Era
solo un punto en la lejanía.
Se
acercaba, se volvía luminoso a medida que perdía altura y ganaba formas,
volumen, cuerpo, algo parecido a alas.
En
una trayectoria elíptica comenzó a rodearnos, ¿o acaso no he dicho que éramos
dos?, sí, mi madre y yo, porque mi madre dormía enferma de muerte, nada podía salvarla, y yo deseé que se volviera chiquita,
para poder tomarla en brazos y mecerla y cantarle la misma nana que ella me cantaba
a mí, una antigua nana andaluza, un vaivén tonal lento y triste que yo no podía
recordar. Y sonó una voz. Y era música. Y era el ángel de luz que cantaba, ya a
nuestro lado, y era la nana olvidada y con cada estrofa de ternura mi madrese
hacía más pequeña, hasta que pude cogerla en brazos, mecerla y darle una pizca
del amor que se merecía. Y miré al ángel y todo en él eran ojos, profundos,
grandes, brillantes… Y alas transparentes. Y, de pronto, unos brazos
extendidos, unas manos en espera y un ruego que entendí sin necesidad de
palabras, “Dámela”, me dijo en silencio.
Se
la di. Un minuto después, solo divisé un punto en la lejanía.
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