Santiago Marquina era conocido en la ciudad como el coleccionista de sonrisas. Su estudio fotográfico era lugar de peregrinaje para todos aquellos mortales que anhelaban ser capturados en una instantánea mientras sonreían ante el semidiós en que se había convertido.
Algo tan sencillo a simple vista se tornaba misión imposible para la mayoría, porque Santiago era muy especial en este oficio de capturar sonrisas, sólo coleccionaba aquellas que él denominaba “la belleza del alma”.
El protocolo era siempre el mismo. La persona interesada, tras cita previa, acudía al estudio de Santiago y le ofrecía su sonrisa como si de un valor en bolsa se tratara.
Primero, el sujeto pasaba por el banco de pruebas. En una estancia blanca, con solo un espejo por todo decorado, el “sonreídor” probaba una amplísima gama de sonrisas para después afrontar la siguiente prueba.
La variopinta exhibición de muecas de la que hacían gala los aspirantes constituía un material valiosísimo que, por supuesto, Santiago recogía por medio de una cámara camuflada en el mismo espejo al que los modelos se entregaban con frenesí.
A continuación eran recibidos por un ayudante para realizar el posado:
-
Muéstreme su mejor sonrisa.
-
Procure mantenerla.
-
Probemos una vez más. –Les decía mientras
eran observados escrupulosamente por Santiago desde todos los ángulos y distancias.
La prueba podía repetirse una y otra vez hasta que llegaba el veredicto:
-
Lo siento, no me
sirve.
-
No capto la belleza
del alma en su sonrisa.
-
No es lo que busco.
Las sesiones de fotos de los “sonreidores” solían resultar frustrantes y acababan en el más estrepitoso de los fracasos.
Tras veinte años buscando en las sonrisas la belleza del alma lo que había alimentado Santiago sin pretenderlo fue la tristeza y el abatimiento de tantos aspirantes. Es más, había conseguido marcar el pulso de la ciudad. Se constituían asociaciones de sonreidores ignorados. Se abrían academias
donde se enseñaba a sonreír. Proliferaban grupos de autoayuda para los más afectados.
La guinda la puso uno de los candidatos a la alcaldía al incluir en su programa electoral la implantación en las escuelas de una nueva asignatura para que los niños aprendieran a mostrar en sus sonrisas la belleza del alma.
Comprendió Santiago que en su empresa como coleccionista de sonrisas se le arrogaban responsabilidades que no le correspondían y se planteó seriamente cambiar el rumbo de las cosas. Tras jornadas de intensa reflexión solo halló una salida: empezar una nueva vida en otra ciudad, con otra profesión.
Preparó su marcha con absoluta meticulosidad. Esa noche la pasaría de vigilia, despidiéndose de su magnífica colección, una interminable cascada de sonrisas que cubría las paredes de una amplia estancia aledaña a su estudio. Santiago pasaba las manos por ellas en un adiós individual, reconociendo su variedad: sonrisas zafias, humildes, bobaliconas, ingenuas, sinceras, encantadoras… pero la belleza del alma no asomaba a ninguna de ellas.
Al pie de cada foto había diversas anotaciones, muchas imprecisas. Todas tenían un número. Era la nota con la que Santiago valoraba la belleza del alma, Ninguna alcanzaba el diez.
Le llevó horas decir adiós a su obra. El siguiente paso sería el más doloroso. Tenía dispuesto meter todas aquellas imágenes en varias maletas y facturarlas a diferentes direcciones inexistentes de cualquier país o continente. Saber que seguirían existiendo, aun desconociendo su paradero, le proporcionaba cierto alivio.
En esta tarea andaba Santiago cuando sonó el timbre. Eran las nueve y había olvidado cancelar sus últimas citas. Pensó que no perdía nada por atenderlas, sacar unas fotos y guardarlas como recuerdo. Eso es. Serían las últimas sonrisas.
En el umbral, dos mujeres, jóvenes, de gran parecido. Luego supo que eran hermanas. Las condujo directamente al estudio. Esta vez no hubo protocolo de preparación. Realmente nunca sirvió de nada, así que posarían directamente ante su cámara.
Se preparó la primera. Santiago le dio unas breves y precisas indicaciones sobre cómo mirar, cómo sonreír, altura de la barbilla, etc… Varios disparos anunciaron la labor concluida.
Las dos mujeres percibían la apatía y las prisas del afamado fotógrafo pero no dijeron nada. Dejaban actuar y observaban.
Se preparó la segunda. Se repitieron las mismas directrices. Algo no funcionaba. Aquella mujer mantenía una mueca fija como de sonrisa forzada. Santiago comenzó a ponerse nervioso, sus ojos iban y venían de la mujer al visor y viceversa. Sus manos sudaban. Una vez más y en un tono algo agrio, la conminó a que sonriera.
Incomodada ante la situación y antes de que todo se echara a perder, la hermana habló:
-
Disculpe. Realmente era yo la que quería
fotografiarme. Mi hermana no puede sonreír. Padece una parálisis facial que se lo impide. Pero le hacía tanta ilusión posar para usted que no
ha podido resistirse.
Aquellas palabras dejaron a Santiago completamente desarmado. Más que hablar, balbuceó:
-
Lo siento, yo… en fin, le haré unas fotos igualmente.
Seguro que saldrá muy guapa.
(Qué tontería
acabo de decir –pensó al instante).
-
Gracias.
La escena se recompuso: la mujer, más tranquila, posaba plena de gratitud. Tras la cámara, Santiago observó que era realmente hermosa y un escalofrío recorrió su frente cuando la miró a los ojos. Un disparo, otro, otro, imposible parar aquello. Sentir que uno está alcanzando la perfección.
Cuando salió de aquella sacudida vertiginosa solo oía su respiración, fuerte y desacompasada. Contempló de nuevo a la mujer, más por afianzar la sensación experimentada que por mera cortesía.
-
Bueno, ya veremos
lo que sale de todo esto.
Acompañó a las mujeres hasta la puerta y apenas acertó con los formalismos de una común despedida.
No atendió a más citas. Recorrió precipitadamente los escasos metros que separaban el estudio del cuarto oscuro, en el que instantes después los líquidos reveladores y fijadores obraron el milagro. Desechó las imágenes de la primera mujer y contempló atónito el resto. Allí estaba lo que persiguió durante veinte años: la belleza del alma en una sonrisa.
Sorbió sus lágrimas mientras las yemas de los dedos repasaban el rostro de la mujer. Todo estaba en aquella mirada, eran los ojos los que sonreían y abrían puertas hasta los más bellos recónditos del alma.
Esa misma tarde, Santiago abandonó su estudio, su vida pasada, la ciudad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario