imagen: JACQUELINE OSBORN |
Nunca
supo el secreto. Veinte años o cinco dan igual cuando la decisión de ocultarlo
se toma en el minuto uno. El transcurso del tiempo lo desnuda del halo de
inquietud que lo envolvía para vestirlo de cotidianidad. Se olvida su misterio,
su opacidad e incluso el dolor insomne que pudo haber ocasionado. Deja de ser
secreto, ni siquiera existe.
Ella
lo escuchaba con atención. Observaba sus facciones tan nuevas con aquella barba
que le favorecía y a la vez tan familiares y aniñadas. Como un fugaz relámpago
sitió la punción de un amor olvidado. El corazón tiene memoria y cualquier
chispa consigue por un segundo despertar una reacción física, algo tan
insustancial que de inmediato vuelve a perderse en los recovecos del olvido. Le
hizo gracia la forma atropellada con la que trataba de ponerla al día de sus
logros, la misma con la que exponía de joven sus temas en la facultad en los
años donde lo amó en silencio. Por un
instante se abstrajo embebida en la sonoridad de sus palabras tratando
de imaginar cómo habría cambiado el rumbo de sus vidas si ella se lo hubiera
dicho. Tan libres, tan jóvenes, tan ambiciosos cayendo en el precipicio de lo
establecido, en el abandono del objetivo marcado cuando se saludaron por
primera vez. Él hubiera renunciado a dirigir la carrera política del presidente
y ella vería los reportajes de guerra en las noticias, vendería su cámara y
renunciaría al World Press Photo. Puede que incluso la abnegación hubiera sido
solo de ella. Podría haber seguido adelante sola, abrir un estudio fotográfico
donde plasmar sonrisas de bautismos o comuniones, besos de boda o
felicitaciones de aniversario, y luego en casa la implacable presencia del pasado
en otro rostro infantil,mientras él escalaría puestos en el periódico hasta
conocer al candidato y dirigir su campaña publicitaria hacia la cumbre del
éxito. Se preguntó si hubiera sido feliz contándoselo, al menos un poco feliz
sin su amor a cambio de su compañía, si el sentido firme de responsabilidad que
él siempre tuvo hubiera sostenido los cimientos de un hogar. Le hubiera visto
languidecer entre pañales y biberones fingiendo el bienestar del acomodo,
forzando una sonrisa de camino a la redacción. Y luego al caer la noche el sofá
resistiría el peso de dos cuerpos marchitos, juntos pero lejanos en el punto de
encuentro de una cuna.
La
presencia del camarero la sacó de sus pensamientos. Él pagó la cuenta y cada
uno tomó su maleta rumbo a destinos opuestos anunciados por megafonía. Un
abrazo rápido, estremecido, sin nada que decir. Hasta la próxima, suerte,
cuídate, cualquier frase hecha que sonaría mientras se alejaban. Ella rumbo al
oeste viendo cómo los cristales del aeropuerto le devolvían la imagen de su
cuerpo bello, seco, estéril desde aquel día, aferrada a la cámara de fotos por
la que se asomaba al frecuentado inframundo de las balas y la sangre.
Nunca supo el secreto. Por primera vez se
preguntó por qué no se lo confesó veinte años atrás. Él la reconoció al
instante a pesar de las ojeras y el aspecto cansado. Conservaba aquella belleza
salvaje que lo atrapó en la facultad, ahora más hecha, más reposada, más
madura. Se acercó a la mesa y la llamó interrogante. Vio en su rostro la duda
de un segundo, ese fugaz instante que el cerebro necesita para ordenar cajones
ocultos y traer al frente el destello de una mirada, un timbre de voz, una
sonrisa a media asta. Cuando se levantó lo envolvió en el perfume del pasado y
recordó cuánto la había amado. Se abrazaron eufóricos en el reencuentro y
compartieron los minutos que faltaban para una nueva despedida. La felicitó por
el reciente premio fotográfico publicado en El Times y le rogó que le pusiera a
día con esa capacidad de síntesis que siempre envidió. La escudriñó mientras
hablaba tratando de rescatar algún rescoldo de la pasión que se inflamaba entre sábanas de juventud.
Veía sus labios sinuosos y memoraba su humedad recorrerlo despacio. Veinte años
sin saber de ella desde que tomó la cámara sin mirar atrás. Siempre lo supo.
Era mujer de objetivos claros e inamovibles, como él,
pero si ella lo hubiese amado al menos un poco él podría haber desviado su
rumbo para vivir a la espera de sus regresos, tal vez una corresponsalía
próxima o un puesto fijo en la editorial, cuidando de los hijos que hubiera
deseado y buscado. El silencio que salva escollos en momentos de ruido también
cava fosas donde ocultar cadáveres incómodos que el tiempo descompondrá en
putrefacción y que nadie recordará al pasear sobre la hierba que se abre paso
en la superficie. Él también le contó sus logros de forma atropellada. El tiempo
se agotaba en la terminal del aeropuerto en combustión rápida e imparable. La
notó absorta, con ese rasgo de personalidad que siempre tuvo cuando se metía
para dentro, cuando era aún más bella e inaccesible.
La megafonía puso en sus manos el último
abrazo, un cuídate y tal vez un hasta la próxima. La vio alejarse mirando
absorta a las cristaleras del pasillo. Él rumbo al este, aferrado a su maletín
y revisando los mensajes en el buzón de voz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario