Estaba lloviendo a cántaros. Hacía varios días que no paraba. Soledad se
había habituado tanto a la lluvia, que le pareció como una cortina mansa, sólo
inquieta por el bambolear del viento que se colara a través de la rendija fina
y profunda del horizonte.
Abrió el libro en soledad, ‘Mazurca para dos muertos’. En la soledad
de una tarde más, de otra tarde más. Volvió su mirada hacia el mundo que se
mostraba al otro lado de la vidriera, que dejaba penetrar la tímida luz que
alumbraba su lectura, y advirtió para sí: “«Llueve mansamente y sin parar,
llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como toda la vida»… Sí, como
esa vida silenciosa que he dejado escapar tras los cristales empapados del
ventanal”.
Como gotas de lluvia sobre la superficie resbaladiza del cristal, se le han
ido escurriendo los años, uno tras otro, entre los dedos, y ahora, en plena
senectud, en su sempiterno silencio, observa sobre el ventanal chorreado el
vago y lento transcurso de su vida como si una de esas modernas y planas
pantallas de plasma fuese. Tiene todo el tiempo del mundo, pero sabe que su
tiempo es escaso. El tiempo es relativo, tanto como la felicidad, ésa que desde
niña ha soñado, más despierta que dormida, y que se disipaba como el agua del
cristal en una mañana de sol.
“Una vida por otra”, no hubo palabras, pero sí una sentencia perenne en la
mirada de su padre, que iba minándola como los bacilos un pulmón enfermo,
haciendo conciencia de pequeña asesina por provocar su alumbramiento el cadáver
de su madre. Y así se condenó a la larga pena del vivir para el padre, y, tras
enterrar lo que fue verdugo, veía en el cristal los años huidos que preludiaban
un futuro tan vacío como ellos fueron.
Siguió en silencio, también para sí, y siquiera se dijo adiós cuando pendió
su vida, mirada infinita, perdida hacia la lluvia, estaba lloviendo a cántaros,
colgada de la viga del salón.
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