Aurora echó a andar sin volver la
cabeza. Lola ahora no intentó retenerla porque vio la decisión dibujada en su
rostro. Anduvo y anduvo sin pensar en nada, y sin darse apenas cuenta, se
encontró en el pequeño paseo marítimo de aquel pueblo para ella... Desde allí
se fue hasta el faro por el gran muro rompeolas que circundaba la dársena. Se
sentó bajo el pequeño fanal y comenzó a mirar al frente; al horizonte neblinoso
y rojizo. La brisa marina comenzó a traerle rumores y cotilleos confianzudos,
pero Aurora no se sentía con fuerzas ni con ganas de que nada ni nadie
interrumpiera ni turbara sus recuerdos. Empero, la brisa insistió persistente y
Aurora al fin sucumbió a sus cantos de sirena.
—«¡Madre...! ¿Te acuerdas
de mí? Yo yazgo ahora en este santuario de paz, de agua de sal y de viento».
La
brisa le había traído ahora la voz un tanto jactanciosa —aunque ella siempre
había adivinado trémula— de su hijo. Aurora se removió inquieta. El aire enredó
los mechones sueltos de su pelo sobre su rostro y levantó levemente sus faldas,
como instándole a que le prestara mayor atención. Se quedó mirando fijamente el
horizonte turbio de neblina y ocre de rayos de sol. Y una racha que se
adivinaba salobre y olía con ese olor característico de algas y de vida de mar
descomponiéndose y transformándose para dar nueva vida, azotó con brío su
tracto olfativo. Siempre le había atraído ese olor peculiar; entre putrefacto y
salobre, pero ahora, en estos momentos, aunque ella quisiera convencerse que
era muy a su pesar, le parecía el aroma más exquisito y refinado.
—¿Por qué lo hiciste? —le
preguntó al mar—. Siempre me hiciste sufrir —prosiguió Aurora con tono de
reproche. Aunque este reproche suyo era en parte fingido. Fingido para
amonestar a su hijo por su comportamiento para con ella, pero en lo más hondo
de su ser tenía la plena convicción de que, a pesar de todo, su hijo había sido
para ella la experiencia más hermosa y grande que le había ocurrido en su vida;
su razón de ser en cierta medida. Ella, aunque tenía la evidencia de la carta
acusatoria de él, desde la perspectiva de su amor de madre, donde la
objetividad siempre está desterrada, desde un principio siempre había pensado
que su hijo había escrito la carta acusándose de aquel horrendo crimen solo
para hacerla sufrir a ella, porque se sentía incapaz de pensar que su hijo
hubiera sido capaz de cometer aquel abominable acto. Pero ahora nunca lo sabría
con certeza, y esa duda le corroería y le atormentaría el resto de su vida. Si
era así, Milagros no era capaz de imaginar cuánto la podía haber odiado su hijo
para inventar todo aquel embrollo solo para tenerla sufriendo de por vida.
Luego se reconfortaba un poco y pensaba que sencillamente su hijo fue siempre
un ser complejo, con un carácter un tanto insólito y delirante. Sin duda, esto
le daba un poco de consuelo, pero esto era como el placebo que su aturullada
mente intentaba poner sobre la ya enconada herida porque la podredumbre
avanzaba sin remisión por dentro.
Los
jirones rojizos, ahora de fuego, extendieron sus dominios por toda la bóveda de
cielo crepuscular. Pronto todo se tornó en un mar tinto de sangre como reflejo
premonitorio tardío de la otrora desatada tragedia.
—«¡Lo ves... es mi
sangre!» —pareció decirle él a través del viento.
Ella
continuó quieta y firme, dejándose azotar por la brisa marina, con sus sentidos
tensados y alerta. Las farolas del dique se fueron encendiendo y también
adquirieron un tono ocre en su primigenia luz como si se hubieran concatenado
con los elementos para representar aquella locura que profundizaba en su herida
y agrandaba su pena de forma ostensible y notoria. Los pesqueros del pequeño
puerto comenzaron a desfilar ante ella con parsimonia y esmero en busca los
hombres de su sustento diario. Luego comenzaron a parecer a Aurora a lo lejos
rosarios de puntos de luz, como las lucecillas que expelían las “mariposas”
encendidas a las ánimas en el cementerio de su ciudad natal cuando ella era
niña. Más tarde el rojo de sangre se fue y el manto negro de la noche, que había
mantenido una pugna enconada con la luz, terminó por cubrirlo todo. Y ahora la
brisa le trajo una voz más cantarina y dulce como de tanda de oboe o violines
en una gran orquesta sinfónica que con su sonido tímido quisieran apagar el
sordo rumor de los instrumentos más graves y broncos.
—«¡No estés triste
Aurora, tu corazón y tu conciencia están limpios y claros, no te martirices,
además, nada es absoluto, todo es relativo! ¿Nunca has pensado, que yo tenía
allí mi destino? Los días que me habían tocado en suerte vivir se acabaron
allí, a manos de él, pero podía haberme despeñado por el acantilado en un
accidente absurdo». Reiteró la la voz dulce y melodiosa en tono conciliador y
de consuelo, que Aurora identificó como la voz de María, la muchacha que supuestamente
había sucumbido en aquel entorno a manos de su hijo, el que luego se lanzara al
vacio del acantilado tras ella, aquella para Aurora fatídica noche de San Juan de hacia ya unos años.
Aurora
había escuchado nítida ahora la voz de ella y asustada echó a correr con todas
sus fuerzas, con sus ideas y su mente atrofiada y confusa, pero el estampido y
posterior derroche de luz y color que horadó el cielo opaco y negro pareció
sacarla de su “pesadilla” y por unos instantes quedó prendida de aquel derroche
de belleza y fantasía lumínica como si hubiera aparecido en el cielo en
detrimento y en pugna con la lobreguez nebulosa que hasta estos instantes la
había tenido embriagada. Sin embargo, aquella explosión de belleza artificial
también le volvió a traer la voz luctuosa envuelta en un excitante olor acre de
pólvora quemada:
—«¡Lo ves...! ¡Esto es la
vida: explosión de belleza y de formas, pero efímera y frágil... !»
—¡Por favor... dejadme ya
en paz! —musitó Aurora, llevándose las manos a la cabeza y apretándosela con
fuerza. Como si realmente, con esta actitud, pretendiera ahuyentar los
fantasmas que merodeaban en torno a ella con tan pertinaz insistencia—.
¡Dejadme vivir y morir tranquila! ¡Dejad que mi vida transcurra placida los
días que me quedan por vivir, pero por favor, no me atormentéis más!
Este
estado alucinado de Aurora le recordó vagamente otro pasado por ella en
distintas circunstancias hacía ya mucho tiempo. Luego que aconteció todo, como
si su organismo ya estuviera preparado de antemano, entró como en un estado de
catarsis y volvió a deambular sin rumbo.
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