Estaba lloviendo a cántaros sobre el
vientre de aquella tierra nueva. Pertinaz,
la lluvia horadaba el firme y desgajaba las piedras que, como gajos de naranja,
se desprendían para dejar paso a un pozo de ausencias. Sin piedad, un cielo “anunciador” de nuevas
plagas y tormentas alentaba a Caronte a remar con coraje y, aquella barca,
sobre el río que había hilado la lluvia, llegó a la orilla por donde –indefensa-
se escapaba la vida.
Fue entonces cuando me di cuenta, de que en ocasiones cuento cosas
que no sucederían nunca. Si no fuera porque en la inconsciencia de ese valle
amargo en el que flota tu perseverancia y mi desdicha, la rosa temprana que a
veces te hace despertar, se diluye entre líneas de fango que, entremezcladas
con los apuntes de aquella historia que no pudimos vivir, forman parte de la
idiosincrasia de ese pueblo entretejido a golpes de martillo y soledad.
Habitamos y desfallecemos en nosotros.
Como las amapolas,
como el zángano ante su reina.
Y yo, me convierto en estatua de sal
para que el agua me arrastre hacia el centro de la existencia.
Muchas gracias por la publicación.
ResponderEliminarUn abrazo.
Bellisimo.
ResponderEliminarAgradecida por esta oportunidad. Un abrazo.
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