La tarde declinaba
luctuosamente hacia un anochecer de lluvia. Algunas gotas aisladas y menudas
chocaban contra el cristal, resbalaban y morían en el alféizar. Cercada por la
penumbra, la luz de una lámpara iluminaba el ejemplar que Arthur Barrow leía
acomodado en su sillón. Rumiaba el cirujano sobre el logro resumido en esas páginas:
su triunfo en ciernes. Quimeras del pasado que adquirían consistencia material.
Atrás los años de trabajo, de enclaustramiento, de frustraciones, de indagación
casi febril, de vida asceta y solitaria. El gran laboratorio como celda. Tantas
renuncias no importaban si alcanzaba un paso más. Era posible. Ahora, por fin,
el doctor tenía certezas mensurables…
Resultados con cobayas
extrapolables a humanos.
Las posibilidades terapéuticas
que se abrían para la ciencia eran enormes.
Y él las mostraba sin ambages
en su artículo, dado a la imprenta en la revista más prestigiosa del universo clínico.
La publicación, sin embargo,
no tuvo el eco que el científico esperaba. Aquello fue un revés para el doctor.
Inesperado, incomprensible, injusto. Su entusiasmo fue acogido con tibieza. Ni
sus colegas ni la comunidad científica le dieron mayor trascendencia al
hallazgo. Interesante, sí. Prometedor sin duda. Quizá aplicable en un futuro.
Pero muy lejos de servir en un quirófano.
Sintió la mordedura de la
rabia. Y de las dudas.
El doctor Barrow dejó a un
lado la revista, se levantó y se sirvió un whisky. Ahora la fuerza de la lluvia
estremecía los ventanales de la casa.
Durante un tiempo lidió con la
envidia ajena y el silencio indiferente de los otros, sus reputados compañeros.
Arthur se conjuró a sí mismo
para lograr el gran sueño y demostrar a esos ingratos su ceguera, su torpeza,
su yerro. Acaso pronto, puede que incluso con el Nobel en la mano, esa pandilla
de patanes se excusara por su falta de visión.
Esther llegó a consulta una
mañana de cielo plomizo. Su apariencia era la de una mujer todavía joven. Al
menos por las zonas de su cuerpo que dejaba al descubierto: las manos y una
parte de la cara. En efecto, la paciente recubría medio rostro con un velo muy
oscuro. Para mayor extrañeza, se dejó puesta una capucha en la cabeza. Tomó
asiento frente a Barrow y lo miró fijamente con su ojo izquierdo de azul
líquido.
Aquella mujer captó de
inmediato el interés del doctor.
Esther, mujer instruida, había
cursado medicina. Acabada la carrera se especializó en nefrología. Llegó a
ejercer en clínicas privadas y más tarde en un hospital. Pero de pronto
apareció su enfermedad. Los tratamientos invasivos. El miedo y la vergüenza. La
horrible deformación en su organismo. Todo ello la obligó a abandonar su
profesión, al tiempo que buscaba alguna cura a su dolencia. Y fue precisamente
a consecuencia de esa búsqueda desesperada, contrarreloj, cuando topó con el
artículo de Barrow.
El hecho era que Esther se
convertía gradualmente, a causa de su mal, en una aberración biológica. Un
monstruo orgánico. En uno o dos años,
según los cálculos de Barrow, de no poner remedio, esa terrible
degradación abocaría en una muerte agónica.
Esther sólo tenía una salida.
Su vida estaba en manos del doctor. Si Barrow fracasaba, ella misma se mataría.
Arthur comprendió, como una
revelación, que había llegado la ocasión que tanto ansiaba. Así se lo anunció a
su paciente.
En sus trabajos precedentes,
el doctor Barrow extirpó varios teratomas (tumor encapsulado con componentes de
tejidos u órganos) y, de éstos, grupos de células fetales. Estas células madre,
vitales en el desarrollo y crecimiento del ser humano, producen toda clase de
mimbres orgánicos, cimientos biológicos: hueso, uñas, pelo, dientes, piel…
Fase siguiente, el cirujano
inyectó dichas células en roedores amputados. El resultado fue asombroso: los
animales lograron regenerar sus tejidos ausentes: patas, colas, orejas… Proceso
mágico para un observador externo.
Barrow consiguió lo más
complejo: poner orden en el caos del teratoma.
Aisló los grupos celulares en función de su especialidad productiva.
Inyectada la dosis precisa,
Arthur confiaba en la regeneración completa de los tejidos de su paciente,
devolviendo a Esther su belleza perdida.
Al cabo de unas semanas, tras
un post-operatorio controlado al milímetro, el cuerpo de Esther fue recobrando
su vigor juvenil, su lozanía.
A la vista de su éxito, Barrow
no cabía en sí de gozo. Esther, en efecto, lucía más hermosa que nunca. Su piel
adquirió una tersura adolescente, sus curvas la turgencia de primera juventud.
Quizá por simpatía, quizá por
gratitud, acaso por el lazo entre los dos, brotaron sentimientos amorosos. Médico
y paciente se entregaron mutuamente.
Contrajeron matrimonio en el
pueblo natal de la joven. Más tarde, tras unas semanas de viaje, feliz luna de
miel, los Barrow se centraron en su ciencia, la medicina. Compartieron lecho y
laboratorio. Esther volvió a ejercer su profesión.
Pasaron los meses. Lapso de
dicha conyugal.
Una mañana, cuando Arthur
despertó, halló a su lado, tendido en la cama, a un ser de pesadilla, deforme y
retorcido, caótica amalgama de tejidos, urdimbre delirante de órganos: pelo,
huesos, uñas, dientes… Su esposa trocada en horror…
Lo supo más tarde, cuando ya
no había remedio. Sus colegas desconfiaban con motivo. Riesgos que Barrow
ignoró.
Las células fetales, cumplida
su labor reparadora, seguían creciendo, creciendo, creciendo, desprovistas de refreno
y de control.
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