La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

jueves, 29 de julio de 2021

LA PAPISA, por Carmen Hernández Montalbán.

 



Johan Gerbert lloraba amargamente. La naturaleza le había sido esquiva durante toda su vida, pues era un varón en un cuerpo de mujer. Esta identidad que, desde que tenía uso de razón percibió tan diáfana, le había acarreado innumerables conflictos. No había compartido con nadie su secreto, la verdadera causa de su manera de proceder. La mayoría la hubiera considerado una desviación, una aberración. Su venida al mundo fue fruto de una relación ilícita entre su madre, una muchacha de Maguncia y un monje inglés que había llegado a Sajonia a predicar el Evangelio. La bautizaron con el nombre de Johanna y, a poco de nacer, su madre se presentó en la iglesia de la abadía benedictina preguntando por su padre, John “el inglés”. El estado de miseria de su familia fue el motivo que movió a su madre a dar este paso. Era un monje muy respetado, discípulo de discípulos del erudito Beda, conocido como “el venerable”. Para salvar su reputación, llegó a un acuerdo con la madre: contribuiría a la crianza de la criatura si ella no delataba su paternidad. Así que para la abadía siempre fue Johanna, la sobrina del inglés.

Así fue como su madre, durante gran parte de su vida, hizo trabajos de lavandera para la abadía y la niña tuvo ocasión de ver a su padre casi a diario. Con permiso del abad, su padre le enseñó, en visitas sucesivas, todas las dependencias; desde el huerto al scriptorium, donde él trabajaba como copista. Fue este último lugar el que la dejó deslumbrada. ¿Qué eran aquellos cueros prensados con tantos símbolos y profusamente iluminados con pinturas de vivos colores? Eran libros; donde se guardaba el saber desde tiempos remotos de la humanidad. Esto le había dicho su padre.

 

La vida de John el inglés transcurría en este ambiente de paz y sabiduría. A veces pasaba largas temporadas fuera de Maguncia, visitando otros monasterios en busca de nuevas obras que traducir y copiar, en tanto que la personalidad de su hija fue revelando pistas que la hacían diferente al común de las niñas.

Un monje novicio tenía una gran habilidad tallando piezas de madera para el monasterio o para vender en el mercado. Sentía especial inclinación por Johanna y talló para ella una muñeca. La pequeña rechazó de forma manifiesta el juguete tirándolo al suelo; en su lugar tomó la figura tallada de un caballo. Esta conducta fue corregida por la madre que se la arrebató de las manos y la devolvió al tallista, censurando a su hija el gesto de desprecio y desagradecimiento.  Johanna comenzó a llorar enfurecida y no paró de hacerlo hasta llegar a su casa. Lamberto, que así se llamaba el novicio, para congraciarse con ella, le regaló la figura ecuestre en una siguiente visita a la abadía.

En otra ocasión, la madre presenció abochornada cómo tomaba unas tijeras y se cortaba los cabellos.

- ¡Yo soy un chico! –dijo con firmeza-.

Cuando el progenitor regresó de uno de sus viajes a Constantinopla, la mujer comentó con él el comportamiento excéntrico de la hija, pero este le restó importancia. Según su parecer, la personalidad de la niña todavía no había madurado lo suficiente. Sin embargo, este proceder de Johanna, lejos de desaparecer con el tiempo, se fue reafirmando, pues rechazaba todo lo relacionado con la condición femenina.

- Tío, yo quiero aprender a leer y escribir, quiero ser monje como usted –le dijo una vez a su padre en presencia de otros religiosos.

Todos se echaron a reír, todos excepto Lamberto que ya había sido ordenado como monje profeso. El joven estaba enamorado secretamente de Johanna. Esta se había transformado en una bella mujercita de doce años. Más tarde, en un aparte, John reprendió a su hija, haciéndole saber, con firmeza, que el estudio le estaba vedado a las mujeres y que debía aceptar con humildad y agradecimiento a Dios lo que este le tuviese reservado como mujer.

Johan murió al poco tiempo, y aunque estas palabras quedaron flotando en la conciencia de la muchacha, no se resignaba a su suerte. Un día recibió la visita de Lamberto que vino con la excusa de presentar sus condolencias a la familia y a despedirse, había pedido traslado a otro monasterio. Aprovechó un momento a solas con Johanna para proponerle un plan que supondría para ella un nuevo renacer:

-Una vez dijiste a tu padre que tu deseo era el de ser monje. Si me acompañas a Grecia y sigues mis consejos, tal vez puedas cumplir tu sueño. Vestirás como un varón y te comportarás como tal. Cuidarás de que nadie pueda verte nunca desnuda y estudiarás con tesón.

Johanna comunicó a su madre la propuesta de Lamberto y aunque al principio se opuso, luego aceptó resignada la decisión de Johanna de acompañar al monje. Ella –pensó- no podía asegurar a su hija un futuro mejor y la dejó partir con un abrazo y sus bendiciones.

De este modo comenzó su periplo vital con el nombre de Johan. Aprendió el griego, el latín y el hebreo y llegó a ser un monje traductor y copista tan erudito o más que el que le dio la vida. Viajó de monasterio en monasterio y fue tan respetado por su sabiduría que tuvo la oportunidad de conocer a influyentes personajes. Con tanto disimulo y naturalidad ocultó su naturaleza de mujer que hasta él mismo lo olvidó, llegándose a enamorar, durante su estancia en Constantinopla, de la emperatriz Teodora. Esta promovió hasta tal punto a Johan que se convirtió en el secretario de Sumo Pontífice. Con la muerte del Papa, era tanto el influjo que llegó a tener en el Vaticano que fue elegido sucesor con el nombre de Juan VIII.

Sus sentimientos por la emperatriz de Bizancio despertaron los celos de Lamberto de Sajonia, convertido en embajador con la ayuda de “la papisa”, como él lo llamaba en la intimidad. El joven monje que había hecho posible la nueva vida de aquella adolescente, atormentado por los celos, amenazó al nuevo papa con delatar su naturaleza femenina si no accedía a tener con él contacto carnal. Johan se dejó intimidar aterrorizado. Fruto de este único y traumático encuentro, la papisa quedó preñada del embajador.

En un estado de avanzada gravidez, Juan VIII esperaba en sus aposentos la llegada de su séquito para asistir a una procesión hasta la Basílica de San Juan de Letrán. Tan grande era su desesperación porque el parto tuviera lugar en público, que llenó de vino una copa a la que, previamente, había echado el polvo macerado de la cicuta. En el trayecto del Vaticano a Letrán el pontífice comenzó a sentirse asfixiado y cayó desplomado de la silla gestatoria. Los portadores de los flabelos acudieron a hacerle aire, mientras dos de sus asistentes le desaflojaron las vestiduras, dejando a la vista de cuantos la rodeaban las tetas pletóricas de la mujer gestante.

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