Balto era ya un perro viejo, manso e
inocente, en enero de 2015 había cumplido 15 años (que equivalen a 105 de los nuestros) y tenía la salud bastante
deteriorada. Era un pastor catalán, de color canela, y pesaba unos cinco kilos.
Siendo un cachorro lo trajeron de Madrid, junto a su hermana Sara, para regalárselos a un personaje
de Extremadura. Pero no los quiso y, por esas casualidades de la vida, a mi
mujer, Antonia, le regalaron Balto. Sara en cambio murió dos años después,
atropellada en la carretera en una de las veces que se escapó del corral de su
dueña.
Al
principio, Balto también se escapaba alguna
que otra vez de mi casa y correteaba por ahí. Y cuando estaba cansado de jugar
o de ver el mundo, regresaba. Recuerdo aquel día en que lo encontré tirado a la
puerta de casa, en medio de un charco de sangre. El galgo de un vecino le había
mordido en el cuello y Balto pudo
huir y refugiarse en la puerta. Lo llevé al veterinario, en el vespino de un vecino, mientras este llevaba
cogido al perro en el asiento de
atrás. El albéitar le cosió la herida del cuello y el can se salvó. Hace casi
un año, un amigo vino a mi cueva de Guadix y, al despedirnos en la calle, Balto aprovechó para salir por la
cancela atraído por unos perros que ladraban en las cuevas de más abajo. Lo
estuvimos buscando casi toda la noche por las cercanías, sin resultado alguno. Y
cuando amaneció proseguimos la busca, hasta que lo dimos por perdido. Balto tenía cataratas, apenas oía y las
patas traseras le flojeaban bastante.
Sobre las
11 de la mañana, se me ocurrió ir a dar una vuelta por el mercadillo del sábado. Fuimos mirando por la avenida de Medina
Olmos, mi mujer se dio una vuelta por el parque de Pedro Antonio de Alarcón y,
cuando estábamos en la rotonda de las Américas, observé desde el vehículo que Balto subía por la acera de la izquierda
en dirección a la Catedral. Por pura casualidad, me encontré con la imagen
cansina del perro canela. Si hubiera pasado con el vehículo, un minuto antes o
después, posiblemente no lo hubiéramos visto. Lo llamó a voces y, con lágrimas
en los ojos, mi mujer se bajó del vehículo y lo recogió. El perro cayó agotado
en la esterilla del coche y se apegó a los pies de mi mujer, como agradeciendo
que lo rescatáramos de la calle. Balto había
estado más de doce horas andando y no esperábamos que se encontrara a unos
cuatro km de la cueva. No hubiera vivido mucho con el calor que hacía en junio,
pues esa tarde teníamos que marcharnos. De nuevo se había librado de una muerte
segura.
Cuando yo
llegaba a casa, después del trabajo, se acercaba a la puerta y venía a mi encuentro. Antes, cuando oía
bien, llegando la hora se ponía junto a la puerta a esperarme y, cuando oía el
ruido del coche, empezaba a ladrar. Al sentarme a comer, se colocaba a un lado
en silencio mientras yo veía las noticias. A veces pasaba un rato y no me daba
cuenta de su presencia. Entonces le echaba un trozo de pan y Balto se iba tan contento a comérselo. Como
era muy curioso, siempre tenía que olisquear y verlo todo, si entrabas en la
cocina, Balto tenía que abrir la
puerta porque en el lavadero estaba su transportín,
o bien pensaba que ibas a echarle algo de comida. Otras veces se alzaba hasta
nuestras piernas o llamaba la atención, de manera que nos habíamos acostumbrado
a Balto y era uno más de la familia.
La compañía que te dan estos animales fieles y el cariño que les coges no se
pueden describir.
Se había
convertido en el guardián de la casa
y, si tardábamos mucho, nos recibía con ladridos como quejándose por la
tardanza. Todos los días lo sacaba a hacer sus necesidades dos veces: a las
6:15 y doce horas después. Si veía a algún perro, a veces se ponía a jugar y
para casa. De vez en cuando salíamos a dar un paseo por el campo y, cuando nos
veía ponernos las zapatillas deportivas, se ponía muy contento. Pero su salud
se fue deteriorando en el último año. Le daban síncopes (el corazón se le
quedaba paralizado y perdía el conocimiento, hasta que se recuperaba unos
segundos después), cada vez más frecuentes, también tenía arritmias y un soplo
en el lado derecho del corazón. El veterinario le recetó dos clases de
pastillas y últimamente parecía mejorar. Hace unos días, Antonia me dijo que Balto había perdido dos dientes y que estaba
muy delgado.
El 17 de
abril, sobre las 6:20 horas, al subir las escaleras de casa, empieza a toser y
a tambalearse hasta que se queda tirado en el rellano de la puerta. Esta vez no
perdió el conocimiento porque aulló dos veces, quejándose del dolor, mientras
yo lo acariciaba para que sintiera que estaba a su lado. Cuando vine de
trabajar, mi mujer me dijo que se había pasado toda la mañana tosiendo. Por la
tarde, nos fuimos a la cueva de Guadix y, al llegar, lo saqué al campo. Nada
más subir una pequeña y empinada cuesta, Balto
volvió a caer en redondo al suelo. Medio minuto después, se incorporó casi sin
fuerzas para hacer sus necesidades pero estaba muy desorientado, pues se iba en
dirección contraria a la cueva. Ya no podía con su alma y entonces pensé que Balto no llegaría al final del día. Una
hora y pico después, volvió a repetirle el síncope en casa. El perro tenía ya
mal aspecto. Aquella tarde se pegaba mucho a nosotros, rozándonos, tanto que al
andar casi lo pisábamos. Se sentía bastante débil y había cogido miedo, de
manera que necesitaba estar muy cerca de nosotros.
La noche la
pasó bien y sin toser, en el transportín,
pero cuando lo saqué antes de amanecer, la pequeña cuesta de nuevo lo arrojó cruelmente
al suelo. Sin embargo, una vez más, Balto
se levantó como un jabalí herido, tambaleándose y sin apenas fuerzas para
sostenerse, casi no podía alzar la pata para mear. Un rato después, le volvió a
repetir el síncope en la cueva. En poco más de veinticuatro horas, le habían
dado cinco síncopes. A las 10:30 horas, Balto
se montó contento en el coche porque lo sacábamos a la calle. Lo llevamos a
la clínica del veterinario y aquí movió el rabo de alegría porque había una
perra. Cuando lo subí en la mesa para que lo examinara, se puso nervioso como
otras veces. Le explicamos al veterinario las enfermedades que tenía, entonces
nos dijo que el perro tosía porque los pulmones se le encharcaban de sangre y
que cada vez iba a sufrir más, y nosotros también. Decidimos que lo mejor era
sacrificarlo.
El
veterinario le inyectó un sedante a Balto
y, unos minutos después, cuando ya estaba dormido, le puso la inyección de la
eutanasia en el cuello, pues no le encontraba la vena en la pata. Segundos
después, su cuerpo empezó a tener ligeras
convulsiones (una parada cardíaca), hasta que los ojos se le volvieron hacia
arriba y las pupilas se le dilataron. Por fin, el pobre Balto había dejado de sufrir. Era tan bueno, que ya no tendremos otro
perro como él y, después de quince años juntos, aunque esperábamos su muerte, ha
dejado un vacío que no se puede llenar. Se conformaba con la comida que le
echabas, nunca protestaba y siempre salía a nuestro encuentro cuando llegábamos
a casa.
Cada
mañana, cuando le abríamos la puerta del lavadero, él nos saludaba con alegría.
Pero, ahora, cuando entro en casa, el corazón me da un vuelco y todo son
recuerdos porque el roce hace el cariño. Balto
había sido el guardián fiel que siempre buscaba nuestra compañía, porque no
quería estar solo. Nuestros dos hijos lo querían mucho y va a ser un duro golpe
cuando se enteren de su muerte. Unas
horas después enterré a nuestro pequeño
amigo, envuelto en una sábana. Yo
siempre lo decía: “El día que se muera Balto, va a ser un duelo”. Y así ha
sido. Quizá lo resuman mejor estos renglones, de un poema de Pablo Neruda:
Mi perro me miraba con esos ojos más puros
que los míos (…).
Cerca de mí, sin molestarme nunca, ni pedirme
nada.
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