerra como cobijo para los soldados cansados y heridos.
El bisabuelo puso todo su empeño en mantener cada preciosidad, cada rincón, cada estructura, cada piedra del camino. Incluso la ermita que estaba gobernando las casas de la finca estaba pulcramente conservada.
Así empezamos nuestra aventura, unas Navidades de principios de este siglo, Agradecidos del nuevo destino que empezábamos a trazar, amando cada paso que hacíamos. Descalzos, serenos, abiertos; en comunión con la tierra, el cielo y los múltiples ciclos que se sobreponen y enriquecen recíprocamente.
Empezamos por limpiar la casa, los corrales y preparar la tierra para la siembra. Dejamos un pedazo de tierra que era un cudrial sin labrar, esperando cubrir las tierras de cultivo primero.
Pasamos el antiguo tractorcillo y la azada; dibujamos hermosos y sinuosos caballones, y los nuevos bancales trazaron un micro paisaje fantástico. Hablamos con la tierra, contándoles nuestras ilusiones y aprendizajes y preguntando los pasos que debíamos seguir.
Con esmero y paciencia quitamos el peso del descuido del tiempo. Y nos adueñamos de los caminos de naranjos, los surcos insistentes en los márgenes, la tierra desterronada…
Qué gozada poder recuperar esa tierra, devolverle su pulcritud polvorienta; amarla con el agua con que rociábamos cada mañana hasta que recuperó su textura; esponjosa, amable, gratificada y complaciente.
La abonamos con cáscaras de huevos, de bananas, hojas caídas, poso de café, triturado de desusado, estiércol, un mantillo de hojas secas y también con neem y canciones.
Y al poco estaba preciosa, radiante, dispuesta a darnos el fruto de todo aquello que sembráramos. Y más. Y más aún. Nos dio el fruto de todo aquello que necesitamos para avanzar.
Las líneas de tierra se intercalaban entre lechugas, pimientos y tomates. Zanahorias y calabacines, berenjenas, remolachas y demás. Todo cubierto de paja dorada, para no dañar la tierra los días de demasiado sol y mantenerla fresquita durante semanas.
Vimos crecer cada semilla. Recorrimos los caminos de naranjos y mandarinos. Alimentando nuestra sed, abrazando sus retorcidas y envejecidas ramas.
Y cogimos higos y manzanas. Peras y palosantos. Nísperos que a inicios de primavera ya empezaban a madurar y pintar de naranja los verdes árboles, y también laurel durante todo el año. Estaba repleto de cerezos abundantes y rojizos, de albaricoques rechonchitos… No sé ya que más metimos en el buche, pero el placer de la boca era tan grande como el placer del corazón. Todo había retomado su forma, su estado, su ritmo.
Aprendimos que la vida va más allá del control y aunque desmenuzamos la tierra y arrancamos las tenaces hierbas como la grama, los jaramagos, lenguazas, zapaticos… también descubrimos que su lugar tiene un sentido propio, una importancia infinita, des de los hermosos colores de las nazarenas, a la protección del propio huerto o al consumo de las borrajas, verdolagas, achicorias silvestres, ortigas o capuchinas.
Dejamos las gallinas libres de la madrugada al atardecer. El perro se las miraba con cara extrañada, y las olía a pesar de su majestuosidad.
Al atardecer era el can quién arrimaba a la despistada que no había entrado a buen recaudo. Para que espabilara.
Cerrábamos la puerta del gallinero, sabiendo que les dábamos paz. Pero la vida del campo es generosa para todos y las martas cenaron varias gallinas. Mas tarde alguna rapaz, quien sabe si un gavilán o un aguilucho, desayunaron a las más despistadas. Al poco tiempo quedaron un puñado, pero ni la mitad sobrevivieron.
Entonces llegaron las leyes amenazantes. Mal año para las aves. Eso sí, el vecino contento porque tuvo cocido de gallina para dos años. Y nuestro jardín enmudeció un poco.
El tiempo acaecía y aprendimos a vivir cíclicamente.
Sembramos y cosechamos, andamos, rezamos, cantamos y, muchos críos se acercaron a descubrir la vida. Se permitieron respetar y amar la tierra, reposar en ella y jugar entre las coles. Aprendieron lo que no tienen en la urbe, y pudieron disfrutar tocando, cada hoja, cada raíz, cada flor, cada fruto que degustamos entre risas y llantos.
A los pocos años, al llegar otra Navidad, el viento nos llevó al oeste. Poco a poco nos pusimos zapatos, dejamos de cantar a la tierra, escogimos las frutas del mercado y nos convertimos en foráneos del campo y el monte.
Y fuimos olvidando la libertad de esos años. El gozo de las mañanas frescas, de las calurosas tardes de verano, del olor a menta. De los pies descalzos, de los rezos calmos.
Pasaron más Navidades y más allá de la nostalgia regresó el deseo de corazón. Y hoy ya de vuelta, buscamos cobijo en otra tierra que quiera ser amada.
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