Estaba lloviendo
a cántaros cuando entré en el edificio. Sombra de mi sombra, abrí el portal con
una llave arcaica. Después del portazo no hubo nada más que sinfonías de
aguacero, truenos y relámpagos y rayos en zigzag. Resbalé por el pasillo cual
fideo en una sopa japonesa. Pulsé un interruptor. No iba la luz. Tenté los
muros en tinieblas. Los crepúsculos, a esas alturas de noviembre, eran
membranas de murciélago. Y llegué al baño y tropecé con el bidé. Me bajé los
pantalones empapados. Tuve la precaución de sentarme en la taza para no
salpicar. Luego pensé en lo absurdo de esta acción. Calado hasta los huesos, el
parqué sería un arroyo. Pensé en ducharme, pero eso sería llover sobre mojado.
Además, podía resbalar en la bañera. Mejor sacar una toalla. ¿En qué cajón
estaban? Bajo el lavabo, sí. Metí la mano en el susodicho cajón con el temor de
hallar un monstruo dentro. Pero no. Sólo la toalla de rizo. Total, me desnudé y
sequé de la cabeza a los pies. Luego, ataviado sólo con los calcetines (inmunes
a la lluvia, permanecían secos), palpé de nuevo hasta encontrar mi habitación,
la cama y el pijama de entretiempo.
Crucé el pasillo
en dirección a la cocina.
En la ventana y
el techo seguía oyendo la insistencia de la lluvia. Tronó brusca, cascadamente,
como en los filmes de terror de los cuarenta. Me acongojé un poco. Y hurgué de
nuevo en los cajones, situado en la alacena. Busqué una vela, un cirio, una
cajita de cerillas, pero, a la vista del hallazgo, me decanté por la linterna
con las pilas muy mermadas. Algo es algo. Al fin se hizo la luz, aunque
bastante mortecina. Más confortado (pantuflas, pijama y luminaria), eché mano a
la nevera. Cené poco y vegano: leche de avena, manzana verde doncella y nueces
de Nerpio (paraíso albaceteño de nogales centenarios).
Me lavé los
dientes con pasta especial para encías. Tiré de hilo dental entre incisivos,
donde quedaba alguna traza a fruto seco. Volví a mi habitación. La lluvia
perdía fuerza en los cristales y en el patio con plantones de geranios. En la
noche, cuando el mundo se reduce al redondel de luz linternil, pensé que ya era
hora de acostarse.
Cesó la
chaparrada y el silencio se adueñó del mobiliario.
Tanto mejor para
dormir.
Me eché una
manta por encima, la de cuadros, esa que rasca. Cerré los ojos o los párpados.
Y entonces, de
súbito, creí oír una voz.
«Qué va a haber
una voz», me dije en voz bajita.
Y me giré sobre
la almohada.
Pero, al cabo de
unos segundos, creí oír una voz.
«Anda, vuélvete
a dormir. Que no joder, que oigo una voz», monologué.
Presté oídos al
sonido, los dos. ¡Hostia, que sí! ¡Que hay una voz!
Era como un
susurro… y provenía del armario.
Me acojoné
pensando en un cuento de Stephen King que había leído tiempo atrás. Se titulaba
El coco. Un coco oculto en un
armario, un coco de verdad.
«¡Me cagüen la
puta!», blasfemé para azuzarme frente al miedo.
En el cuento de
King, una niña se acerca al armario de marras. No quise ser menos, e hice lo
mismo. Bien es cierto que me podía, además del canguelo, una curiosidad
morbosa. Sí. La vocecilla venía del armario, muy tenue, como un discurso
ininteligible.
Tenía los
nervios de punta. La tensión disparada. «¡Abre ya, coño!», me espoleé.
Total que abrí.
Podría adornar la narración y escribir que hubo un relámpago con trueno, un
grito helado, el rostro del muñeco diabólico, qué sé yo. Pero no. No hubo más
que ropa en el armario y esa voz.
Puse toda mi
atención, al borde del abismo emocional. Si era un coco, hablaba en español. Y
si hablaba en español, el monstruo (o lo que fuera) era cercano. Ahora me vino
a la cabeza un cuento de Poe: El corazón
delator. Porque la voz iba en aumento. Dejé que mi oído me guiara. Palpé
bajo las perchas. Allí estaba mi trenca. ¡Por los clavos de Cristo, la voz
brotaba de la trenca! ¡Valor, valor joder!
En un gesto
entre lo heroico y lo suicida, metí la mano en el bolsillo…
…y hallé mi walkman con la radio encendida… De los
auriculares surtían las cavilaciones monocordes de un locutor deportivo…. La
voz del coco….
Ahora sí, tronó
en la lejanía.
Me he reído con ganas. Felicidades por la originalidad.
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