La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

viernes, 14 de octubre de 2016

Balto, nuestro pequeño amigo, por LEANDRO GARCÍA CASANOVA.


Balto era ya un perro viejo, manso e inocente, en enero de 2015 había cumplido 15 años (que equivalen a 105  de los nuestros) y tenía la salud bastante deteriorada. Era un pastor catalán, de color canela, y pesaba unos cinco kilos. Siendo un cachorro lo trajeron de Madrid, junto a su hermana Sara, para regalárselos a un personaje de Extremadura. Pero no los quiso y, por esas casualidades de la vida, a mi mujer, Antonia, le regalaron Balto. Sara en cambio murió dos años después, atropellada en la carretera en una de las veces que se escapó del corral de su dueña.

Al principio, Balto también se escapaba alguna que otra vez de mi casa y correteaba por ahí. Y cuando estaba cansado de jugar o de ver el mundo, regresaba. Recuerdo aquel día en que lo encontré tirado a la puerta de casa, en medio de un charco de sangre. El galgo de un vecino le había mordido en el cuello y Balto pudo huir y refugiarse en la puerta. Lo llevé al veterinario, en el vespino de un vecino, mientras este llevaba cogido al perro en el asiento de atrás. El albéitar le cosió la herida del cuello y el can se salvó. Hace casi un año, un amigo vino a mi cueva de Guadix y, al despedirnos en la calle, Balto aprovechó para salir por la cancela atraído por unos perros que ladraban en las cuevas de más abajo. Lo estuvimos buscando casi toda la noche por las cercanías, sin resultado alguno. Y cuando amaneció proseguimos la busca, hasta que lo dimos por perdido. Balto tenía cataratas, apenas oía y las patas traseras le flojeaban bastante.

Sobre las 11 de la mañana, se me ocurrió ir a dar una vuelta por el mercadillo del sábado. Fuimos mirando por la avenida de Medina Olmos, mi mujer se dio una vuelta por el parque de Pedro Antonio de Alarcón y, cuando estábamos en la rotonda de las Américas, observé desde el vehículo que Balto subía por la acera de la izquierda en dirección a la Catedral. Por pura casualidad, me encontré con la imagen cansina del perro canela. Si hubiera pasado con el vehículo, un minuto antes o después, posiblemente no lo hubiéramos visto. Lo llamó a voces y, con lágrimas en los ojos, mi mujer se bajó del vehículo y lo recogió. El perro cayó agotado en la esterilla del coche y se apegó a los pies de mi mujer, como agradeciendo que lo rescatáramos de la calle. Balto había estado más de doce horas andando y no esperábamos que se encontrara a unos cuatro km de la cueva. No hubiera vivido mucho con el calor que hacía en junio, pues esa tarde teníamos que marcharnos. De nuevo se había librado de una muerte segura.

Cuando yo llegaba a casa, después del trabajo, se acercaba a la puerta  y venía a mi encuentro. Antes, cuando oía bien, llegando la hora se ponía junto a la puerta a esperarme y, cuando oía el ruido del coche, empezaba a ladrar. Al sentarme a comer, se colocaba a un lado en silencio mientras yo veía las noticias. A veces pasaba un rato y no me daba cuenta de su presencia. Entonces le echaba un trozo de pan y Balto se iba tan contento a comérselo. Como era muy curioso, siempre tenía que olisquear y verlo todo, si entrabas en la cocina, Balto tenía que abrir la puerta porque en el lavadero estaba su transportín, o bien pensaba que ibas a echarle algo de comida. Otras veces se alzaba hasta nuestras piernas o llamaba la atención, de manera que nos habíamos acostumbrado a Balto y era uno más de la familia. La compañía que te dan estos animales fieles y el cariño que les coges no se pueden describir.

Se había convertido en el guardián de la casa y, si tardábamos mucho, nos recibía con ladridos como quejándose por la tardanza. Todos los días lo sacaba a hacer sus necesidades dos veces: a las 6:15 y doce horas después. Si veía a algún perro, a veces se ponía a jugar y para casa. De vez en cuando salíamos a dar un paseo por el campo y, cuando nos veía ponernos las zapatillas deportivas, se ponía muy contento. Pero su salud se fue deteriorando en el último año. Le daban síncopes (el corazón se le quedaba paralizado y perdía el conocimiento, hasta que se recuperaba unos segundos después), cada vez más frecuentes, también tenía arritmias y un soplo en el lado derecho del corazón. El veterinario le recetó dos clases de pastillas y últimamente parecía mejorar. Hace unos días, Antonia me dijo que Balto había perdido dos dientes y que estaba muy delgado.

El 17 de abril, sobre las 6:20 horas, al subir las escaleras de casa, empieza a toser y a tambalearse hasta que se queda tirado en el rellano de la puerta. Esta vez no perdió el conocimiento porque aulló dos veces, quejándose del dolor, mientras yo lo acariciaba para que sintiera que estaba a su lado. Cuando vine de trabajar, mi mujer me dijo que se había pasado toda la mañana tosiendo. Por la tarde, nos fuimos a la cueva de Guadix y, al llegar, lo saqué al campo. Nada más subir una pequeña y empinada cuesta, Balto volvió a caer en redondo al suelo. Medio minuto después, se incorporó casi sin fuerzas para hacer sus necesidades pero estaba muy desorientado, pues se iba en dirección contraria a la cueva. Ya no podía con su alma y entonces pensé que Balto no llegaría al final del día. Una hora y pico después, volvió a repetirle el síncope en casa. El perro tenía ya mal aspecto. Aquella tarde se pegaba mucho a nosotros, rozándonos, tanto que al andar casi lo pisábamos. Se sentía bastante débil y había cogido miedo, de manera que necesitaba estar muy cerca de nosotros.

La noche la pasó bien y sin toser, en el transportín, pero cuando lo saqué antes de amanecer, la pequeña cuesta de nuevo lo arrojó cruelmente al suelo. Sin embargo, una vez más, Balto se levantó como un jabalí herido, tambaleándose y sin apenas fuerzas para sostenerse, casi no podía alzar la pata para mear. Un rato después, le volvió a repetir el síncope en la cueva. En poco más de veinticuatro horas, le habían dado cinco síncopes. A las 10:30 horas, Balto se montó contento en el coche porque lo sacábamos a la calle. Lo llevamos a la clínica del veterinario y aquí movió el rabo de alegría porque había una perra. Cuando lo subí en la mesa para que lo examinara, se puso nervioso como otras veces. Le explicamos al veterinario las enfermedades que tenía, entonces nos dijo que el perro tosía porque los pulmones se le encharcaban de sangre y que cada vez iba a sufrir más, y nosotros también. Decidimos que lo mejor era sacrificarlo.

El veterinario le inyectó un sedante a Balto y, unos minutos después, cuando ya estaba dormido, le puso la inyección de la eutanasia en el cuello, pues no le encontraba la vena en la pata. Segundos después, su cuerpo empezó a tener ligeras convulsiones (una parada cardíaca), hasta que los ojos se le volvieron hacia arriba y las pupilas se le dilataron. Por fin, el pobre Balto había dejado de sufrir. Era tan bueno, que ya no tendremos otro perro como él y, después de quince años juntos, aunque esperábamos su muerte, ha dejado un vacío que no se puede llenar. Se conformaba con la comida que le echabas, nunca protestaba y siempre salía a nuestro encuentro cuando llegábamos a casa.

Cada mañana, cuando le abríamos la puerta del lavadero, él nos saludaba con alegría. Pero, ahora, cuando entro en casa, el corazón me da un vuelco y todo son recuerdos porque el roce hace el cariño. Balto había sido el guardián fiel que siempre buscaba nuestra compañía, porque no quería estar solo. Nuestros dos hijos lo querían mucho y va a ser un duro golpe cuando se enteren de su muerte. Unas horas después enterré a nuestro pequeño amigo, envuelto en una sábana. Yo siempre lo decía: “El día que se muera Balto, va a ser un duelo”. Y así ha sido. Quizá lo resuman mejor estos renglones, de un poema de Pablo Neruda:

Mi perro me miraba con esos ojos más puros que los míos (…).


Cerca de mí, sin molestarme nunca, ni pedirme nada.

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