domingo, 14 de julio de 2019

BOTONES, Lourdes Páez Morales.



Estaba ahí, revuelta entre mil recuerdos guardados en aquel cajón que no había abierto desde hacía un siglo. Marina sintió de repente como si no hubiera pasado el tiempo, como si aquella fotografía en blanco y negro de sus padres recobrara el color gracias a las palabras de su madre, que recordaba fielmente: “el ramo tenía flores rosa pálido, y la corbata de tu padre era azul; el azul siempre fue el color favorito de papá”. Marina utilizó la lupa del móvil para ver aún mejor los detalles de la foto. La sonrisa blanca de su madre refulgía como un faro en la noche más oscura. Más incluso que el blanco nieve del velo y el vestido. Sabía que había visto los pendientes que su madre había llevado el día de su boda en algún sitio, pero eran tantos los cajones que había escudriñado… Todos llenos de recuerdos.
Marina pensó: “Cuántas vidas caben en una sola”, al sacarla caja de botones de la abuela que su madre había guardado siempre, aportando los botones desparejados de su propia ropa a lo largo de los años. Cuando era niña, a Marina le gustaba jugar con ellos a ser la dueña de una mercería con sus primas −eran tantas mujeres en la familia−, y aunque no le agradaba especialmente coser, hacía el "paripé" de imitar a Pepita, la mercera de le esquina de la calle del Arroyo, que solo interrumpía su labor para despachar a sus clientas.La mujer tenía en la entrada de su negocio un arcón de madera oscura en el que Marina se sentaba a esperar mientras atendía a su madre. El día que Pepita le contó de broma a sus clientas −sin percatarse de la presencia de unos avispados oídos infantiles como los de Marina− que en él guardaba los cadáveres de los dos maridos que había tenido, fue el último en que la niña se sentó en aquel siniestro arcón. Sus primas, todas más pequeñas que ella, pedían los botones de los colores más raros que fuera posible… Y aún así, Marina los tenía todos en aquella caja de mimbre: los dorados con anclas para los abrigos, los verdes jaspeados en varios tamaños… Hasta unos en forma de flor, rojos, que Marina ofrecía como venidos directamente de París.
Tras firmar los papeles, el chico de la inmobiliaria colgó el cartel de “Se vende” en el balcón principal. Marina salió a la calle delante de él y echó un último vistazo a la casa donde había transcurrido gran parte de su vida. Abrió la caja de mimbre llena de botones para cerciorarse de que había metido en ella la fotografía de sus padres, sonrientes, inaugurando una vida juntos. Volvió a cerrarla, y, abrazando sus recuerdos de niña, continuó calle abajo. 

1 comentario:

  1. Precioso, mi querida Lourdes! Yo también tengo una caja de esas. Era de mi madre y ahora soy yo quien continúa echando botones en ella.

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