Era solo un punto en
la lejanía, una luz tenue en la noche o un haz incandescente bajo el ángulo
meridiano del sol, blanca sobre el verde, coronada de rojas ondulaciones de
teja muslera, luciendo ventanales que desafiaban el rigor de los inviernos en
la comarca. No se percató de su existencia hasta pasado un tiempo de su
llegada, cuando el cambio estacional provocó el destello en una ventana de la
cara norte, que fulminante, proyectaba la luz sobre los pinos.
La soledad de Llano Negro sobrecogió en un
principio su ánimo socavando la determinación de su impuesta soledad tentándolo
a regresar a lo conocido, al mundo rutinario de la ciudad de la que huía en un
último intento. Sin embargo pronto una inusual quietud se apoderó de él
afianzando la decisión tomada. Era ese silencio lo que buscaba y que le
proporcionaba la pequeña casa alquilada en la zona más alejada del núcleo
poblacional lo que le devolvería la motivación perdida hacía ya tanto tiempo,
sin embargo la evidencia de las hojas en
blanco agolpadas en el suelo como si aquella condenada Olivetti que descansaba
indolente frente a la ventana se negara a incrustar sus manecillas en la cinta
negra, revelaba una verdad que mermaba su maltrecha inspiración.
Algunas tardes lograba
liberarse de la presión de la editorial
saliendo a pasear por los caminos polvorientos salpicados de pequeños
caseríos abandonados o de modestas viviendas de
agricultores de la zona. Era una buena tierra gracias a los alisios que
barrían la humedad esparciéndola por las
copas de los árboles para enfilarse finalmente ladera abajo entre barrancos, en
su afán de fundirse con el mar siempre vigilante a lo lejos. Fue ese loco
viento en las interminables noches de invierno el que lo arrancaba de la cama obligándolo
a sentarse en la mesilla a escribir esa
historia que no llegaba y el que le impulsó a acoger al cachorro de pastor
garafiano que arañaba incansable su puerta. La ventera y los asiduos al bar de La Mata no dieron señales del dueño y decidió darle una tregua a su soledad
y a la del pobre animal lisiado en el que vio reflejada su propia desazón.
La compañía de aquel lupoide logró
apaciguarle el ánimo y volvió a sentarse frente a la ventana con el calor de
aquel cuerpecito peludo y ocre cubriéndole los pies.
Ocurrió con la llegada de la primavera que
prestó atención a una casa blanca entre el pinar de Las LLanadas. Un ígneo rayo
de sol incidía sobre las ventanas de la cara norte lanzando destellos cual
montañero perdido agitando un espejo. Le pareció que no había estado allí y se preguntó si estaría deshabitada
como tantas otras de los alrededores, pero en la parte trasera se vislumbraba
un hilo de humo proveniente con seguridad de la cocina. Pronto dejó de
interesarle mientras los días fueron transcurriendo lentos y densos entre
paseos con su cachorro cojo, algunos vinos en el único bar de la zona y
cuartillas estériles que salían de la máquina de escribir sin parir nada que
mereciera la pena. Luego estaba aquel viento endemoniado que no cesaba y una
vaguedad temporal que le borró cualquier estímulo pasado, como si ya nada
importara, como si los días fueran una sucesión de estampas difusas y solo las
noches sentado en la mesilla frente a la ventana fueran lo único tangible. De
entre la negrura del ramaje llegaba puntual y parpadeante la luz lejana de la
casa blanca . Se percató de que nunca veía entrar o salir a nadie, como si el
humo y los haces de luz fueran sus
únicos habitantes. Tecleó entonces la primera frase de su novela : “Era solo un
punto en la lejanía”. Luego siguieron otras hasta que le pudo el sueño, pero en
la mañana las hojas morían ardientes en la chimenea y por allí escapaban la
campesina viuda con sus cinco hijos labrando la tierra con el día y apurando la
taberna en la noche, el joven asceta buscando la conjunción con la madre
naturaleza, el matrimonio feliz en los
comienzos y silencioso en el declive de los años. Allí moría cualquier intento,
siete palabras salvadas de la quema en el blanco del papel, el blanco de la
casa, el encierro inútil, el rugido del viento, la fatal obsesión que provoca
la nada, la sequía, el abandono, la suciedad vital.
Fue su cachorro pastor quien se atrevió aquel
día a aligerar el paso. Los animales no saben de patas, viven felices,
corretean, ladran y recogen pelotas sin lamentar su suerte. El punto en la
lejanía fue creciendo, perfilando sus rectas, sus maderas, y su volumetría
reveló la respiración habitada, patente sin traspasar la puerta. Tarde para
sortear la curiosidad, quizá la forma de llenar sus páginas fuera escudriñar
por la ventana, el punto final a un comienzo interminable.
El anciano de aspecto sucio y desaliñado
quemaba algo en la chimenea. Un viejo pastor garafiano, jadeante, se desplazaba
a tres patas perdiéndose en otra habitación. Junto a la ventana descansando en
una mesilla la Olivetti dejaba leer una frase: “Era solo un punto en la
lejanía”.
Magnífico como siempre Gloria. Gracias por tus letras entrelazadas hacedoras de momentos. Felicidades!!!
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