La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 29 de noviembre de 2022

SEMEJANZAS, DIVERGENCIAS, por María Jesús Ortiz Moreiro

 


¡Hey, tú! ¡Sí! ¡Tú! Tú que vas por una calle decorada con guirnaldas de luces intermitentes. Tú que esperas en la cola para pagar eso que llevas en la cesta. Tú que acabas de echarte a la boca un canapé en la comida prenavideña con los del curro -aún en el aperitivo… ¡cuánto te compadezco! -. Tú que continúas atascado en el mismo punto de hace una hora. Tú que estás colocando ese espumillón por allí. Tú que estás poniendo ese pastorcillo por allá. Tú que no haces nada de lo anterior, pero sigues la inercia de lo que se venía haciendo por estas fechas antes de que un virus parara el mundo… A ti, sí, te pido algo: Detente un momento. Deja de pensar o de hacer lo que estabas pensando, haciendo. Mira a tu alrededor. Fíjate bien en lo que ocurre, en la sucesión de pequeños eventos que trascurren en paralelo, que arman la escena de la que formas parte. Te cuento lo mío.

Estoy en un mercado de Navidad que no se celebraba desde hacía tres años. Es un mercado alejado del centro, del ruido de los turistas, del rugido de los coches que se apelotonan en mayores cantidades en las arterias principales, que está fuera del foco de las cámaras, de las listas de mejores mercadillos de la ciudad. Es un mercado de barrio, de un barrio residencial, tranquilo, de currantes y jubiletas, en el sur, lindando ya con el estado vecino. Hay bastantes puestos. Algunos no están ocupados. Puestos, la mayoría, gestionados por entidades sociales y deportivas de la zona como manera de recaudar fondos para sus respectivas causas. Puestos, por tanto, nutridos por voluntarios. Puestos de abalorios navideños, puestos con comidas y bebidas, la mayoría. La mayoría, con lo de siempre: vino caliente con y sin alcohol, salchichas y carne a la brasa, alguno hay con sopas, alguno hay con gofres o con tartas y bizcochos caseros, algunos funcionan como puntos de información de servicios del distrito, de los bomberos, de protección civil... Hay jóvenes tocando por iniciativa propia sus instrumentos: una con una flauta, otro con un violín, un quinteto de metal…

Eso he visto en mi primera ronda por el mercado, que se asienta rodeando el laguito central de una plaza, cogollo más antiguo del barrio, donde también se levanta una iglesia, de la que entra y sale gente continuamente, probablemente porque han visto que antes otros salían y entraban, aunque en realidad no hay nada especial que esté aconteciendo dentro, salvo lo que se espera encontrar, detalle arriba, detalle abajo en una iglesia antigua de una barriada periférica. Antes del parón pandémico solía comprar la salchicha de rigor en un puestecillo instalado junto a la iglesia. Recordaba que eran especialmente diligentes cobrando y sirviendo, que el producto era aceptable en cuanto a relación calidad/precio y que el trato era correcto. De ahí que esté justo aquí, ante el susodicho, desde donde te hablo. A la salchicha que me han adjudicado le queda vuelta y media para terminarse de dorar. Algo así me explica el salchichero, un sesentón afable que hace bromas continuas con sus compañeros de fogones y con quien lleva la caja. No recuerdo si eran los mismos de la última vez, pero sí que había ese mismo ambiente distendido, muy, pero que muy de agradecer por estos lares, donde no es para nada la norma. No parece que haya cambiado nada en tres años tres que han pasado desde entonces. “Detente un momento”, me digo. “Mira a tu alrededor, fíjate bien”, me repito.  

Miro y veo que quien espera turno delante de mí le pega un bocado a la puntita de salchicha que asoma por el pan por el que la agarra y que le acaban de entregar. Se endiña un pedazo generoso antes aún de que le den las vueltas, antes aún de rociarla de kétchup y mostaza. Se quema la lengua, claro, naturalmente. Recién la han retirado de la parrilla. Pero los ojos, llenos de ganas, dan por bueno el atrevimiento.

Esta escena, el ansia, el hambre, la impaciencia que despierta en quien la lee, en quien la ve, refleja esa ansia, esa hambre, esa impaciencia nuestra en esta, más que “nueva normalidad”, un aterrizaje en toda regla en un mundo parecido al que dejamos atrás en enero de 2020, pero que no es enteramente igual. Ansia, hambre, impaciencia para que todo vuelva a ser como antes… ilusamente, inútilmente. Tal vez la salchicha tenga los mismos ingredientes que la del mercadillo de 2019. Tal vez los ponys que giran en círculo llevando a cuestas a niños lo hagan con la misma parsimoniosa cadencia que entonces. Tal vez el vino caliente nos achispe y atonte como solía hacer antaño. Tal vez lo que pase es que todo lo de fuera puede ser más de lo mismo, pero nosotros por dentro no. Aunque no llevemos ya mascarilla, aunque no nos sobresalte el estornudo de quien se abre paso entre la multitud delante de nosotros, aunque nos atrevamos a chuperretearnos el dedo pringado de salsa que acaba de caer del trozo de carne asada que nos han servido en un bollo. Hemos visto cosas, hemos vivido cosas, hemos sentido cosas -y no hemos visto, vivido y sentido otras tantas, más que las vistas, vividas, sentidas- que nos han hecho ser lo que somos ahora, por encima de todo, seres muy dispares de los que habríamos sido sin la pandemia de por medio.

Podrán hablar por ahí de eso de “la vuelta a la normalidad”, pero nunca usaremos de nuevo nuestra antigua piel. Ya la hemos mudado. Y de qué manera.

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