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—¡Toma;
lo guardaba tu madre con esmero! —dijo el hombre alargando algo envuelto en un
papel manido y viejo.
Nona
cogió el pequeño envoltorio y lo abrió despacio. Dentro encontró un pequeño
crucifijo ensartado a una cadenilla desgastada y medio rota, a la que faltaba
el broche y varios eslabones. Lo contempló extasiada y ausente; un volcán de
recuerdos comenzó a fraguarse en su esófago amenazando con invadir todo su
pecho.
—¡Es
el de tu primera comunión! —intervino el anciano, corroborando lo que Nona ya
había recordado—. Lo llevó siempre consigo en una pequeña bolsita enganchada a
su cuerpo. Siempre me rogó encarecidamente que te lo diera cuando ella se
fuera, y yo no he querido faltar a su última voluntad.
A Nona le sobraban las explicaciones del
hombre: lo había reconocido al instante. Aún se acordaba de cómo se produjo la
rotura de la cadena. Había forcejeado con su amiga María… casi un conato de
pelea que los adultos sofocaron al instante. Su amiga había enganchado con sus
dedos la cadenilla y esta se había roto. Ella siempre creyó que se había
extraviado entonces; pero su madre la había recogido con extremo cariño.
Aunque
no era de mucho valor material, supuso para la mujer el más preciado tesoro que
hubiera podido guardar de un ser tan querido. A Nona se le humedecieron los
ojos; aunque no quería darle el gusto de que él la viera llorar y se contuvo
con todas sus fuerzas, no obstante, no pudo contener una lágrima persistente y
errática.
Se
volvió despacio y encaminó sus pasos hacia la salida sin apenas despedirse del
hombre. No quería seguir recordando su amargo pasado junto a él ni los
incontables sufrimientos que indefiniblemente había infligido a su madre;
pero... Nona pensó que no todo iba a ser iniquidad y maldad en aquel hombre.
Algo de humanidad quedaría en él cuando fue capaz de indagar hasta poder
ponerse en contacto con ella para cumplir la última voluntad de su difunta
esposa.
La
mujer se paró junto a la entrada, se quedó meditabunda durante unos instantes y
volviendo sobre sus pasos se plantó ante él mirándole fijamente a los ojos. El
viejo le sostuvo la mirada durante breves instantes; después desvió sus ojos y
bajó su cabeza, quedando su mirada prendida en un punto indeterminado del
suelo, entre el bastón que de forma cotidiana le servía de sustento y de apoyo
y sus desgastadas zapatillas. Nona se inclinó hacia él y besó su arrugada
mejilla con decisión.
—¡Gracias
por guardarme este recuerdo! —le musitó quedamente.
Él
se arrugó sobre sí. Se arrebujó lo más que pudo, como si el gesto y la decisión
de ella le hubieran desalmado y desinflado su orgullo perenne y estúpido; como
si esto le hiciera sentirse desvalido e indefenso ante ella.
En
los ojos del anciano, como si de una fuente largamente reseca se tratara, comenzó
a dibujarse la humedad de nuevo y a manar una fina y clara gota que se deslizó
a través de su agrietado rostro. La barbilla le comenzó a temblar y la apoyó en
su bastón, el que sujetaba con sus manos sarmentosas y salpicadas de manchas
debido a sus ya cansadas células cutáneas, a la vejez y los años...
Trató
sin éxito de fijar su mirada en la aún atractiva y agraciada mujer que él
conociera y tantas veces castigara y flagelara siendo ella aún una chiquilla;
pero no fue capaz de dejarla prendida a la de ella; más cuando Nona había
tenido ese gesto de perdón tan esporádico y explícito para con él.
A
Nona, aquel estado de extrema humillación e indefensión del anciano, a la vez
que produjo en ella vergüenza ajena, desató en su interior una especie de
morboso regocijo; luego, sintió lastima. Tanto tiempo recordando con rabia e
impotencia sus sinrazones y palizas y ahora, cuando se le brindaba la
oportunidad mejor de vengarse, no había sido capaz ni había tenido fuerzas para
ello. Es más: por unos instantes se sintió culpable, como un ser desalmado y
ruin, como ella siempre había pensado que era aquel hombre.
—¿Dónde
están mis hermanos? —preguntó Nona, más por romper la tensión y línea movediza
por donde se deslizaba la situación que por verdadero interés en sonsacar al
viejo.
Ella
sabía casi con certeza que entre ellos y el viejo no existía relación alguna
desde hacía bastante tiempo.
—¡No
lo sé...! —musitó el hombre—. Apenas han venido. Ellos estuvieron en el funeral
de tu madre, pero apenas hablaron conmigo —prosiguió—. Ellos solo intentaron
sacarme dinero; sobre todo Ángel.
—¿No
le han preguntado nunca por mí?
El
hombre calló por respuesta y sus ojos ahora chispearon, como si una fuerza o
energía extrínseca a él le hubiera insuflado la vitalidad y altanería de años
atrás. Luego habló despacio, casi en un susurro, como si estuviera rumiando una
sorda amenaza o rememorando una humillación u ofensa sufrida tiempo atrás.
—¡Sí...! ¡Sí me han preguntado por ti!
—prosiguió el viejo al fin; pero mascando las palabras, como si le costara un
enorme trabajo decir aquello—. Durante todo este tiempo fue mi mayor martirio.
Cuando eran pequeños, a cada momento del día ellos me preguntaban por qué te
habías ido. Luego, cuando fueron mayores e intuyeron el porqué de tu marcha,
les hizo distanciarse de mí y me odiaron en silencio, por creerme el instigador
y último responsable de los sufrimientos de su hermana… y por haberles privado
de tu compañía.
»Yo,
en un principio, creí que tu madre les imbuía estos sentimientos; pero pronto
comprendí que ella me temía demasiado para esto, y eso me hizo odiarte. Durante
todo este tiempo no he podido borrar el fantasma de tu ausencia y me
mortificaba a mí mismo por haberte mitificado de cara a ellos.
El
viejo se fue desinflando, se fue apagando su voz, como si la energía que le
sustentara se fuera acabando, y de pronto cayó de nuevo en el más absoluto
mutismo. Nona lo observó por última vez; dio media vuelta y se alejó despacio,
sin volver la cabeza...
El
natural contoneo de la mujer hizo babear de forma libidinosa al viejo, en quien
—a pesar de todos los contrapuestos sentimientos que pugnaban dentro de él—
primó la lascivia acumulada a lo largo de los años hacia ella. Nona sintió su
sucia mirada clavada en sus nalgas, pero lo ignoró y continuó su camino con
paso firme y sin inmutarse siquiera.
El
viejo, una vez ella hubo doblado la esquina, llevó la mano a su entrepierna y
palpó con ansia. Sacó a la luz su a medias despertado atributo masculino,
durante tanto tiempo mustio y flácido, y comenzó a intentar masturbase como un
poseso.
Nona
enfiló el mismo camino que aquella lejana mañana de invierno, tanto tiempo
atrás, y fue rememorando con nostalgia, no exenta de tristeza, cada paso de
aquel aciago día.
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