Estaba ahí, en
el suelo, como casi siempre. A veces se mueve por las paredes, a veces
desaparece o se funde con la madre inmensa de la noche. Pero ayer estaba en el
suelo como si tal cosa, como si no hubiera pasado nada, arrastrándose pegada a
mí. Me dio rabia verla tan tranquila, la insulté -¡traidora!- y me respondió
con un encogimiento de tristeza.
De niña creí que
la sangre era el alma. Había visto grabado en un libro de mi abuelo el suicidio
de Séneca y bajo la estampa en blanco y negro estas palabras: “Se abrió las
venas en el baño, y con la sangre se le escapó el alma”. Indiscutible y claro;
sin embargo, más adelante, en películas,
libros, series de televisión, vi cientos
de muertes sin pérdida de sangre, aunque igualmente en todas escapaba el alma.
Le di muchas vueltas al asunto hasta descubrir la clave: el alma es la sombra,
esa forma propia y sutil que acompaña a los vivos y abandona a los muertos. O
más precisamente, abandona al cuerpo muerto para entrar
por sí sola en el mundo de las Sombras, inmaterial pero sensible, puesto
que allí continúan, e incluso aumentan, gozos y penas.
¿No se cansa de
seguirme? ¡Maldita sea! Yo sí estoy cansada de arrastrarla por un suelo que él
no pisa, por una tierra que ya no habita.
Caminábamos
juntos y nuestras sombras se enredaban una en la otra, aunque nosotros
mantuviéramos una decorosa distancia. Teníamos prisa y se quedaban jugando
atrás. Nos enfadábamos, nos alejábamos y, de pronto, veíamos que ellas se
abrazaban. Hasta que un día, aquel día…
Me quedé sola.
No, nos quedamos solas, iguales y en
discordia, mi sombra y yo.
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