La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

jueves, 29 de julio de 2021

BLUE BOY, por Miguel Arnas Coronado.


 

Narrar lo pasado se ha convertido en mal endémico, en obsesión. Se olvidaron la litomancia, los arúspices, la astrología, los auspicios, la tradición verde y escarlata de la Sibila vaticinando desgracias o adivinando uniones de países o familias, presagiando victorias o derrotas. Solo la seguridad de lo ya acaecido.

Sin embargo, la ficción es evidencia de lo que ni ocurrió ni ocurrirá, y se disfraza de ella lo que no es sino intento de retrato fiel de un pasado. Y es que todo ejercicio de futuro tiene su historia.

Achinados me vienen los recuerdos de mirar lo ya añejo. Aquellos gustos míos por las redondeces, las turgencias, los senos areolados, los vellos púbicos, las pieles suaves como dunas marinas, por las caritas pintadas como si les fuera la vida por un golpe menos de sombra de ojos, las ropitas ribeteadas de encajes, sedosas, transparentes. Acaso de ese regusto por lo suave, la pasión por esa paranoia ocultista, al tiempo que exhibidora, de los cuerpos femeninos, vino mi posterior (en ambos sentidos) y más maduro afán por ostentar suavidad yo mismo, por lucir esas ropillas yo misma, por ocultar coquetamente, por metamorfosearme de macho cuitado en travestí recatado y artero, me fui en trueques de ajenas finuras por ajenas brusquedades, de curvas insinuantes en angulosas longitudes, me tomó el ansia por ardientes tratamientos.

Mas la dignidad llega con los años, y brotó de la mano de mi hijo ante quien me avergonzaba por mis locuras. Me convertí en homosexual, olvidado de mis mariconerías, de mi urgencia bujarrona, viniendo a ser solo rarito y travestido a veces con las cortinas corridas.

De mi periodo, digamos, erróneo, quedóme un disgusto por las mujeres, un afán por mantener la casa limpia, una ex y ese primor homicida que es mi hijo.

Este vivió al principio con su madre, con prohibición expresa de ver a “la mujercita” en que se había convertido su progenitor, pero más tarde pesó la rebeldía y la voluntad del joven, unidas a una indiferencia, cuando no odio, por aquella que le dispensó el cuerpo, de modo que buscó mi casa, me conoció clandestinamente y al fin, dando portazo, se asentó en ella tras acarrear sus libros, bártulos y ropas, exclamando tras aparecer cargado y sudoroso: “¿Verdad que no te importa?”.

Lo previsible sucedió: la que fue su matriz denunció y vinieron a prenderme acusado de secuestro. No le había dado tiempo siquiera a ordenar sus cosas. Luego sí las vi ordenadas: los tres tomos en cartoné verde y cantos dorados de Las Mil y Una Noches, un ejemplar de la Biblia, regalo de su abuelo materno, y varios libros de yoga y sexualidad, con un letrero pegado al borde de la balda que los albergó donde rezaba: “Orientalismos varios”, y los discos, aprestados por afinidades subjetivas y no por cronología alguna, situando por ejemplo a Bach y Beethoven junto a Pink Floyd, o a Emerson Lake and Palmer pegado a varios oratorios y óperas de Haendel, autor al que se preciaba de coleccionar.

Dormí en el calabozo. Por la mañana fue él quien me trajo muda de ropa y maquinilla de afeitar. Impidió el encargo de ese detalle a mi amante para no dar lugar a escándalo y empeorar mi situación. Admirando su juventud y devoción, lo dejaron entrar en mi celda y conversar conmigo. Por la tarde volvió con comida más apropiada que el comistrajo servido según ley. Argumentó ante los guardias que era mi hijo, que su madre nos odiaba y que ya había habido casos en la judicatura de fallos a favor de la patria potestad paterna, aportando incluso fechas y número de expediente, en los cuales se valoraba sobre todo la voluntad del menor en caso de que este ostentase madurez. Se olvidaron de él y por la mañana nos descubrieron abrazados en el estrecho camastro. El testimonio de estos escoltas fue definitivo en el juicio. El juez estableció custodia para mí y régimen de visitas para su madre, régimen que ella misma se decidió después a trasgredir.

Todo me pareció tan grotesco que, de no haber sido el veredicto favorable, habría compuesto una sátira ditirámbica en honor del señor juez, que era un joven nervudo y tocado por el don del junco, respecto a quien no supe ver el proceso de seducción ejercido sobre él por mi hijo.

En tanto se instruyó el caso y se entrevistaron interesados, testigos y expertos, la arpía lo internó en un colegio jesuítico. Dos veces escapó tras ridiculizar a varios profesores, que lo ignoraban todo del Aquinate y más del Estagirita, y dos veces fue recluido de nuevo. Días antes de resolverse el juicio, escapó de nuevo, esta vez con éxito, y después de haber pintado innumerables veces en los ocres pasillos del edificio modernista la frase “A LA TERCERA VA LA VENCIDA”.

Mucho me dolió que en todo ese tiempo no pudiera yo ver siquiera al ya aludido amante, pues de haberse hecho público mi afición, muy otra habría sido la sentencia. El endriago maternal me acusó de mal ejemplo por practicar el vicio nefando, por supuesto, pero nadie, de no ser personas de su familia, pudo testificar con pruebas tal extremo y mi hijo aseguró, con británica flema, que durante el corto tiempo que pudimos vernos con libertad me había oído conversar telefónicamente con alguna mujer, acaso colega o pariente.

La exclusividad no existe entre mi amigo y yo. Somos moderadamente fieles e ídem respecto a la infidelidad. Él me cuenta sus iniciaciones a universitarios de su facultad, y yo le hago detalle de mis incursiones secretas para ver a mis viejas compañeras travestis acompañadas de sus chulos, hombrones violentos y ajados que cuando los requiero me tratan como a mí me agrada en ocasiones. Ni sus jóvenes camaradas empecen el gusto que tiene por mí, ni ese afán mío por la dureza obsta para que aprecie sus tiernas caricias, su soberbia delicadeza, su querencia alabanciosa, pues le agrada comparar las turgencias juveniles de sus amantes esporádicos con mis ya un tanto desmejoradas carnes.

El niño, aunque ya medie su segunda década, juega con nosotros: me viste con clámide y coturnos y me invita a declamar a Edipo, o me disfraza de marchito pederasta parisino. Se deja pintarrajear como una bailarina balinesa o rizarse el pelo como un maorí, aceitándose el esbelto cuerpo. Nos canta madrigales del cinquecento compuestos para castrati, o viste traje de gitana y baila algo que quieren ser bulerías. A él lo embute en terno inglés negro, acompañado de hongo y sombrero, imitando un squire de la City, o lo convence de asumir la moda más elegante que, según el chico, ha adornado al hombre a lo largo de los siglos, la del XVIII: peluca blanca, levita rojo sangre, leontina de oro, calzón corto, medias de seda y zapato de tacón grueso. Afirma que el disfraz convierte a la persona en lo que no es aunque aspire a serlo y que, en ocasiones, cuando se da la hipertelia, palabra que descubrió en Severo Sarduy, exagera su modelo llegando más allá de él.

Prefiero el traje de chaqueta azul grisáceo, que aún puedo lucir con gusto y sin ofensa pues mis formas son las de una dama high society de treinta y cinco tórridos veranos, sin exageraciones ni falsificación, trucos o manías que quedaron atrás en el tiempo. Pero el juego es el juego, y satisfacer a mi joven vástago se ha convertido, no en obsesión pero sí en pertinacia. Además, veo que mi amigo goza con estos solaces y tal cosa soslaya cualquier reticencia.

Su agudeza y dominio de las matemáticas le permiten ganar al ajedrez, damas o parchís. Sus múltiples lecturas le hacen arrasar con nuestras apuestas jugando al scrabble u otros juegos de mesa con palabras. Con mucho de Adonis, algo de Ganímedes, y demasiado de Dionisos, mi hijo es un ser adorable que disfruta lo que hace, sea escuchar música, conversar, leer o distraerse.

Y aquí vocifera Casandra, llora el augur, parlotea el arúspice, dibuja, compás y regla, el astrólogo: él me lo arrebatará, será él quien ocupe mi trono, mi triclinio en el ágape de mi amante. Chamán sin otros poderes que los adivinatorios, he devenido mi propio enterrador.

Esta tarde será, esta tarde cuando aparezca resplandeciente vestido igual al Blue boy de Gainsborough, la misma pose principesca, el puño izquierdo en la cadera, la mano derecha sujetando el negro sombrero con plumas de avestruz, la chaquetilla y el calzón de terciopelo azul, los escarpines con lazo a juego con el traje. Disertando sobre Leonardo, recitando a Leopardi y Ajmátova, tarareando antiguas melodías escocesas e irlandesas, hablándonos de los lakistas y comparándolos con Keats, que según él los supera, deslumbrándonos con sus conocimientos de la literatura erótica china y japonesa, alternando en el tocadiscos a Mike Oldfield y el Vivaldi operístico, extendiéndose sobre las arquitecturas descritas por Vasari.

Él será quien ocupe el sitial. Como los antiguos reyes de tribus remotas, vencidos y muertos por el extranjero que llega al poblado, el cual los reta, despoja y usurpa, yo seré desalojado de mi lugar y será él quien acaramele a mi amante. El digno heredero de todo. Como Electra, no me perdona el asesinato de su madre, a quien mató él mismo, aquella que yo fui y ya no soy. Su venganza, ladina y sagaz, no será señalar mis arrugas y semialopecias, sino abandonarme a la conciencia de ellas. Deberé volver a mi papel de buscón solitario y reconcomido, bujarrón que se sabe presa si es que algún depredador se interesa. Seré aliviadero de excesos, carne triste, venéreas.

Cuando constate mi irrevocable deslizamiento por el tobogán, me pondré mi túnica negra, maquillaré, no ya mi cara, sino mi cuerpo entero, me empenacharé con plumas de ave del paraíso, calzaré mis borceguíes de luto, y ante ellos emprenderé el vuelo hacia el Walhalla donde seré valkiria, hacia el Edén donde seré hurí, hacia el Érebo donde seré bacante preferida de Príapo. Beberé la socrática cicuta y me encerraré en mi muerte exclamando: “A todos los agonizantes les asciende el frío desde los pies… excepto a Juana de Arco”.

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