La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

jueves, 29 de julio de 2021

LOS SUEÑOS DE AIDA, por Pepe Velasco .

 

Aida siempre fue proclive a la ensoñación. A pesar de todos los contratiempos y padecimientos con los que  casi desde siempre le había vapuleado el destino. Siempre soñó, nunca se dio por vencida. Porque pensaba, que sin los sueños se acababan, no quedaba nada; se apagaba la vida. Los sueños… siempre los sueños. Los sueños habían marcado y condicionado su vida por siempre de una forma indeleble… y ahora. Cuando había pasado el tiempo, diluyendo retazos de recuerdos para pretender un nuevo bosquejo  de su destino. Cuando creía haber dejado atrás definitivamente todas las infaustas  vicisitudes y barbaridades vividas. El ciclo se cerraba en torno a ella como una estafa paradójica solapada e inevitable... 

La muchacha  había nacido en un barrio apartado y casi olvidado de la mano de Dios en la periferia de una gran urbe. El pretendido carácter familiar y ambiente cercano de sus gentes, marcaron su vida diaria durante su infancia y parte de su adolescencia. Pero conforme la niña fue creciendo, su percepción de aquella supuesta bonanza en el entorno, fue cambiando de forma paulatina hasta culminar en una opinión completamente contrapuesta a aquella de supuesto equilibrio que ella percibía en su visión infantil. Y lo que a ella le había parecido desde siempre un remanso de relativa paz, se tornó como por arte de magia en un entorno hostil e insufrible del que raudo comenzó a anhelar con salir más pronto que tarde.

La muchacha era hija única de un operario fabril y de una empleada de grandes almacenes. Ambos esposos dedicaban su vida por entero a su trabajo, con un remanente escaso para la atención de su única hija. Pero colmando a la pequeña de mínimos y pequeños caprichos, para así suplir su falta de tiempo para con ella. La mayoría del tiempo lo pasaba la niña junto su abuela materna, que convivía con ellos en el exigua vivienda familiar. Pero sus padres a pesar de todo, y lo más importante para ella, brindaron siempre cariño a su hija a la menor oportunidad que les dejaba el tiempo siempre cicatero y fugaz. Mucho cariño. Quizá esto contribuyó a modelar en ella un exquisito y afable carácter, a pesar de que desde los primeros años de su pubertad fuera una muchachita marcada por sus tendencias y por su entorno. Marcas, que además de los grupúsculos exaltados de siempre. También gran parte de la comunidad de su época, asimismo intolerante e hipócrita, con alta frecuencia  acudía a estereotipos previamente aceptados para zaherirla. Y de ahí la eterna ridiculización pública. Cualquier malnacido se creía con derecho a ponerla en evidencia  por el simple hecho de su tendencia sexual. Aída descubrió cuando en ella se despertó la libido que le atraían y prefería a personas de su mismo sexo.  “Tortillera, bollera, marimacho” Eran algunas de las lindezas e hirientes palabra que había de escuchar a diario voceadas por un hato de individuos la mayoría de ellos anodinos descerebrados. Que aunque la mayoría de las veces los sujetos en conjunto lo hacían de forma maquinal y automática, sin saber muy bien por qué lo hacían. Las consignas estaban ya previamente barnizadas de una pátina de intolerancia y de odio tal, que incidían en la muchacha como dardos envenenados y la herían en lo más hondo de su ser. Aunque ella siempre callara y sonriera a su agresor verbal, la llaga proseguía lacerante y cada día mas enconada. Aída lo había tenido claro desde su primeros escarceos, cuando descubriera que si un chico la besaba lo máximo que llegaba a sentir era indiferencia o incluso repulsión. En cambio, el beso de una compañera de la que ellas siempre había estado enamoriscada la transportaba al séptimo cielo. Pero en aquel tiempo, la opinión que de ella pudieran tener los demás, pesaba mucho en su estado anímico y toma de decisiones; de ahí su perenne y continua inseguridad y zozobra, lo que propiciaba que su autoestima quedara por los suelos. “Quizá por ello, la sinrazón, la intolerancia y el odio; siempre al acecho y que no dan tregua a sus víctimas. Sobre todo si las creen o las perciben débiles e indecisas, no pierde ocasión de cebarse en ellas con encono”. <<Discurría la abuela insuflada por el ardor y amor incondicional que la unía a su nieta>> La situación llegó a tal extremo, que hubo  un momento que Aída sintió autentico pavor de salir a la calle. Sus padres inmersos en sus respectivos trabajos, poco pudieron vislumbrar  del suplicio por el que estaba pasando la que ellos aun consideraban su pequeña. Aida solo tenía el consuelo de la abuela. Pero la buena mujer, aunque estaba con ella a muerte, era de otra época. Educada en una férrea disciplina de recato y sumisión y en sus tiempos, lo que le proponía ahora su niña  era cuanto menos sinónimo de aberrante degeneración. Pero a pesar de todo, la anciana en su fuero interno y contraviniendo años de adoctrinamiento y férrea educación puritana, pensaba que su nieta tenía todo el derecho del mundo a ser como le diera la gana. A la mujer, aunque ya mayor y frágil, el cariño incondicional que la unía a su descendiente, la hacían sacar fuerzas de flaqueza, e intentaba ayudarla tanto anímicamente así como físicamente. Ya se había enfrentado con denuedo  en alguna ocasión a sus ofensores. Pero comprendía con desánimo, que ella sola no podía hacer frente a toda aquella turba de maledicentes. Entonces la buena mujer lloraba impotente en la soledad de su cuarto exiguo. Lloraba por ella, por su nieta y por tantos seres que a diario intuía denigrados y humillados por el mero hecho de ser diferentes. Por ser ovejas negras de la manada. La señora recordaba un episodio ocurrido hacia algún tiempo. Episodio en que se enfrentó con arrojo no exento de solapado miedo, a aquellos miserables acosadores de su niña. Lo recuerda como si hubiera ocurrido hacía unas horas. Abuela y nieta conversaban y caminaban plácidamente entretanto venían de hacer unas compras, siempre pausadas, ajustadas ambas al más lento caminar de la anciana.

 -¡Boyera! –escucharon la mujeres el escarnio a su paso. Pronunciado con voz grave y disimulada, intentando que esta se diluyera en el grupúsculo que holgazaneaban  en un veterano banco del parque por donde ahora pasaban.

La abuela, impelida por una ira sorda, propiciada por el cariño y por lo que ella consideraba a todas luces la iniquidad de la ofensa; se fue hacia el grupo bastón en mano y con su andar pausado y su cuerpo enjuto, se enfrentó con carácter a aquellos indolentes insultantes.

-¡Dime lo que tengas que decir a mí a la cara! ¡ Malnacido cobarde!

-¡Váyase a cagar abuela! –contestó uno de ellos, el más fornido.

-¡Y tú,  adonde tienes que ir es a trabajar en vez de estar ofendiendo a la gente! ¡Gandul sinvergüenza!

El bastón no llegó con mucha fuerza. Pero con la suficiente para abrirle una pequeña brecha en el labio superior al envanecido sujeto. Lo que provoco la hilaridad del resto del grupo.

-¡Te ha arreado la vieja! –coreaban los cofrades alborozados.

El tipo trató de embestir a la abuela, pero de pronto sintió a la altura de  sus ojos unas uñas hundidas como garfios que se le clavaban sin miramientos. Aída, con un salto felino e imprevisto por los otros colegas, se había encaramado en las espaldas del bigardo; cegándolo y entorpeciendo todo intento de movimiento. La lid se saldó con la desinteresada intervención de algunos viandantes  bien intencionados y la oportuna llegada de  la policía que puso e fuga a los indeseables sujetos.  

 

  -¡Abuela! ¿Por qué somos así los seres humanos?

-¡Al rebaño no le gusta que ninguna oveja se salga del redil!  -contestó la abuela en tono sentencioso, como casi siempre gustaba de hacer.

-¡Pero abuela esto no es salirse del redil, es solo ser diferente dentro de la igualdad! ¡Se supone que la comunidad debía de protegerme y de cuidarme, no vapulearme y denigrarme!

-¡Entiende hija mía, que no todo el grupo lo hace!

-¡Ya, pero tampoco pone los medios que debiera de poner para protegerme!

-¡Pequeña, una manzana podrida pudre a todo un cesto. Pero todo un cesto no sana a algunas manzanas podridas! –continuó la abuela con su jerga sentenciosa.

 

Estas y muchas otras conversaciones parecidas mantenían abuela y nieta en tanto la vida transcurría con sus altibajos; impertérrita y con su acontecer imprevisible, ajena a los avatares de los seres que a diario la vivían.    

 

  Aída, a pesas de todas estas circunstancias contrarias y de ser menuda y de apariencia frágil y quebradiza. La naturaleza la había dotado con una privilegiada  inteligencia  y de una voluntad de hierro. Y a pesar de todas las contrariedades, adversidades  contratiempos y de los algunos ataques esporádicos de alguna que otra  panda de individuos descerebrados que sufrió durante su etapa académica, Aída logró finalizar sus estudios con honores, logrando un diploma con “cum laude”  Si es verdad, que siempre tuvo la incondicional ayuda y sacrificio de sus progenitores. Aunque siempre como sombras protectoras, sin apenas estar nunca con ella. También logró  alguna que otra beca que araño de aquí y de allá. Pero sobre todo y ante todo, tuvo constantemente la incondicional y reconfortante complicidad de la abuela. Ayudándola con algún que otro aporte económico que la buena mujer podía arañar a su exigua pensión aun a costa de privarse ella de infinidad de pequeños caprichos. Solo la abuela era partícipe de sus cuitas. Porque ella nunca había hablado con nadie de sus congojas, menos aun con sus padres. Por tanto, superó con arrojo todos los contratiempos y contrarias circunstancias que le salieron al paso. Y una vez validada su novísima licenciatura y  ayudada por su carácter cordial y amigable. Pronto hizo muy buenos amigos dentro del mundo de la farándula local. También los hizo dentro del entorno universitario donde había cursado sus estudios y por donde se movía como pez en el agua dentro de la sección de la materia cursada. El arte dramático siempre había sido su pasión. Y al fin lo había conseguido. Luego y después de integrarse plenamente en aquel mundo que a ella siempre había apasionado, fue posteriormente saltando a escalafones superiores de ese glamuroso mundo. Y su progreso fue gradualmente en ascenso hasta situarse en el cenit de una carrera que ella ni había sospechado siquiera. Pero por supuesto, el camino no había sido ni fue nunca una mullida alfombra de flores. Quizá más bien lo podría calificar de túnel de zarzas y de espinos. Un pasaje con contadas satisfacciones y alegrías y a la vez con un abundante cúmulo de continuas zancadillas  y constates decepciones y sinsabores. Y ahora, una vez saboreado las mieles del triunfo, tocaba volver. Volver a su raíces. A su entorno. A reencontrarse con aquel mundo que dejó tiempo atrás. “Pero los seres humanos solemos ser olvidadizo y por tanto, siempre solemos tropezar con la misma piedra”. <<Como bien habría sentenciado su ya difunta abuela>> Porque el mundo donde ella estaba ahora, nada tenía que ver con lo que en su día dejo atrás…

 

 

La dos mujeres ya bien entradas en la madurez, hablaban plácidamente recostadas sobre el diván del confortable salón del apartamento que ambas compartían y se confesaban sin ambages sus cuitas y sentimientos más íntimos como pareja enamorada que eran.

 -¡Contigo fue algo inexplicable! ¡Sublime si quieres, pero indescriptible!  Jamás había sentido algo así. En un principio intenté de enmascararlo tratando de simular  un recato rancio que ni por asomo sentía. Pues al contrario, estaba pletórica y saciada de complacencia. Jamás imagine que pudiera sentir como sentí contigo. Quizá fuera a causa, o por causa de mi extremada concepción de lo pecaminoso, imbuido en mi durante toda mi infancia y parte de mi adolescencia o quizá por los remanentes aún de una educación dogmática y pacata. Te confieso que hubo momentos en que llegue a sentirme culpable y sucia por sentir de esa manera tan desenfrenada e irracional. Pero poco a poco fui concluyendo y no sin razón, que aquel desborde sensitivo solo eran fruto del amor que ambas nos  profesábamos. Y tanto o más que ese amor, creo que era la afinidad  de caracteres. La forma tan similar de ver y afrontar la vida. La capacidad que ambas hemos tenido para identificar y compartir nuestros sentimiento. Por ejemplo, he comprobado que ambas tenemos muy desenrollada la capacidad de la empatía. Para con nosotras y evidentemente para con los demás.  Y  una cosa muy importante y que creo que me vas a tachar de loca. Telepatía. Parecemos tener telepatía. Tú has hecho alguna actividad y yo al mismo tiempo algo me ha impelido a realizar esa misma actividad. Bueno ya te digo que me vas a tachar de chalada. Pero he comprobado multitud de similitudes en el quehacer diario.

-¡Parece ser que tienes mucho tiempo libre. Además, me sorprenden gratamente tus dotes observadora e investigativas. Pero lo de la empatía, vale que sí. Pero lo de la telepatía, no te parece que ya son demasiadas tías. –objetó  la otra  mordaz.

-¡Bueno, ten en cuenta que solo era un hipótesis de cosecha propia!

-¡Por cierto! ¿Sabes que significa Aída? –preguntó la otra intentando desviarse del  asunto

-No, nunca me lo había preguntado

-Es un nombre de  origen árabe, y significa “La que regresa”

-¡Caray, que coincidencia, lo que yo voy a hacer yo ahora. Regresar a mi ciudad de origen. A mi lugar de nacimiento y donde trascurrió  mi infancia y parte de mi adolescencia.

 

 

Pero cuan equivocada estaba la perenne soñadora. Allí, mimetizados y agazapados, cual depredador al acecho de su presa,  persistían los viejos y nunca erradicados prejuicios. Los rencores. La intolerancia y el odio exacerbado a lo diferente. Y ahora, por añadidura, la envidia soterrada. Todo  estaba allí. Y aunque ahora en ocasiones y según en qué ambientes, velado bajo una pátina de elocuencia grandilocuente que pretendía querer justificar lo injustificable. Todo lo que había dejado al marchar, seguía allí. Y no es que en el  mundo de glamur en el que ahora vivía no coexistieran ese estado de cosas. Existía también individuos y grupúsculos intolerantes y xenófobos. Pero bajo un comportamiento comedido y barnizado todo ello bajo un capa de hipócrita educación y disimulo. Pero allí, en su lugar de origen, persistía tal cual se mostraba. Ahora aun quizá más brabucón y envalentonado.  Animado siempre por charlatanes de elocuencia superflua y sembradora de rencor y de odio. Y estos habladores, cultivadores de esa inquina exacerbada a lo diferente,  parecían haber proliferado como los hongos después de algunos días de vivificante lluvia otoñal.

 

-¡Está todo igual! –aseveró Aída decepcionada.

-¿Tú crees?

-¡No lo creo, lo afirmo!

-¡En que te basas para opinar así!

-¡Solo con ver las miradas! De reconvención unas. De indiferencia otras. De conmiseración las mas. Incluso algunas de asco mal disimulado.

 

-¡Yo creo que no has de ser tan suspicaz!

-¡Como se nota que tú no has vivido lo que yo he vivido aquí!

-¡No te muestres tan pesimista, ni dejes que te condicionen tus recuerdos! –aconsejó su compañera intentando que Aida afrontara la situación desde una perspectiva lo más objetiva posible.

-¡Es algo paradójico! Cuando vivía aquí,  cada momento del día soñaba con marcharme lejos. Y cuando estuve lejos,  cada momento del día soñé con volver. -¿No te parecen un sinsentido todos mis sueños? ¡Adiós para siempre mi mundo de ensueños! –se despidió Aída con la desilusión dibujada en su mirada que no podía dejar de ser soñadora, pero que  ahora se mostraba a la vez desengañada y triste.

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