Estaba ahí, revuelta entre mil
recuerdos guardados en aquel cajón que no había abierto desde hacía un siglo.
Marina sintió de repente como si no hubiera pasado el tiempo, como si aquella
fotografía en blanco y negro de sus padres recobrara el color gracias a las
palabras de su madre, que recordaba fielmente: “el ramo tenía flores rosa
pálido, y la corbata de tu padre era azul; el azul siempre fue el color
favorito de papá”. Marina utilizó la lupa del móvil para ver aún mejor los
detalles de la foto. La sonrisa blanca de su madre refulgía como un faro en la
noche más oscura. Más incluso que el blanco nieve del velo y el vestido. Sabía
que había visto los pendientes que su madre había llevado el día de su boda en
algún sitio, pero eran tantos los cajones que había escudriñado… Todos llenos
de recuerdos.
Marina pensó: “Cuántas vidas caben en
una sola”, al sacarla caja de botones de la abuela que su madre había guardado
siempre, aportando los botones desparejados de su propia ropa a lo largo de los
años. Cuando era niña, a Marina le gustaba jugar con ellos a ser la dueña de
una mercería con sus primas −eran tantas mujeres en la familia−, y aunque no le
agradaba especialmente coser, hacía el "paripé" de imitar a Pepita, la mercera de
le esquina de la calle del Arroyo, que solo interrumpía su labor para despachar
a sus clientas.La mujer tenía en la entrada de su negocio un arcón de madera
oscura en el que Marina se sentaba a esperar mientras atendía a su madre. El
día que Pepita le contó de broma a sus clientas −sin percatarse de la presencia
de unos avispados oídos infantiles como los de Marina− que en él guardaba los
cadáveres de los dos maridos que había tenido, fue el último en que la niña se
sentó en aquel siniestro arcón. Sus primas, todas más pequeñas que ella, pedían
los botones de los colores más raros que fuera posible… Y aún así, Marina los
tenía todos en aquella caja de mimbre: los dorados con anclas para los abrigos,
los verdes jaspeados en varios tamaños… Hasta unos en forma de flor, rojos, que
Marina ofrecía como venidos directamente de París.
Tras firmar los papeles, el chico de
la inmobiliaria colgó el cartel de “Se vende” en el balcón principal. Marina
salió a la calle delante de él y echó un último vistazo a la casa donde había
transcurrido gran parte de su vida. Abrió la caja de mimbre llena de botones
para cerciorarse de que había metido en ella la fotografía de sus padres,
sonrientes, inaugurando una vida juntos. Volvió a cerrarla, y, abrazando sus
recuerdos de niña, continuó calle abajo.
Precioso, mi querida Lourdes! Yo también tengo una caja de esas. Era de mi madre y ahora soy yo quien continúa echando botones en ella.
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