Era solo un punto en la lejanía… Ya solo era eso. Solo un insignificante
punto en el horizonte.
Eva se sentó en
el bordillo de la acera. Las luces de la ciudad empezaban a encenderse, y,
aunque los faros de los coches pasaban a la altura de sus ojos, cegándola,
permaneció así, inmóvil, perpleja, hundida, sentada en aquella acera de la
calle en que se habían despedido para siempre. Por su mente paseaban recuerdos
confusos, inconexos, hirientes, de los momentos felices que habían vivido.
Heridas cerradas, sanadas, cicatrizadas, volvían a abrirse con ese ya último,
definitivo, no retornable adiós. Miraba los rostros de quienes pasaban junto a
ella: deformes, hirientes, mezquinos, interrogantes… Odio, desesperanza,
desengaño. Quería morir en aquel instante. Las luces se multiplicaban en sus
pupilas por efecto de las lágrimas, caleidoscopios de su dolor.
Un
insignificante e incoherente punto, después de tantos puntos suspensivos…
Después de tanto amor, de tanto amar, de tanto esperar amor y olvidar amar.
Eva pensó en
las noches mirando la luz del móvil. Mirando la no respuesta. La odiosa,
aborrecible, detestable doble uve azul como única señal de contestación.
Recordó sus mañanas de cafés en sesión continua, y los fondos de las copas;y
las asquerosas, repulsivas, sucias manos de quienes no sentían el más mínimo
respeto por ella.
Imaginó su
vida caminando por la cuerda floja. Se vio sin red,y sin alambre. Se vio
cayendo al vacío. Entonces sintió pena de sí misma. Y se río de la gente que
pasaba a su lado. Insultó a los conductores, y a los motociclistas, y luego
insultó a su propia existencia.
Se levantó y
pensó que ella, al fin y al cabo, estaba viva.
Él era ya un
insignificante, anodino e inapreciable punto en la lejanía… Ya solo un punto y
final.
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