Era solo un punto
en la lejanía. El sol, al atardecer, se volvió rojizo manchando de ámbar y de
violeta los jirones de nubes que encontraba en su declinar. Luis caminaba por
la fría arena en uno de sus acostumbrados paseos por la playa; una playa vacía
en un martes cualquiera de otoño. Se había convertido en parte de su rutina
diaria desde que, dejando tantas cosas atrás, se instaló en aquel pueblo junto
al mar.
El punto que
había contemplado en la distancia comenzaba a concretarse como una persona que
caminaba en sentido opuesto al suyo, a su encuentro. Los dos marchaban a un
paso parecido, ambos descalzos, con las manos atrás... Cuando estuvo lo
suficientemente cerca, Luis distinguió a un hombre que se detenía de vez en
cuando para mirar las olas como él mismo solía hacer en sus paseos vespertinos.
Tenía una edad parecida a la suya, a pesar de que aparentaba ser bastante
mayor. Ya a su lado, vio que le sonreía con un gesto cansado y lo miraba
fijamente a los ojos. Pensó que iba simplemente a saludarle, como es lo propio
entre dos caminantes solitarios que se encuentran en un paraje deshabitado. Sin
embargo, se paró de pronto frente a él y comenzó a hablarle:
—Hola, Luis, ¿qué tal?
Mientras Luis, sorprendido, escrutaba su rostro para intentar
reconocerlo sin éxito, el desconocido siguió en un tono neutro, sin entusiasmo,
sin tristeza, con voz clara y firme:
—Debes volver. Te he acompañado demasiado tiempo... La primera vez
que nos encontramos fue aquella tarde lluviosa de abril, cuando tus padres
hicieron que te sentaras frente a ellos en la sala de estar para decirte que
iban a separarse. También era yo quien te tenía cogido del brazo una fría
mañana de diciembre en el entierro de tu padre tras más de dos años sin
hablarle, mientras tu hermana te miraba sin reproche, pero con pena. Ese día te
despediste de ella con prisas y sin mirarla a la cara. Te acompañé, pasados
unos años, cuando llevasteis, ante tu insistencia, a vuestra madre a aquella
residencia un domingo por la tarde; igualmente yo estaba allí cuando ibas a
visitarla cada dos semanas. Os escuchaba charlar brevemente de la comida, del
tiempo, de sus vecinos... Yo iba a tu lado en el coche cuando volvías serio tras
cada una de aquellas visitas.
Sé que notaste más que nunca mi presencia aquel día que decidiste,
con un nudo en la garganta, pero simulando resolución, dejar a tu mujer, tu
novia de toda la vida, la que te quería a pesar de tu carácter difícil, la que
te esperaba a la puerta de la academia con las manos frías metidas en los bolsillos
de ese abrigo barato que tanto te gustaba. No quisiste darle hijos como ella
deseaba, pero a pesar de todo seguía amándote...
Después volviste
a alejar de ti, sucesivamente, a todos aquellos que te querían. Aparentemente
actuabas por pereza, por temor a la responsabilidad, al compromiso. Mi
presencia, sin embargo, se hacía más notable dentro de ti. No te dabas cuenta,
pero llegó un momento en que yo pasaba la noche mirándote en tanto dabas
vueltas en la cama. Entraba en tu breve y entrecortado sueño y te revolvías
inquieto...
De nada sirve
tenerme presente en tu vida, Luis. Es hora de que me vaya. Mi presencia te ha
hecho daño, porque lo único que he conseguido es que huyas.
Se dio la vuelta
y, sin despedirse, pasó de largo de Luis y continuó su camino. Luis se dio la
vuelta y lo vio alejarse, hasta que se convirtió de nuevo en un punto en la
lejanía... Aún no era de noche. Era extraño, como si el tiempo se hubiera detenido...
Entró confuso en
casa. Cogió el móvil. Tras dudar unos instantes, buscó la agenda y marcó aquel
número que un día había borrado... Cuando acabó de hablar, hizo la maleta:
había decidido volver.
bellisimo, me ha llegado al corazón.
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