La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

sábado, 14 de septiembre de 2019

CÓMPLICES Y SECRETOS, por Josefina Martos Peregrín.

 
                                                              
Estaba lloviendo a cántaros, anunció la señora que entraba mientras buscaba dónde dejar el paraguas bajo el que crecía un formidable charco.
Habíamos acabado la comida y el café. Y la charla. Agotados temas y ganas, quizá no solo yo sufría el desasosiego de que nadie te entienda. Nos aburríamos, éramos dos parejas, que no es lo mismo que cuatro personas; incluso flotaba entre nosotros un sutil resentimiento, pero no había más remedio que seguir juntos, debíamos esperar para salir, los coches quedaban lejos, bueno, lejos para llegar a ellos bajo un chaparrón.
Llover a cántaros… Cántaros… Ya nadie los usa, se han vuelto objetos de decoración, adornos rústicos, reminiscencias de lo que fue; realmente solo resucitan en las lluvias torrenciales. Apoyados en la cadera, alzados sobre la cabeza, femeninos, armoniosos, como las mujeres que sabían llevarlos, así los vi de niña. Húmedos, cómplices y secretos.
Se detuvo mi evocación, aunque en seguida supe por qué habían acudido a mí tales palabras: “cómplices y secretos”. Recuerdos de lo que contaba mi madre, historias viejas, de antepasados que nunca conocí, tíos abuelos o tíos bisabuelos o como se llame semejante parentesco. Cosas del pueblo, desde la ofensa a la aventura.
“Cantarera de tres patas”, grave deshonra allá por 1920 y aún mucho antes y mucho después; se lo decían a una amiguita de mi madre, una niña a la que faltaba uno de los cuatro abuelos, es decir, le faltaba un abuelo legal, no casado como mandaban Dios y la Iglesia, precisamente porque se trataba de un cura. Y en épocas anteriores valió este mismo insulto para señalar a un converso, a un ancestro contaminado de judaísmo o de morería.
Y los bisabuelos o tataratíos, Isabel y Antonio, que cogieron el burro, lo cargaron con mantas, costales de harina, agua y ¡hale, trescientas o cuatrocientas leguas por delante!, a pie la mayor parte, que el borrico ya acarreaba peso suficiente. Sin hijos ni buenas tierras, vendieron todo  y a Jaén, desde su pueblo del Almanzora.
No le temían a las privaciones ni a la fatiga tanto como a los salteadores, plaga de los caminos, unidos en cuadrillas desalmadas; sobre todo en las sierra de Lorca, tan solitarias que si se veían atacados, nadie podría socorrerles, y sin pizca de dinero ¿cómo iban a empezar una nueva vida en tierras de Jaén? Todo lo que tenían iba con ellos, y no era poco, por lo menos cien duros del “Tío Sentao”, de plata, claro, que los billetes de papel no los quería nadie, duros de aquellos acuñados en 1870 con la figura de una mujer romana reclinada sobre un triclinium, pero a la gente le pareció un hombre, un “tío” bien “sentao”.
¿Dónde meterlos que no los encontraran los bandoleros? En la ropa no, porque dejaban en cueros al más pintao, hasta a los curas y a los niños los desabrigaban y palpaban; y los bultos los abrirían, seguro. Mientras esperaban la entrada del verano, le daban al magín, urdiendo cómo salvar sus haberes. Tanto como idear un escondrijo importaba parecer muy pobres, menesterosos, que su aspecto desalentara a los ladrones. Fueron pidiendo por el pueblo la ropa más vieja y lo más harapiento que les dieron se pusieron encima; decía mi madre que daba dolor verlos partir como auténticos pordioseros –eso le contó su abuela, que los vio- y solo a la familia confiaron dónde iban los cuartos: en los cántaros. Cuatro cántaros llenos de agua, pero solo en dos de ellos las benditas monedas. La boca relativamente estrecha de la vasija impedía ver el fondo… Con tal de que no los meneasen o los volcaran para beber…
No iba mal el viaje, tres días con su mucha luz bien andada, aunque fuera por el lecho pedregoso de las ramblas, pero al cuarto, tal como temían, apareció El Rubio, apuntándoles con su carabina desde lo alto de unas peñas y, sin que alcanzaran a ver de dónde salían, les rodeaban sus tres secuaces, con la faca al aire; no quedó hato sin revolver ni refajo sin desliar; calladicos y mansos, Isabel y Antonio se dejaron amenazar, empujar y registrar; ya se arreglaban las ropas cuando vieron que el cabecilla se acercaba a las aguaderas, a punto de tocar los cántaros… Entonces, renqueante pero tranquila, se adelantó Isabel y le ofreció agua: sacó una de las vasijas insolventes y le llenó una jarrilla de lata que para tal menester colgaba de una guita. El Rubio la miró, bebió, volvió a mirarlos, montó en su mula y se alejó con los suyos.

Y cuando acabé de recordar lo que nunca vi, ya no llovía; los cántaros, llenos de lluvia, agua de fuente o monedas, habían desaparecido, pero continuaba el tedio, la mirada hostil, el deseo de separarnos unos de otros mientras echábamos a caminar juntos por un suelo enteramente encharcado, hacia los coches.

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