Fotografía de Silvia Grav |
Estaba
ahí, un poco más tarde de lo habitual, acercándose al dispensador y cogiendo su
número. El señor del jersey a rayas se levanta dejándole el asiento. Ella no
dice nada, como siempre, y apoya las muletas en la pared que resbalan rompiendo
la espera en mil pedazos metálicos. El señor del jersey a rayas se agacha y las
coloca en su lugar y esta vez tampoco ella dice nada. Desde el mostrador la
funcionaria observa la escena tras sus enormes gafas mientras hace un gesto
cómplice a su compañero que arruga el ceño dejando escapar un revelador
soplido.
—Yo
me encargo.
La
compañera lo agradece con una sonrisa y sigue a lo suyo.
Ella
escudriña la sala abarrotada de gente que no encuentra asiento y permanece en
pie, unos leyendo el periódico, muchos con sus teléfonos móviles, la mayoría en
silencio, otros comentando con los cercanos. Ella como siempre se dirige a la
persona que tiene a su derecha. Qué más da quién sea. En esta ocasión se trata
de una muchacha que lleva una carpeta sobre sus rodillas. Y le cuenta, y no
para de hablar, y se queja. Que si la ayuda no llega, que si este gobierno no
hace nada, que el alcalde y la concejala de servicios sociales son unos
inútiles. Su vecina de asiento la mira de vez en cuando y trata de sonreír pero
se encoge de hombros y con eso lo dice todo. Luego se dirige al señor de su
izquierda y pregunta si viene por lo mismo. Que está cansada de entregar
papeles, reclamaciones para nada, que si a los viejos los dejan de lado, que si
ya verá usted cuando tenga que pedir ayudas. Una señora que está oyendo desde
el fondo le da la razón asintiendo. El señor del jersey a rayas la avisa de que
ya es su turno, no vaya a ser que se le pase y le ofrece el brazo para ayudarla
a levantar. Que si las rodillas ya no me sostienen, que
acérqueme las muletas.
Allá
va hacia el mostrador, el funcionario le hace una seña. Arrastra los pies,
cojea, resopla. Hablan un rato. El funcionario niega con la cabeza. Ella pide
que le sellen el documento y lo entrega. Guarda la copia en el bolso y se va
clavando las muletas en el piso, la goma está gastada de nuevo y tendrá que
cambiarla. El traqueteo metálico molesta a los que están sentados que la miran
cojear y salir y al fin desaparecer.
La
funcionaria hace una mueca a su compañero. Los dos respiran aliviados.
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