La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

miércoles, 29 de junio de 2022

TRÁGICA NOCHE DE SAN JUAN, por Pepe Velasco Romero.

 


Aurora echó a andar sin volver la cabeza. Lola ahora no intentó retenerla porque vio la decisión dibujada en su rostro. Anduvo y anduvo sin pensar en nada, y sin darse apenas cuenta, se encontró en el pequeño paseo marítimo de aquel pueblo para ella... Desde allí se fue hasta el faro por el gran muro rompeolas que circundaba la dársena. Se sentó bajo el pequeño fanal y comenzó a mirar al frente; al horizonte neblinoso y rojizo. La brisa marina comenzó a traerle rumores y cotilleos confianzudos, pero Aurora no se sentía con fuerzas ni con ganas de que nada ni nadie interrumpiera ni turbara sus recuerdos. Empero, la brisa insistió persistente y Aurora al fin sucumbió a sus cantos de sirena.

—«¡Madre...! ¿Te acuerdas de mí? Yo yazgo ahora en este santuario de paz, de agua de sal y de viento».

            La brisa le había traído ahora la voz un tanto jactanciosa —aunque ella siempre había adivinado trémula— de su hijo. Aurora se removió inquieta. El aire enredó los mechones sueltos de su pelo sobre su rostro y levantó levemente sus faldas, como instándole a que le prestara mayor atención. Se quedó mirando fijamente el horizonte turbio de neblina y ocre de rayos de sol. Y una racha que se adivinaba salobre y olía con ese olor característico de algas y de vida de mar descomponiéndose y transformándose para dar nueva vida, azotó con brío su tracto olfativo. Siempre le había atraído ese olor peculiar; entre putrefacto y salobre, pero ahora, en estos momentos, aunque ella quisiera convencerse que era muy a su pesar, le parecía el aroma más exquisito y refinado.

—¿Por qué lo hiciste? —le preguntó al mar—. Siempre me hiciste sufrir —prosiguió Aurora con tono de reproche. Aunque este reproche suyo era en parte fingido. Fingido para amonestar a su hijo por su comportamiento para con ella, pero en lo más hondo de su ser tenía la plena convicción de que, a pesar de todo, su hijo había sido para ella la experiencia más hermosa y grande que le había ocurrido en su vida; su razón de ser en cierta medida. Ella, aunque tenía la evidencia de la carta acusatoria de él, desde la perspectiva de su amor de madre, donde la objetividad siempre está desterrada, desde un principio siempre había pensado que su hijo había escrito la carta acusándose de aquel horrendo crimen solo para hacerla sufrir a ella, porque se sentía incapaz de pensar que su hijo hubiera sido capaz de cometer aquel abominable acto. Pero ahora nunca lo sabría con certeza, y esa duda le corroería y le atormentaría el resto de su vida. Si era así, Milagros no era capaz de imaginar cuánto la podía haber odiado su hijo para inventar todo aquel embrollo solo para tenerla sufriendo de por vida. Luego se reconfortaba un poco y pensaba que sencillamente su hijo fue siempre un ser complejo, con un carácter un tanto insólito y delirante. Sin duda, esto le daba un poco de consuelo, pero esto era como el placebo que su aturullada mente intentaba poner sobre la ya enconada herida porque la podredumbre avanzaba sin remisión por dentro.

            Los jirones rojizos, ahora de fuego, extendieron sus dominios por toda la bóveda de cielo crepuscular. Pronto todo se tornó en un mar tinto de sangre como reflejo premonitorio tardío de la otrora desatada tragedia.

—«¡Lo ves... es mi sangre!» —pareció decirle él a través del viento.

            Ella continuó quieta y firme, dejándose azotar por la brisa marina, con sus sentidos tensados y alerta. Las farolas del dique se fueron encendiendo y también adquirieron un tono ocre en su primigenia luz como si se hubieran concatenado con los elementos para representar aquella locura que profundizaba en su herida y agrandaba su pena de forma ostensible y notoria. Los pesqueros del pequeño puerto comenzaron a desfilar ante ella con parsimonia y esmero en busca los hombres de su sustento diario. Luego comenzaron a parecer a Aurora a lo lejos rosarios de puntos de luz, como las lucecillas que expelían las “mariposas” encendidas a las ánimas en el cementerio de su ciudad natal cuando ella era niña. Más tarde el rojo de sangre se fue y el manto negro de la noche, que había mantenido una pugna enconada con la luz, terminó por cubrirlo todo. Y ahora la brisa le trajo una voz más cantarina y dulce como de tanda de oboe o violines en una gran orquesta sinfónica que con su sonido tímido quisieran apagar el sordo rumor de los instrumentos más graves y broncos.

—«¡No estés triste Aurora, tu corazón y tu conciencia están limpios y claros, no te martirices, además, nada es absoluto, todo es relativo! ¿Nunca has pensado, que yo tenía allí mi destino? Los días que me habían tocado en suerte vivir se acabaron allí, a manos de él, pero podía haberme despeñado por el acantilado en un accidente absurdo». Reiteró la la voz dulce y melodiosa en tono conciliador y de consuelo, que Aurora identificó como la voz de María, la muchacha que supuestamente había sucumbido en aquel entorno a manos de su hijo, el que luego se lanzara al vacio del acantilado tras ella, aquella para Aurora fatídica noche  de San Juan de hacia ya unos años.

            Aurora había escuchado nítida ahora la voz de ella y asustada echó a correr con todas sus fuerzas, con sus ideas y su mente atrofiada y confusa, pero el estampido y posterior derroche de luz y color que horadó el cielo opaco y negro pareció sacarla de su “pesadilla” y por unos instantes quedó prendida de aquel derroche de belleza y fantasía lumínica como si hubiera aparecido en el cielo en detrimento y en pugna con la lobreguez nebulosa que hasta estos instantes la había tenido embriagada. Sin embargo, aquella explosión de belleza artificial también le volvió a traer la voz luctuosa envuelta en un excitante olor acre de pólvora quemada:

—«¡Lo ves...! ¡Esto es la vida: explosión de belleza y de formas, pero efímera y frágil... !»

—¡Por favor... dejadme ya en paz! —musitó Aurora, llevándose las manos a la cabeza y apretándosela con fuerza. Como si realmente, con esta actitud, pretendiera ahuyentar los fantasmas que merodeaban en torno a ella con tan pertinaz insistencia—. ¡Dejadme vivir y morir tranquila! ¡Dejad que mi vida transcurra placida los días que me quedan por vivir, pero por favor, no me atormentéis más!

            Este estado alucinado de Aurora le recordó vagamente otro pasado por ella en distintas circunstancias hacía ya mucho tiempo. Luego que aconteció todo, como si su organismo ya estuviera preparado de antemano, entró como en un estado de catarsis y volvió a deambular sin rumbo.

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