domingo, 29 de mayo de 2022

DESPEDIDA, por Pepe Velasco Romero.

  


—¡Yo no obedezco ninguna ley de los payos, solo obedezco la ley que dicta mi corazón! ¡Además! ¿Qué clase de ley es esa que dice que yo no puedo estar con el hombre que amo?

—¡Mira, niña! ¡Déjate ya de hostias y a mí no me pongas de mala leche! ¡Tú harás lo que nosotros te digamos y punto!

—¡Pues oye lo que te digo, no os atreváis a ponerme una mano encima! ¡Porque si lo hacéis me marcho de esta casa! Me marcho para siempre y ya jamás me volveréis a ver.

—¡No, niña, tú no harás eso, porque si lo hacieras romperías el corazón de esta pobre vieja!

—¡Madre, diles que me dejen en paz! —prorrumpió la muchacha en un sollozo de súplica.

—¡No puedo, niña mía! ¡No puedo...!

El abrazo de las dos mujeres pareció detener el tiempo. Solo un leve movimiento de sus pechos al respirar entrecortado por la emoción, los susurros y sollozos intercalados, las medias palabras y el ruido de besos fugaces como robados al tiempo se percibía de forma difusa en el aposento.

—¡No te vayas, niña mía! ¡Yo me moriré ende que tú te vayas ido!

—¡Me tengo que ir, madre! ¡No queda otro remedio, tú lo sabes bien!

Ahora los susurros fueron más impúdicos y fuertes, e hirieron como navajas el aire que circundaba a las dos mujeres. Luego la separación se fue dilatando despacio en el tiempo como si una poderosa fuerza interior las atrajera de forma irremisible y les costara un inefable esfuerzo el separarse. Pero la separación, inexorablemente, fue tomando forma. Primero fueron las manos palpándose las mejillas; los ojos mojados de lágrimas, y luego, las de la madre yendo despacio hasta el cuello, hasta el pelo revuelto de la “niña”. Después se detuvieron en los hombros durante un breve tiempo como haciendo un efímero paréntesis para cerciorarse de que no quedaba ningún rincón de aquel cuerpo que no hubiera palpado minuciosamente. Y bajaron por los brazos despacio como queriendo quedar impregnada la una de la otra. Finalmente se entrelazaron las manos y un apretón leve... y la punta de sus dedos. Y luego se fue. Se fue despacio, sin volver la cabeza. La madre se apretó muy fuerte las manos y un rictus de extremo sufrimiento se fue dibujando en su rostro conforme más apretaba. Parecía que de un momento a otro iba a caer derrotada, pero contra todo pronóstico prorrumpió en un ataque de furia soterrada y ciega:

—¡Malnacios! ¡Malditos seáis tos vosotros! —Decía esto a la vez que golpeaba cada utensilio o enser que se ponía en su camino. Y así estuvo mucho tiempo, sin que nadie le dijera nada o la detuviera. Solo cuando pareció apaciguarse su furia primigenia varias mujeres se acercaron a ella y trataron de calmarla y darle ánimos con palabras impregnadas de resignación y consuelo...

 

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