Cuatro o cinco días a la semana se sentaba en el
mismo sitio, frente a aquella mujer, con los hombros algo hundidos y la cabeza
ligeramente levantada. Así pasaba las horas; siempre en la misma posición. La
escultura estaba situada sobre una peana baja y a una cierta distancia del
banco, de manera que no tenía que alzar demasiado la vista. El asiento, de
terciopelo rojo, acusaba el peso de sus jornadas contemplativas con un ligero
hundimiento en el centro. El móvil, abandonado
siempre a unos diez centímetros a su derecha, vibraba a su lado todas las mañanas
a la misma hora, más o menos. Siempre era Ruth, que aprovechaba el momento en
que volvía de desayunar para llamarlo. Y siempre era por la misma cuestión:
para preguntarle si iba tardar mucho en volver a casa. En verdad, no le
importaba la hora en que regresara, porque él solía estar allí cuando ella
llegaba, bien acabando de almorzar, bien en el sofá mirando con ojos
inexpresivos la televisión sin prestarle apenas atención.
Ruth
sencillamente deseaba hablar con él aunque fuera unos segundos, escuchar su
voz. También albergaba la esperanza de que quizá algún día él anduviera cerca
de su trabajo y así poder verse en la calle unos minutos. Joaquín, sin embargo,
forzado a salir de su ensimismamiento por el impertinente zumbido del aparato, fruncía
el ceño de un modo hostil y, mirándolo como el niño mimado que no soporta ni la
menor amonestación por parte de sus padres, normalmente rechazaba la llamada pulsando
el botón rojo. Volvía entonces a su aislamiento pero con el regusto amargo del
fastidio que representaba la presencia de Ruth en su vida, a la que creía incapaz
de valorar lo que él hacía, apreciaba o admiraba. Qué gran soledad la del
artista... No obstante, tampoco le costaba
demasiado adentrarse de nuevo en la contemplación de la marmórea figura que
tenía delante. Su frente recta, los labios finos pero bien dibujados, sus
brazos bien torneados, frágiles muñecas... Le parecía hasta poder distinguir
pestañas en los párpados entrecerrados. Los pliegues de la túnica jugaban con
la luz a su capricho. Joaquín consideraba que más que en una sala de museo, aquella
imagen ─el nombre “estatua” le repugnaba─ era digna de un jardín, de un patio no demasiado
grande ni frondoso, acompañada por el canto de los pájaros y el rumor del agua
de alguna discreta fuente de cerámica.
Había escuchado que las esculturas antiguas
se pintaban de vivos colores, pero de alguna forma se resistía a la idea de que
la suya los hubiera tenido un día, queriendo pensar que la palidez del mármol
implicaba la perfección completa, como si hubieran pretendido los griegos y los
romanos que sus creaciones fuesen ciegas y desprovistas de todo vínculo terrenal
y mundano.
Por
las tardes, tres días a la semana, Joaquín iba a una academia a recibir clases
de modelado. Salía descontento y molesto, pues pensaba que nunca el resultado
era el que ansiaba. Todo lo que surgía de sus manos normalmente le parecían
figuras torpes e informes, lejos de la belleza que él anhelaba: la canónica hermosura
que contemplaba en aquella obra frente a la cual se sentaba cada mañana. Lo
peor es que, como suele ocurrir con los espíritus que se tienen a sí mismos por
grandes, él pagaba tal frustración con su compañera Ruth, como si en última
instancia ella fuese la responsable de su manifiesta escasez de habilidad tanto
social como creadora.
Joaquín
había decidido dejar el trabajo hacía casi dos años. Ruth no estaba demasiado
conforme con tal decisión, pero transigía porque lo quería… Ese cariño también
la hacía engañarse pensando que en algún momento iba a encontrar un trabajo
mejor que el que había dejado. No obstante, la verdad es que se le acababan los
argumentos para seguir defendiendo ante los demás, y ante sí misma, la incomprensible
actitud de Joaquín.
Ella siempre estaba pendiente de él,
cogiéndole de la mano mientras veían juntos la televisión, o bien en las escasas
ocasiones en que Joaquín aceptaba salir a pasear. Esas veces, él apartaba su
mano de la de Ruth quejándose de que le repelían su piel áspera y el excesivo
calor que le producía. Desde siempre, desde que eran novios, la forma de ser de
él había sido distante, pero ahora parecía no estar vivo. Ella le sonreía con
frecuencia, buscando una sonrisa cómplice, una mirada amable, algún detalle de
amor, de afecto, pero solo encontraba desaire y enfado, un enfado continuo e irracional.
Durante
una interminable tarde de domingo, mientras hacía la comida para la semana,
tras haber planchado varias camisas de él, Ruth tomó una decisión.
El
martes, Joaquín se levantó muy temprano. Todo estaba en silencio, lo cual era
normal, pues Ruth siempre se iba antes. Se dirigió a la salita para levantar la
persiana. Cuando lo hizo, distinguió un bonito sobre apoyado en el cenicero de
cristal regalo de sus padres. En el anverso se leía “Febrero”; dentro, aparte
de algunos billetes, había una hoja cuadriculada de cuaderno doblada por la
mitad; decía sencillamente: “Te dejo varias fiambreras en el frigorífico. Cuídate,
Joaquín.”
Sin
decir nada, Joaquín se vistió, cogió el metro y llegó puntual al museo a
sentarse frente a la escultura. El móvil, a su lado, pequeño y desolado sarcófago
vacío, no vibró en toda la mañana. Siempre atento a los detalles, sus ojos se
fijaron aquel día en las manos de la figura: finas, gráciles, delicadas... Unas
manos divinamente frías.
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