—¡Yo no obedezco ninguna
ley de los payos, solo obedezco la ley que dicta mi corazón! ¡Además! ¿Qué
clase de ley es esa que dice que yo no puedo estar con el hombre que amo?
—¡Mira, niña! ¡Déjate ya
de hostias y a mí no me pongas de mala leche! ¡Tú harás lo que nosotros te
digamos y punto!
—¡Pues oye lo que te
digo, no os atreváis a ponerme una mano encima! ¡Porque si lo hacéis me marcho
de esta casa! Me marcho para siempre y ya jamás me volveréis a ver.
—¡No, niña, tú no harás
eso, porque si lo hacieras romperías el corazón de esta pobre vieja!
—¡Madre, diles que me
dejen en paz! —prorrumpió la muchacha en un sollozo de súplica.
—¡No puedo, niña mía! ¡No
puedo...!
El abrazo de las dos
mujeres pareció detener el tiempo. Solo un leve movimiento de sus pechos al
respirar entrecortado por la emoción, los susurros y sollozos intercalados, las
medias palabras y el ruido de besos fugaces como robados al tiempo se percibía
de forma difusa en el aposento.
—¡No te vayas, niña mía!
¡Yo me moriré ende que tú te vayas ido!
—¡Me tengo que ir, madre!
¡No queda otro remedio, tú lo sabes bien!
Ahora los susurros fueron
más impúdicos y fuertes, e hirieron como navajas el aire que circundaba a las
dos mujeres. Luego la separación se fue dilatando despacio en el tiempo como si
una poderosa fuerza interior las atrajera de forma irremisible y les costara un
inefable esfuerzo el separarse. Pero la separación, inexorablemente, fue
tomando forma. Primero fueron las manos palpándose las mejillas; los ojos
mojados de lágrimas, y luego, las de la madre yendo despacio hasta el cuello,
hasta el pelo revuelto de la “niña”. Después se detuvieron en los hombros
durante un breve tiempo como haciendo un efímero paréntesis para cerciorarse de
que no quedaba ningún rincón de aquel cuerpo que no hubiera palpado
minuciosamente. Y bajaron por los brazos despacio como queriendo quedar
impregnada la una de la otra. Finalmente se entrelazaron las manos y un apretón
leve... y la punta de sus dedos. Y luego se fue. Se fue despacio, sin volver la
cabeza. La madre se apretó muy fuerte las manos y un rictus de extremo
sufrimiento se fue dibujando en su rostro conforme más apretaba. Parecía que de
un momento a otro iba a caer derrotada, pero contra todo pronóstico prorrumpió
en un ataque de furia soterrada y ciega:
—¡Malnacios! ¡Malditos
seáis tos vosotros! —Decía esto a la vez que golpeaba cada utensilio o enser
que se ponía en su camino. Y así estuvo mucho tiempo, sin que nadie le dijera
nada o la detuviera. Solo cuando pareció apaciguarse su furia primigenia varias
mujeres se acercaron a ella y trataron de calmarla y darle ánimos con palabras
impregnadas de resignación y consuelo...
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