AYER
Yo tenía solo doce años
cuando mis padres emigraron a Suiza a trabajar para luego empezar una nueva
vida. De modo que con mi hermano pequeño, dos años más joven, permanecimos bajo
la tutela de los abuelos maternos mientras estudiábamos en un internado. Algunos
fines de semana y las vacaciones escolares, las pasábamos en la finca de los
abuelos, quienes nos criaron como unos segundos padres. Eran agricultores. El
huerto era un pedazo de tierra que rezumaba calor y vida por los cuatro costados.
A principios de los setenta, yo era un chiquillo espigado que durante los meses
de verano, solía ir vestido con camiseta, taparrabos y unas alpargatas. Un
zagal esbelto y vivaracho, ávido de aventuras, que se veía capaz de afrontar
cualquier reto. Allí la rutina académica se desvanecía como por ensalmo, puesto
que podía explorar, correr, cazar, imaginar, soñar... bajo la custodia de los
abuelos, personas sencillas, pero de un corazón tan grande como nunca he
conocido a nadie.
De hecho a mí me gustaba
quedarme con ellos, dado que en el huerto gozaba de libertad absoluta: me subía
a los cerezos o nísperos hasta hartarme de fruta madura, abría el corral de las
gallinas para que salieran a picotear los caracoles que corrían por doquier, me
bañaba en la balsa tratando de cazar ranas y renacuajos, mordisqueaba con avidez
alguna mazorca de maíz asada o untaba pan en el chocolate a la taza que la
abuela preparaba todos los domingos. Cuando era pequeño, ella solía decirque
estaba hecho un diablillo, al contrario de mi hermano, que era un buen chaval. Pese
a ser algo travieso, nunca di motivos suficientes para recibir una zurra,
aunque a veces mis barrabasadas sacaban de quicio a la pobre abuela, quien sin
mucha convicción me perseguía con lo que tuviera más a mano como una escoba y,
en cierta ocasión, incluso con un chorizo.
La granja poseía una
masía, un vetusto caserón de dos plantas. Abajo estaba el cuarto de los
abuelos, el nuestro y el comedor. Arriba la buhardilla y la azotea del parral
que servía de conejera. Adosado tenía el establo del mulo con el pajar encima y
un garaje donde guardábamos los aperos del campo, las bicicletas y la mobilette del abuelo. Algo más apartado
estaba el cobertizo, que servía de abrigo al carro, un corral de cerdos y el
gallinero. Cabe decir que lamasía carecía de baño olavabo, sino que por las
mañanas nos aseábamos en un barreño y las otras necesidades teníamos que
hacerlas en una letrina al aire libre y de uso comunitario excavada junto a un
olivo cercano.
La finca constaba de un
par de hectáreas divididas en cinco parcelas. Tres dedicadas al cultivo de huerta,
la cuarta plantada de naranjos y la última de árboles de secano, conun par de
docenas de almendros, algarrobos y olivos. Apenas existía un palmo del terreno
desaprovechado. Todo estaba calculado con exacta perfección por aquella pareja
de avezados campesinos. ¡Ay, los abuelos! ¿Qué decir de ellos? Eran una pareja
hecha de otra pasta. Nunca se cansaban y nunca discutían. Trabajaban de sol a
sol, es decir, del amanecer hasta el ocaso. El abuelo era un campesino rudo y
bragado. Con él poca broma, pues era un hombre parco en palabras y muy trabajador.
Vivía ligado al huerto, excepto los domingos por la tarde. Entonces se acicalaba
y salía con su mobilette a tomar una
copa en una taberna de la costa mientras charlaba con los colegas de los alrededores.
Un protocolo que seguía con regularidad. Eran distintos, pero estaban hechos el
uno para el otro. Como almas gemelas bien avenidas o las dos caras de una misma moneda. Pocos
años después, mi hermano y yo abandonamos el campo por cuestiones laborales.
Nuestros oficios nos alejaron definitivamente de allí.
HOY
A medida que me hacía
mayor, trabajé duro para entrar en la universidad y cursar magisterio. Quería
dedicarme a la docencia. Una tarea nada fácil porque hay que enseñar a una
panda de críos con más o menos ganas de aprender. Lidiar con alumnos resulta
una labor ardua y harto complicada. Al acabar cada curso académico estaba agotado.
Hoy estoy jubilado tras dedicar media vida a la enseñanza. Es cierto que poseo las características manchas
de la vejez en las manos y lapsus de memoria. Pero también dispongo de todo el
tiempo del mundo, por eso en ocasiones me gusta acudir al huerto, porque me
siento transportado al pasado. Hoy los hierbajos han invadido el camino de
tierra, haciendo desaparecer todo rastro de paso. Observo con pesar la triste
imagen que ofrece. A continuación, deambulo por allí maquinalmente dejando que
mi mente vague entre los recuerdos de antaño.
Al comprobar el estado ruinoso
de la masía, se me cae el alma a los pies. La pintura blanca está
descascarillada y repleta de grietas. Los ladrillos de arcilla de las paredes
se desmenuzan paulatinamente. Los pilares erosionados del parral resisten milagrosamente.
No aguantarán mucho más. No me atrevo a entrar porque la vivienda sufre los
estragos del tiempo. No hay luz. Hace tiempo que la hicimos desconectar de la
red. De hecho, al huerto nunca llegó el progreso. Tampoco lo necesitaban. Quizás
un día no muy lejano, la casase desmorone como un castillo de naipes y se desvanecerá
el último recuerdo de la familia.
Mi corazón está repleto
de tragedias. La muerte de los abuelos, de los padres... Percibo la humedad de
las lágrimas que empañan mis mejillas, sin embargo, las lágrimas no detienen el
paso del tiempo. ¿Qué le vamos a hacer? Este huerto me ha visto crecer y yo lo
contemplo boquiabierto, como si quisiera despertar viejos
fantasmas para escuchar emocionado las voces ancestrales que pudieran
trascender. Desgraciadamente no tengo el don de invocar a los difuntos. Ojalá
pudiera reavivar la presencia de esos seres queridos, aunque solo fueran unos
minutos. Les daría un fuerte abrazo y les cubriría de besos. Vanas ilusiones...
Pero la primavera siempre es bienvenida.
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