Estuvo revisando una y otra vez el fotograma, sin
encontrar explicación a la aparición de aquella mancha blanquecina en un
lateral de la imagen. Revisó el equipo varias veces, comprobando que la lente
no estuviese dañada. Muchas veces ocurre que un insecto o una brizna pasa por
delante de la cámara justo en el momento del disparo. Pero no, esta vez no le
encontraba una explicación racional.
La segunda vez que ocurrió, viejos fantasmas de su
pasado le visitaron. Esta vez la cámara estaba programada para recorrer toda la
cúpula celeste aquella noche, de forma que sobre la gran bóveda titilaban
rítmicamente los brazos de la galaxia, ofreciendo un espectáculo estremecedor
sólo con pensar la magnitud de las distancias que separaban unas estrellas de
otras. Y la luz de algunas de ellas, cruzando el firmamento, llegaba a nosotros
cuando su vida se extinguió hacía tiempo. Sin saberlo, somos meros observadores
de estrellas muertas, pero seguimos encandilados con el calor y brillo que
arrojaron al frío espacio que nos separa de ellas.
Acurrucados
sobre una manta, compartiendo la efervescente energía del enamoramiento,
observaban como la Vía Láctea les arropaba aquella noche de primavera.
―¿Crees que
hay vida allí arriba?― preguntó Noelia mientras sobaba el lóbulo de la oreja
izquierda de Eloy.
―No lo sé― le
respondió al tiempo que clavaba su pupila en aquellos fascinantes ojos negros―,
pero si la hubiera, no creo que las hembras de cualquier especie alienígena
fuesen tan guapas como tú. ―Rieron.
―Qué tonto
eres. Otra pregunta, y ahora en serio. ¿Y vida después de la muerte?¿Crees que
hay algo más allá de la vida que vivimos y conocemos, algo trascendental?
―¿A qué viene
eso ahora? ¿Crees que podrías aguantarme eternamente?― Rieron ambos de nuevo.
―No sé, a
veces pienso que el tiempo que pasamos aquí es sólo una fracción de nuestra
existencia. Ignoro si el espacio es infinito, o si el universo tiende a
expandirse, como dicen, pero, ¿y el tiempo?¿Y si pudiéramos vivir muchas
vidas?¿Y si pudiéramos acordarnos de lo que fuimos en otra vida?
―Creo que has
bebido demasiado vino―le respondió Eloy haciendo un gesto con su dedo alrededor
de la sien.
―¡Tonto!―le
dijo enseñándole la lengua.―Estoy hablando en serio.
―¿De verdad?
Qué novedad ― y le guiñó un ojo cómplice.―Mira, no sé qué pasará mañana, por lo
que me resulta muy difícil contestar a la pregunta que planteas. Pero no eres
la primera que se pregunta algo así. La mujer de Houdini, el mago, ya sabes, el
escapista, acordó con su marido un código, por si fallecía antes que él, de
forma que pudiera decirle qué es lo había “al otro lado”. En aquella época,
había mucho farsante que intentaba aprovecharse de la gente, ¿sabes?, y les
contaban milongas a costa del supuesto contacto con sus difuntos.
―No sabía
eso. Y, ¿qué ocurrió?―le inquirió con avidez.
―Pues a
ciencia cierta, nadie lo sabe. El pobre Harry, que en realidad era un total
incrédulo de estos temas, se pasó años contratando a las mejores mediums y
haciendo todo tipo de sesiones de espiritismo para contactar con su amada Bess.
Dicen que nunca lo consiguió, pero…
―¿Pero qué?
Finalmente lo hizo, ¿verdad?¿Qué le contó sobre el más allá?
―No te hagas
ilusiones, cariño. Nadie ha vuelto para contarlo, tal vez porque una vez que se
agota nuestro tiempo, ya nunca más seremos lo que una vez fuimos. Conformate
con vivir una larga y alegre vida a mi lado, prometo hacerte reir todos los
días.
―Lo has
prometido, si algún día no me haces reir, te mato, y no hace falta que vuelvas
del otro lado― y volvieron a reír a carcajadas.
Eloy era un auténtico especialista en comprimir el
tiempo. En su profesión había llegado a lo más alto. Aquel documental que rodó
en el Amazonas sobre cómo una araña tejía de forma concienzuda una enorme y
bellísima telaraña, trampa mortal para sus presas, le valió más de un
prestigioso premio. En apenas un par de minutos condensó aquella titánica tarea
que le costó a su laboriosa constructora casi una jornada entera colgada por
tan finísima hebra. Cientos de fotografías, una tras otra, con una cadencia
definida entre ellas, obraron el milagro de ver en acción al arácnido. Aquella
técnica la denominaban “time lapse”. Con ella, Eloy había descubierto al gran
público muchas de las maravillas de la naturaleza. El crecimiento de las
plantas, la eclosión de una mariposa tras el estado larvario, el flujo continuo
de las mareas en la costa. Nuestra medida del tiempo, a escala humana, no
servía para observar la evolución vital de otros habitantes del planeta.
En este su último proyecto, como en otros anteriores,
había contado con la colaboración de su amiga y colega Miriam, que a la sazón,
ponía música de fondo a sus reportajes. Tras compartir con ella las imágenes,
un comentario suyo le llamó la atención. “¿Desde cuándo las abejas saben
escribir?”, le dijo en tono jocoso por teléfono. El documental estaba basado en
cuatro tomas de una colmena. Durante cada uno de esos cuatro días, la cámara
fotografió, inexorable, un panal de los que componían una misma colmena, a fin
de mostrar cómo las abejas organizaban su trabajo, creando perfectas celdas
hexagonales en las que alojaban, de forma preestablecida, los huevos que
desarrollarían las larvas y pupas de las futuras abejas, por un lado, y las
oquedades rellenas de miel, por otro lado, que servirían para darles sustento
en su proceso madurativo.
Pasando las imágenes a la velocidad habitual de
reproducción, se observaba el frenesí de las obreras por culminar su trabajo lo
antes posible. Agitando su abdomen de un lado a otro, se comunicaban con sus
congéneres para indicar la dirección y proximidad de algún campo con polen que
recolectar, o bien la siguiente celda a trabajar para conformar el complicado
rompecabezas. El comentario de su compañera le hizo prestar especial atención.
Con el dedo índice sobre el botón de pausa, tras una tercera visualización de
la cuarta toma, vio con claridad cómo, durante unos segundos en pantalla, pero
un periodo mucho más largo en la realidad, las celdas rellenas con miel, las
más claras, dibujaban una casi perfecta “Y” en el monitor.
¿Casualidad? Sin duda hubiese sido la respuesta más
normal, una simple pareidolia, encontrar un símbolo conocido en el aparente
caos de un enjambre. Pero cuando, con el mismo ojo analítico, descubrió que en
la primera toma, la imagen persistente de una letra “E” ocupaba una parte de la
secuencia, no le quedó más remedio que buscar otras letras en el resto del
material. Y las encontró. Estaba convencido de que algo peculiar había pasado
en esa filmación.
“ELOY”. Esa fue la secuencia de letras. Para volverse
loco. Obviamente, aparte del comentario hilarante con su compañera, no
compartió este asunto con nadie más. Era absurdo pensar que una colmena tomara
conciencia humana para deletrear un nombre, y mucho menos el suyo. ¿Era víctima
de una apofenia? De hecho, comentó con la productora que tendría que repetir el
trabajo pues el equipo no estaba correctamente calibrado. Nadie más vio las
imágenes.
Ya habían pasado cuatro años desde que Noelia le dejó.
En su cabeza, todavía resonaban sus palabras de despedida, calmadas, pese a ser
pronunciadas mientras su avión se precipitaba al océano: “Te quiero, Eloy, no
me olvides”. Su recuerdo le desgarraba las entrañas. Cada segundo, desde
entonces, era un eterno suplicio por la ausencia. Hasta que esa idea se instaló
en su cabeza. ¿Y si había encontrado la forma de comunicarse? ¿Y si aquella
idea juvenil era capaz de romper la barrera del tiempo y del espacio? Desde
entonces, buscó el espíritu de Noelia allí donde apuntase con su cámara.
Una y otra vez, el obturador se abría para tomar una
instantánea, un momento único e irrepetible, bien fuese para grabar una miríada
de diminutas personas cruzando por oleadas en un concurrido cruce de calles en
Tokio, o decenas de barcos de distintos calados atracando y zarpando de un
puerto deportivo un día de verano, o un campo entero de girasoles girando al
compás del dios Helios. En todas y cada uno de estas secuencias, Eloy buscaba,
y a veces creía encontrar, un patrón irracional, e imperceptible para el resto,
que transformaba el caótico movimiento humano en una vocal, la disposición de
los mástiles de desconocidos veleros en una consonante, la proyección de flores
sobre tallos en algo más que un simple juego de luces y sombras.
Aparte de los encargos, en su tiempo libre también se
dedicó a fotografiar aquellos lugares icónicos donde vivió con Noelia momentos
especiales, como la playa donde se conocieron durante una puesta de sol, el
cerro donde compartieron su común pasión por la astronomía, o el jardín de su
casa en la sierra, donde el propio Eloy posó inmóvil durante horas, esperando
una señal más tangible, un susurro, una esperanza.
Tras meses de dedicación, creyó haber obtenido el
esperado mensaje del más allá. “Eloy, busca a Leire”. Ese día lo recuerda como
uno de los más tristes de su vida, no dejaba de llorar pensando en lo que una
vez pudo ser una vida plena y feliz al lado de su mujer y la hija que nunca
tuvieron. Sólo era un proyecto vital, a medio plazo, cuando su vida profesional
les diese un respiro para formar una familia. Pero tenía un nombre: Leire.
Miriam trató de consolar a su amigo mientras éste se
desmoronaba en sus brazos. La búsqueda de aquella quimera le había sumido en un
estado de desesperación tal que, hasta que no pronunció aquel nombre, Leire, no
supo cómo ayudarle. Le dio el teléfono de una conocida suya, Mercedes, que se
dedicaba a trámites de adopción. Ella le pondría en antecedentes, no tenía que
preocuparse de nada, pero le convenció para que visitara uno de los centros de
acogida.
Aquella tarde, acompañó a Eloy. Mercedes se presentó y
mantuvieron una cálida conversación durante unos minutos.
―Miriam me ha contado tu situación, y tal vez pueda
ayudarte. Yo tampoco creía en las casualidades, pero trabajando con estos niños
con dificultades he visto tantos casos peculiares, que uno ya duda de lo que es
racional y lo es simplemente un milagro, por llamarlo de alguna forma.
Salió de la sala, y cuando volvió lo hizo con una niña
en brazos. Era tímida, y en un primer momento no quiso mostrar sus rostro. La
sentó en su regazo, mirando hacia el visitante.
―Mira quien ha venido a verte ― le dijo con la típica entonación con la que algunos se dirigen a
los niños.
Lentamente giró su pequeña cabecita. Cuando Eloy se
vio reflejado en aquellos enormes ojos negros, su corazón se desbocó. Aquella
mirada algo perdida, aquellos rasgos peculiares, delataban la enfermedad que
sin duda atemorizó a sus padres, hasta el punto de desprenderse de la criatura.
La niña esbozó una sonrisa arrebatadora, y estiró sus bracitos hacia Eloy, tal
era su necesidad de cariño que lo buscaba hasta en un desconocido. Sentada
sobre sus rodillas, sin dejar de sonreír ni un sólo instante, levantó su mano
para asir la oreja de Eloy.
―Tiene cuatro años, pero a nivel de desarrollo
cognitivo, es como si tuviera sólo dos― le indicó Mercedes.
―Hola ¿Cómo te llamas?― le interpeló Eloy estupefacto. Había algo en esa niña que le
resultaba tan familiar que no podía ni explicarlo.
―Leire.
Ya tenía la respuesta que había estado buscando. Su
contador temporal se puso de nuevo a cero. Su segunda vida la pasaría al lado
de Leire.
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