San Francisco, Atlanta, Nueva York, Japón,
Bolonia. Tras dos años volvía a casa.
Es en la soledad de la sala, antes del
cierre, cuando se produce el encuentro. Ningún
rostro encarna el enigma de la belleza como el suyo. La había echado de
menos, sin duda.
La despedida apenas dura unos minutos. Frente
al rostro, permanece atrapada en un laberinto circular que parece no tener fin.
Ese recorrido visual le produce un placer agónico, aplacado tan solo en el azul
pardo de su mirada, melancólica, de una
tenebrosa dulzura. Luego el viaje continúa para quedar prendido en el
brillo sutil e hipnótico de la perla. De ahí al cuello del vestido.
Asciende y reposa al fin en la jugosidad
de su boca, en la sensualidad sugerente del gesto. Y como en un tobogán
infantil, el círculo la empuja de nuevo a sus ojos líquidos.
El vigilante de sala siempre rompe la magia.
— Buenas noches señora.
— Hasta mañana, Hendrik.
La joven sigue con la mirada a la curadora de
arte.
Desdibujada queda en la penumbra de la sala.
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