Narrar lo pasado se ha convertido en mal endémico, en obsesión. Se olvidaron la litomancia, los arúspices, la astrología, los auspicios, la tradición verde y escarlata de la Sibila vaticinando desgracias o adivinando uniones de países o familias, presagiando victorias o derrotas. Solo la seguridad de lo ya acaecido.
Sin embargo, la ficción es evidencia
de lo que ni ocurrió ni ocurrirá, y se disfraza de ella lo que no es sino
intento de retrato fiel de un pasado. Y es que todo ejercicio de futuro tiene
su historia.
Achinados me vienen los recuerdos de
mirar lo ya añejo. Aquellos gustos míos por las redondeces, las turgencias, los
senos areolados, los vellos púbicos, las pieles suaves como dunas marinas, por
las caritas pintadas como si les fuera la vida por un golpe menos de sombra de
ojos, las ropitas ribeteadas de encajes, sedosas, transparentes. Acaso de ese
regusto por lo suave, la pasión por esa paranoia ocultista, al tiempo que
exhibidora, de los cuerpos femeninos, vino mi posterior (en ambos sentidos) y
más maduro afán por ostentar suavidad yo mismo, por lucir esas ropillas yo
misma, por ocultar coquetamente, por metamorfosearme de macho cuitado en
travestí recatado y artero, me fui en trueques de ajenas finuras por ajenas
brusquedades, de curvas insinuantes en angulosas longitudes, me tomó el ansia
por ardientes tratamientos.
Mas la dignidad llega con los años, y
brotó de la mano de mi hijo ante quien me avergonzaba por mis locuras. Me
convertí en homosexual, olvidado de mis mariconerías, de mi urgencia bujarrona,
viniendo a ser solo rarito y travestido a veces con las cortinas corridas.
De mi periodo, digamos, erróneo,
quedóme un disgusto por las mujeres, un afán por mantener la casa limpia, una
ex y ese primor homicida que es mi hijo.
Este vivió al principio con su madre,
con prohibición expresa de ver a “la mujercita” en que se había convertido su
progenitor, pero más tarde pesó la rebeldía y la voluntad del joven, unidas a
una indiferencia, cuando no odio, por aquella que le dispensó el cuerpo, de
modo que buscó mi casa, me conoció clandestinamente y al fin, dando portazo, se
asentó en ella tras acarrear sus libros, bártulos y ropas, exclamando tras
aparecer cargado y sudoroso: “¿Verdad que no te importa?”.
Lo previsible sucedió: la que fue su
matriz denunció y vinieron a prenderme acusado de secuestro. No le había dado
tiempo siquiera a ordenar sus cosas. Luego sí las vi ordenadas: los tres tomos
en cartoné verde y cantos dorados de Las
Mil y Una Noches, un ejemplar de la Biblia,
regalo de su abuelo materno, y varios libros de yoga y sexualidad, con un
letrero pegado al borde de la balda que los albergó donde rezaba:
“Orientalismos varios”, y los discos, aprestados por afinidades subjetivas y no
por cronología alguna, situando por ejemplo a Bach y Beethoven junto a Pink
Floyd, o a Emerson Lake and Palmer pegado a varios oratorios y óperas de
Haendel, autor al que se preciaba de coleccionar.
Dormí en el calabozo. Por la mañana
fue él quien me trajo muda de ropa y maquinilla de afeitar. Impidió el encargo
de ese detalle a mi amante para no dar lugar a escándalo y empeorar mi
situación. Admirando su juventud y devoción, lo dejaron entrar en mi celda y
conversar conmigo. Por la tarde volvió con comida más apropiada que el
comistrajo servido según ley. Argumentó ante los guardias que era mi hijo, que
su madre nos odiaba y que ya había habido casos en la judicatura de fallos a
favor de la patria potestad paterna, aportando incluso fechas y número de
expediente, en los cuales se valoraba sobre todo la voluntad del menor en caso
de que este ostentase madurez. Se olvidaron de él y por la mañana nos
descubrieron abrazados en el estrecho camastro. El testimonio de estos escoltas
fue definitivo en el juicio. El juez estableció custodia para mí y régimen de
visitas para su madre, régimen que ella misma se decidió después a trasgredir.
Todo me pareció tan grotesco que, de
no haber sido el veredicto favorable, habría compuesto una sátira ditirámbica
en honor del señor juez, que era un joven nervudo y tocado por el don del
junco, respecto a quien no supe ver el proceso de seducción ejercido sobre él por
mi hijo.
En tanto se instruyó el caso y se
entrevistaron interesados, testigos y expertos, la arpía lo internó en un
colegio jesuítico. Dos veces escapó tras ridiculizar a varios profesores, que
lo ignoraban todo del Aquinate y más del Estagirita, y dos veces fue recluido
de nuevo. Días antes de resolverse el juicio, escapó de nuevo, esta vez con
éxito, y después de haber pintado innumerables veces en los ocres pasillos del
edificio modernista la frase “A LA TERCERA VA LA VENCIDA”.
Mucho me dolió que en todo ese tiempo
no pudiera yo ver siquiera al ya aludido amante, pues de haberse hecho público
mi afición, muy otra habría sido la sentencia. El endriago maternal me acusó de
mal ejemplo por practicar el vicio nefando, por supuesto, pero nadie, de no ser
personas de su familia, pudo testificar con pruebas tal extremo y mi hijo
aseguró, con británica flema, que durante el corto tiempo que pudimos vernos
con libertad me había oído conversar telefónicamente con alguna mujer, acaso colega
o pariente.
La exclusividad no existe entre mi
amigo y yo. Somos moderadamente fieles e ídem respecto a la infidelidad. Él me
cuenta sus iniciaciones a universitarios de su facultad, y yo le hago detalle
de mis incursiones secretas para ver a mis viejas compañeras travestis
acompañadas de sus chulos, hombrones violentos y ajados que cuando los requiero
me tratan como a mí me agrada en ocasiones. Ni sus jóvenes camaradas empecen el
gusto que tiene por mí, ni ese afán mío por la dureza obsta para que aprecie
sus tiernas caricias, su soberbia delicadeza, su querencia alabanciosa, pues le
agrada comparar las turgencias juveniles de sus amantes esporádicos con mis ya
un tanto desmejoradas carnes.
El niño, aunque ya medie su segunda
década, juega con nosotros: me viste con clámide y coturnos y me invita a
declamar a Edipo, o me disfraza de marchito pederasta parisino. Se deja
pintarrajear como una bailarina balinesa o rizarse el pelo como un maorí, aceitándose
el esbelto cuerpo. Nos canta madrigales del cinquecento
compuestos para castrati, o viste
traje de gitana y baila algo que quieren ser bulerías. A él lo embute en terno
inglés negro, acompañado de hongo y sombrero, imitando un squire de la City, o lo
convence de asumir la moda más elegante que, según el chico, ha adornado al
hombre a lo largo de los siglos, la del XVIII: peluca blanca, levita rojo
sangre, leontina de oro, calzón corto, medias de seda y zapato de tacón grueso.
Afirma que el disfraz convierte a la persona en lo que no es aunque aspire a
serlo y que, en ocasiones, cuando se da la hipertelia, palabra que descubrió en
Severo Sarduy, exagera su modelo llegando más allá de él.
Prefiero el traje de chaqueta azul
grisáceo, que aún puedo lucir con gusto y sin ofensa pues mis formas son las de
una dama high society de treinta y
cinco tórridos veranos, sin exageraciones ni falsificación, trucos o manías que
quedaron atrás en el tiempo. Pero el juego es el juego, y satisfacer a mi joven
vástago se ha convertido, no en obsesión pero sí en pertinacia. Además, veo que
mi amigo goza con estos solaces y tal cosa soslaya cualquier reticencia.
Su agudeza y dominio de las
matemáticas le permiten ganar al ajedrez, damas o parchís. Sus múltiples
lecturas le hacen arrasar con nuestras apuestas jugando al scrabble u otros juegos de mesa con palabras. Con mucho de Adonis,
algo de Ganímedes, y demasiado de Dionisos, mi hijo es un ser adorable que
disfruta lo que hace, sea escuchar música, conversar, leer o distraerse.
Y aquí vocifera Casandra, llora el
augur, parlotea el arúspice, dibuja, compás y regla, el astrólogo: él me lo
arrebatará, será él quien ocupe mi trono, mi triclinio en el ágape de mi
amante. Chamán sin otros poderes que los adivinatorios, he devenido mi propio
enterrador.
Esta tarde será, esta tarde cuando
aparezca resplandeciente vestido igual al Blue
boy de Gainsborough, la misma pose principesca, el puño izquierdo en la
cadera, la mano derecha sujetando el negro sombrero con plumas de avestruz, la
chaquetilla y el calzón de terciopelo azul, los escarpines con lazo a juego con
el traje. Disertando sobre Leonardo, recitando a Leopardi y Ajmátova,
tarareando antiguas melodías escocesas e irlandesas, hablándonos de los lakistas y comparándolos con Keats, que
según él los supera, deslumbrándonos con sus conocimientos de la literatura
erótica china y japonesa, alternando en el tocadiscos a Mike Oldfield y el
Vivaldi operístico, extendiéndose sobre las arquitecturas descritas por Vasari.
Él será quien ocupe el sitial. Como
los antiguos reyes de tribus remotas, vencidos y muertos por el extranjero que
llega al poblado, el cual los reta, despoja y usurpa, yo seré desalojado de mi
lugar y será él quien acaramele a mi amante. El digno heredero de todo. Como
Electra, no me perdona el asesinato de su madre, a quien mató él mismo, aquella
que yo fui y ya no soy. Su venganza, ladina y sagaz, no será señalar mis
arrugas y semialopecias, sino abandonarme a la conciencia de ellas. Deberé
volver a mi papel de buscón solitario y reconcomido, bujarrón que se sabe presa
si es que algún depredador se interesa. Seré aliviadero de excesos, carne triste,
venéreas.
Cuando constate mi irrevocable
deslizamiento por el tobogán, me pondré mi túnica negra, maquillaré, no ya mi
cara, sino mi cuerpo entero, me empenacharé con plumas de ave del paraíso,
calzaré mis borceguíes de luto, y ante ellos emprenderé el vuelo hacia el
Walhalla donde seré valkiria, hacia el Edén donde seré hurí, hacia el Érebo donde
seré bacante preferida de Príapo. Beberé la socrática cicuta y me encerraré en
mi muerte exclamando: “A todos los agonizantes les asciende el frío desde los
pies… excepto a Juana de Arco”.
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